Les cuesta encontrar el lugar
para entrar en los fosos, porque no están preparados para una salida nocturna.
Por suerte, no está oscuro del todo, pues ni siquiera tienen una linterna.
Peruso camina delante de todos. Al fin y al cabo ha recorrido más que los otros
este camino. En la escalera la cosa no está tan mal, porque la luz del interior
de la fortaleza se filtra, iluminando un poco la subida.
En el preciso momento en que
van a salir a la plaza, una sombra ocupa la salida. Peruso se pone un dedo en
la boca para que nadie hable. No es una persona: son dos. Una de ellas es la
muchacha que los acompañó por la mañana durante la visita al museo. Se
acurrucan en el último recodo, con la esperanza de que los otros se vayan. Por
fin oyen cómo los pasos se alejan y el camino queda despejado. Alcanzan la
salida y el Guille, que se ha adelantado, asoma la cabeza y mueve el brazo
indicando que el camino está libre, sin quitar los ojos de la plaza.
Peruso susurra que salgan uno
a uno y que vayan ocultándose en el balcón, delante de las salas del museo. Ven
que la plaza está desierta y en el patio de abajo se oyen risas y una
conversación animada. No les preocupa que bajen el puente, porque su salida
está segura, pero Osvaldo se preocupa por la oscuridad que habrá cuando
regresen a bajar la escalera.
Una vez que llegan a la puerta
del despacho del comandante, se pegan todos a la pared. El balcón está oscuro y
Dianamari, tan atrevida como siempre, empuja la puerta: ¡se abre! Ninguno
habla. La muchacha entra y detrás de ella, los demás. Cierran con cuidado, pero
Luis Enrique tropieza con un mueble y todos se quedan quietos, a la
expectativa. No saben si el ruido se ha escuchado abajo. Todo sigue en calma,
así que miran a su alrededor y no pueden distinguir lo que les rodea.
—Va a ser difícil registrar
con esta oscuridad —dice Dianamari, muy bajito.
—Vamos a cerrar los ojos un
rato, después podremos ver mejor —propone Raulín.
Dicho y hecho, cierran los
ojos.
—Dianamari, ¿te acuerdas dónde
estaba el cofre? —pregunta Peruso.
—¡Claro que me acuerdo! Está
al fondo, detrás del escritorio —responde ella, y abre los ojos—. Ya pueden
mirar, porque es verdad que se ve mejor.
De todas maneras no pueden
detallar bien el interior. Solo unos bultos donde están los muebles. Dianamari
avanza decidida hasta donde se halla el cofre y empieza a tantearlo con las
manos, al mismo tiempo que trata de levantar la tapa.
—¡Está cerrado, muchachos!
Peruso, dame la llave —le pide.
Peruso se lleva la mano al
bolsillo. No puede ser. Busca también en el de la camisa: ¡nada!
—No tengo la llave, Dianamari
—dice con una voz que no parece la de él.
—¿Cómo que no está? —pregunta
ella.
—¡Mi madre! Peruso, ¿cómo
pudiste perder la llave? —le reprocha Raulín.
El Guille, Luis Enrique y
Osvaldo ni chistan. Todos se asombran. Nada, que pasar tanto trabajo para
llegar allí y no tener la llave es el colmo de la mala suerte.
—¿Se te habrá quedado en casa
de Donjuán? —vuelve a preguntar Dinamari, que no puede creer todavía que no
tengan la llave.
—Que no, yo no la he sacado de
mi bolsillo. ¿Alguno de ustedes la ha cogido sin que me dé cuenta? —ahora
Peruso se dirige a todos y en tono de estar muy, muy bravo.
Osvaldo se ofende:
—Caramba, Peruso, ¿tú crees
que nosotros vamos a jugar con eso?
—No podemos discutir ahora
—asegura Dianamari—. A lo mejor se te cayó cuando nos escondimos en la
escalera.
—Shhh —les dice Peruso y se
pone un dedo en la boca, por gusto, porque los otros no lo ven.
Se oye un ruido en la puerta y
unas voces. ¿Quién puede ser? Pero algo metálico choca y ellos entienden: han
atrancado la puerta por fuera. Se han quedado encerrados, en la más completa
oscuridad.
—¡Ahora sí que esto está
bueno! —dice el Guille—. Prepárense para dormir aquí y ojalá no haya ninguno de
los socios fantasmas de Peruso.
Los otros no quieren ni
hablar. Están sorprendidos y preocupados. Peruso rompe el silencio:
—Bueno, no está todo perdido.
Yo les tengo una buena noticia.
Nada más que a Peruso le puede
pasar por su cabeza, llena de ideas locas, que puede haber una buena noticia
ahora que están encerrados y sin llave. En medio de todo, Raulín y Dianamari
son quienes mejor sobrellevan la situación y por eso preguntan a dúo:
—¿Cuál noticia?
Peruso toma su tiempo para
anunciar la buena nueva:
—Que aquí está la llave del cofre
—y pega con ella en la esquina del escritorio.
¡No lo pueden creer! Es
imposible que él haya jugado con la llave. Se les olvida que deben hablar bajo,
que están escondidos y no pueden hacer ruido. Nada les importa, insultan a
Peruso y Dianamari le arranca la llave de la mano:
—Peruso, ¡ahora sí acabaste
con nosotros!
Pero no pierde tiempo y corre
a buscar el cofre. Tantea la cerradura y tiene que aguantarla con las dos manos
para que no se le caiga.
—¡Entra en la cerradura,
Peruso! —anuncia, emocionada—. Ya está abierto.
Seis pares de manos hurgan en
el cofre. !Nada!
—Pues lo que esperábamos
—resume Dianamari—: está vacío.
Raulín le pide a Dianamari:
—Diani, revisa a ver si
encuentras algo abultado en el forro. Quién sabe si tiene un compartimiento
oculto. Tienes las manos más chiquitas que nosotros.
La muchacha lo hace, pero el
cofre no tiene forro, ni se nota un escondrijo secreto.
—Tendría que haber luz para
revisarlo. Si al menos tuviéramos una linterna… —se atreve a decir Luis
Enrique.
Peruso le da la razón:
—Es verdad. Va a ser imposible
revisarlo bien. Bueno, el consuelo es que vamos a amanecer aquí y, cuando salga
el sol, habrá un poco de claridad para revisarlo.
Con estas palabras los otros
vuelven a la realidad del encierro.
—¿Se imaginan qué van a hacer
Donjuán y Nena cuando no nos vean llegar? —les pregunta Dianamari.
—Ni pensar en eso —dice Luis
Enrique—. Que no son solo ellos. Mis tíos nos esperan en su casa. ¡Se va a
armar la gorda!
El Guille, que últimamente se
las da de chistoso, agrega:
—No va a ser la gorda la única
que se va a armar. Será la gorda, la flaca y la amarilla.
Se ríen de la ocurrencia y el
disparate. Osvaldo se extraña:
—¿Qué amarilla, Guille?
—La pared de mi cuarto. Si me
castigan no puedo salir ni a ver la televisión.
Al menos tienen un poco de
buen humor para conformarse con el oscuro encierro. Es mejor no pensar en lo
que pasará cuando no los vean aparecer en ninguna de las dos casas donde van a
pasar la noche.
Raulín, como buen lector y
amigo de las historias les recuerda una.
—A lo mejor oímos el ruido que
hace el perro fantasma encadenado que sale por la madrugada a recorrer la
fortaleza.
—No, bobo —le responde
Osvaldo—. A lo mejor la dama azul nos abre la puerta.
Dianamari, que se molesta con
la incredulidad de Osvaldo, lo ataca:
—No nos va a abrir la puerta,
so tonto. Los fantasmas atraviesan las paredes. ¿No es verdad, Peru? —pregunta,
refiriéndose al supuesto pasado fantasma del amigo.
Peruso le sigue la corriente:
—Es verdad, pero que yo sepa,
la dama lo que recorre es la plaza de la fortaleza. No entra a estos lugares.
Se vuelven a escuchar pasos.
Hay alguien caminando por el balcón. Los pasos se oyen, pasan de largo por la
puerta y después oyen un silbido. ¡Es el silbido de la pandilla!
—Si los fantasmas no existen,
puede que los milagros sí —dice Dianamari—. ¿Quién podrá ser?
Se acercan a la puerta y
Peruso pega el oído a la madera, pero no se oye nada. ¿Se habrá ido el dueño
del silbido? La respuesta no se hace esperar: aquí está un segundo silbido y no
tienen dudas. Peruso silba como respuesta y oyen de nuevo los pasos, varios, y
una voz del otro lado de la puerta que pregunta:
—Muchachos, ¿están ahí?
Dianamari reacciona:
—¡Esa es Ana Carla! Han venido
a buscarnos.
Ninguno va a reconocer el
alivio que sienten, pero es grande, y Osvaldo ya contesta:
—¡Estamos aquí!
Se siente un movimiento afuera
y como sacuden la puerta. Peruso le dice:
—Ana Carla, está cerrada.
¿Sabes si podrás abrirla o habrá que buscar una llave?
—No está cerrada con llave,
solo tiene una barra metálica atravesada. Espera. Vas a tener que hacerlo tú,
que pesa mucho —la oyen decirle a alguien más y, por un instante, hay una luz
que parpadea afuera.
Ellos están intrigados. ¿Con
quién vendrá Ana Carla y cómo los encontró tan pronto? Ahora se oye otra voz:
—Es que en la argolla hay un
candado, Ana Carla. Habrá que romperlo.
—¡Leonel! —exclaman todos y se
asombran. ¿Cuándo llegó? Pero ahora el deseo de salir hace que la sorpresa por
la aparición de Leonel no sea tan importante.
La luz que vieron antes vuelve
a parpadear.
—No está cerrado, Leonel —dice
Ana Carla.
Ellos sienten el chasquido del
candado saliendo de la argolla y la puerta se abre. En el umbral hay tres
figuras inmóviles, tratando de ver en la oscuridad: Ana Carla, Leonel y
Marilope.
—Ana Carla, ¿por qué trajiste
a Marilope? —pregunta Peruso en tono de regaño.
—Niño, parece que ese gato te
prestó sus ojos, ¿cómo puedes ver algo en esta oscuridad? —contesta ella y ya
Leonel las empuja adentro y pega la puerta, porque alguien viene.
Guardan silencio como si
obedecieran una señal. Debe ser el que está de guardia haciendo una ronda para
comprobar que esté todo en orden. Cuando se aleja, sigue el interrogatorio. La
llegada de estos tres tiene su explicación: Leonel llegó de su viaje y fue a
verlos. Se enteró que estaban en el Castillo y consiguió escaparse de su casa.
Los había buscado toda la tarde, hasta que habló con la mamá de Luis Enrique,
quien le contó que estaba en casa de unos tíos. Lo demás se dio poco a poco.
Dianamari le pregunta a Ana Carla:
—¿Cómo encontraste el camino?
—De lo más fácil. Trajimos una
linterna —le responde.
Esa era la luz que se veía
afuera, piensan los otros. Ahora sí que podrán revisar el cofre. Ponen manos a
la obra y miran cada ranura. Nada. Leonel se va enterando de lo que todavía no
sabe por Ana Carla y los recién llegados se sientan, cansados del viaje, encima
del cofre. Leonel enfoca la linterna a las paredes, porque él sí no ha visto el
museo a la luz del día y se ve interesado en admirar cada pieza. Raulín va a
hablar con Ana Carla y se deja caer con fuerza en el cofre, calcula mal la
distancia hasta el borde, así que el cofre se vira igual a un barco cuando va a
hundirse y los tres caen al suelo. Mientras Peruso pide que no hagan más ruido,
viene Leonel con la linterna a revisar si se han hecho daño. Los muchachos no,
pero la tapa del cofre ha quedado separada, como si se hubiera partido.
—¡Lo que nos faltaba! —exclama
Dianamari—. Podemos ir hasta presos por daños al patrimonio. Hemos destrozado
el cofre.
Pero Leonel y Peruso levantan
la tapa y comprueban que solo se han salido las bisagras y entonces descubren
un papel que asoma por la rendija inferior de la tapa.
—Pero, ¿qué es esto? —murmura
Ana Carla mientras hala el papel, que es un fino rollo.
Lo pone encima del escritorio
y hacen todos un círculo para verlo bien. Es el dibujo de una mujer, hecho con
trazos oscuros. Lleva un velo puesto, igual al de las novias, pero la expresión
es triste. Dianamari reacciona:
—¿Quién puede ser esta mujer?
Raulín la mira, pero la luz no
es tan buena como para poder identificarla. Eso es lo que dice ahora, y
Marilope, que no ha dicho una palabra, señala el lugar donde firman los
pintores sus obras. Hay una firma y una fecha:
Gonzalo, avril –MDCCLXII)
Enseguida Leonel enfoca la
interna.
—Guille, leer eso te toca a
ti, porque si es por el tamaño de los ojos, tú debes ver mejor que nadie.
A lo mejor otro se hubiera
puesto bravo, pero el Guille se siente contento de tener que descifrar lo que
está escrito. Le quitó la linterna Leonel para acercarla más. Demora unos
segundos en descubrir qué dice, hasta que al fin, habla:
—Lo primero es un nombre,
Gonzalo, y la otra palabra es avril, como el mes, pero está escrito con v de
vaca y no con b de burro…
Aquí lo interrumpe Raulín:
—El único burro eres tú,
Guille. Eso es castellano antiguo, y sí es el mes de abril. ¿Qué más dice?
El Guille mira y deletrea:
—M-D-C-C-L-X-I-I, son muchas
letras mayúsculas juntas, no sé qué querrá decir eso.
Dianamari le arrebata la
linterna, sin hacer caso de sus protestas y revisa ella:
—¡Claro! Esto es el año, pero escrito
en números romanos, como se usaba en la época en que se construyó la fortaleza.
A mi me da trabajo leerlos, Raulín. ¿Podrás tú?
Antes de que Raulín responda,
Marilope se acerca y lee:
—1762. Ese es el año que dice.
Aprendí con mi abuelo los números romanos, porque en los libros de pinturas
antiguas aparecen siempre así.
—Eso quiere decir entonces que
este dibujo, ¿es del año 1762?
Se han quedado mudos. Lo menos
que se hubieran imaginado era encontrar un dibujo tan antiguo. Pero ahora Ana
Carla tiene otra pregunta:
—¿Qué tiene que ver el gato
con este dibujo?
Peruso tiene más:
—¿Por qué yo, o nosotros, para
encontrarlo? —Hace una pausa y vuelve a preguntar otra cosa que también intriga
a todos—: ¿Quién es esta muchacha?
Todos piensan. Dianamari hace
también su pregunta:
—¿Quién es ese Gonzalo, el
autor del retrato?
La luz de la linterna se apaga
y hay una exclamación de protesta, por lo que Dianamari, que todavía la tiene,
aclara:
—Muchachos, tenemos que
ahorrar la batería. Para la escalera nos hará falta.
Peruso habla:
—Aunque sepamos tan poco
acerca del misterio, creo que debemos irnos. Ya debe ser muy tarde y nos
estarán buscando por todos lados.
Coge el pergamino, lo enrolla
con cuidado y, en este preciso momento, Marilope dice:
—En mi familia se cuenta una
historia, parecida a la de la dama azul. ¿Quieren oírla?
No voy a decir la respuesta.
Cualquiera adivina cuál es.
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