martes, 25 de diciembre de 2012

EL MISTERIO DE LA ESCALERA (Peruso y el gato fantasma)



Los muchachos están desesperados por hablar con Peruso en privado. Cuando Marilope entra para ayudar a sus abuelos a servir la mesa, salen todos al patio.
—Peru, ¿adónde llega la escalera? —pregunta Dianamari, ansiosa.
Peruso, que disfruta mucho viendo que estén pendientes de él, pone voz misteriosa al responder:
—Esa escalera parece más de boa que de caracol. Después de quince mil vueltas y llegar al final, ¿qué creen? —verdad que no hay otro como él para hacer de cualquier situación un gran misterio.
Los otros siempre caen en su trampa y los tiene ansiosos a más no poder.
—¡Cuenta, Peru, dale! —le dicen.
Con su cara de mayor intriga les susurra:
—Sale a los fosos de la fortaleza.
—¡No me digas! —exclama Ana Carla.
—Si no se los digo, ¿cómo se van a enterar? —replica él con voz socarrona.
—¡Chico, Peruso, no juegues! Es un decir —se mortifica ella.
Los otros están locos por saber más, al punto que dejan pasar la oportunidad de burlarse de la muchacha.
—Peruso, viejo, no te demores más en contarnos. ¿A qué lugar de los fosos? —pregunta Raulín.
Peruso se encoge de hombros.
—Oye, Raulín, hace rato ya que me quité el disfraz, así que no me digas viejo. Muchachos, no sé si ese lugar tiene nombre. Sale a un solar que está detrás de la fortaleza, por allá —y señala con el dedo en una dirección.
—Pues, ¿saben una cosa? —ahora es el Guille quien habla—: tenemos que quedarnos esta noche hasta que cierren para subir por esa escalera y entrar en la fortaleza.
Las muchachas son las primeras en protestar:
—¡Qué va! Si no llego a la casa antes de que oscurezca, mi madre llama a la policía —dice Dianamari.
Peruso se rasca la parte más calva de su cabeza.
—Pues, mientras almorzamos, hay que pensar cómo pedimos permiso para quedarnos —les dice. 
—¿Cómo te has raspado las rodillas, Peru? —se interesa Raulín.
—Menos mal que alguien tiene un pensamiento para el sujeto que bajó la escalera y no solo para enterarse de adónde llega —les reprocha él—. Déjenme decirles que la escalera, además de difícil está llena de espinas de pescado y pellejos, resbalosísimos. Por eso me caí mientras bajaba.
—¡El gato! —, exclaman todos.
—Eso mismo dije yo —sigue Peruso—. Parece que ahí hay gato subiendo y bajando la escalera. Razón de más para ir de noche a ver si lo encontramos.
Dianamari está pensativa. Peruso sabe que seguro está analizando la información.
—¿Qué tú crees, Diani? ¿No te parece que debemos ir esta misma noche? También me preocupa el asunto del cuadro de la galería. Sé que mi papá está muy intranquilo y se siente responsable. Voy a pedirle a Donjuán que lo llame, para que no se crea culpable.
A Luis Enrique se le ocurre una idea:
—¿Y si vamos a casa de mi tía y le decimos que nos queremos quedar hasta mañana?
Osvaldo y el Guille están encantados. Raulín no tanto, porque conoce a su mamá. De Dianamari y Ana Carla, ni hablar. ¡Tienen unas caras! A Dianamari le parece estar oyendo a su papá decir: «¿Quedarte en el Castillo con esos mataperros? ¡Ni se te ocurra!». Pero Ana Carla le da la solución:
—Dianamari, mejor hablamos nosotras con Nena y le pedimos que ella llame a nuestras casas y diga que nos queremos quedar con Marilope.
A Dianamari la cara se le ilumina:
—¡Tremenda idea! ¡Claro que sí!
Pero de pronto vuelve a estar seria.
—¿Y qué le decimos a Nena para quedarnos? —pregunta, mirándolos a todos.
Peruso, que piensa en todo, ya tiene una historia:
—Queremos ir al manantial de agua dulce que hay cerca de Cayo Carenas. ¿Creen que podríamos pedirle al tío de Luis Enrique que nos lleve?
Este Peruso no tiene remedio. Esas ideas locas vienen y van con una rapidez por su cabeza pelada-peluda que seguro andan en patines.
—Ya está, Peru —dice Luis Enrique—. Después de almuerzo vamos a hablar con mi tío para quedarnos en su casa a dormir y que nos acompañe mañana.
Nena los llama para almorzar y se asombran de que casi son las dos de la tarde. La mañana se ha ido volando. Hablan durante el almuerzo de que quieren ir a Cayo Carenas para ver la capilla, y también al sitio donde brota un manantial de agua dulce en plena bahía… Donjuán se ríe con ojos traviesos. Él no cree mucho en esos arrebatos de exploradores que les han entrado. Peruso sabe, pero todavía no puede decir que hayan encontrado algo definitivo sobre el gato. No es que quieran mantener oculto el verdadero motivo de quedarse, pero saben que tampoco Nena y el pintor van a dejarlos ir de noche a la fortaleza, ¡y menos atravesando los fosos!
«A veces no se puede decir toda la verdad», piensa Peruso, y lo apena ocultar algo a estas personas tan generosas y que los han acogido con cariño de abuelos. Ya les explicará luego, cuando haya resultados. La excusa para dormir en el Castillo es que hasta el día siguiente Tavo, el tío de Luis Enrique, no podrá conseguir un bote para llevarlos.
—¿Y esa idea les ha venido así, de pronto? —les pregunta Donjuán, sigiloso.
Peruso se apura en contestar:
—Bueno, desde el otro día estábamos pensando en hacerlo, pero hoy fue que nos decidimos.
Una vez hechas las llamadas telefónicas no hay de qué preocuparse, así que se van con Marilope a conocer el barrio y sus alrededores, donde ella recoge la tierra para las mezclas que su abuelo usa para pintar. Lo único que no pueden conseguir es que Nena deje que Dianamari y Ana Carla se queden por la noche en casa de la tía de Luis Enrique.
—¡Qué va! —les ha dicho Nena—. No es lo mismo siete que cinco. Vayan ustedes para allá y las niñas que se queden y duerman con Marilope en su habitación.
Aunque son más de las cuatro de la tarde, hay mucho silencio y nadie anda por las callejuelas pues el fuerte sol del verano obliga a buscar la sombra de los árboles que crecen en patios o portales. Al llegar al foso miran arriba. La fortaleza parece un gigante de piedra que se alza como una mole gris sobre la yerba. El grupo camina confiado detrás de Peruso y este les hace una señal para que se peguen al muro, justo cuando van a subir la escalera:
—¡Chist! Oigo unas voces. ¿Alguien estará bajando?
Se quedan quietos y en completo silencio, lo que es casi un milagro. Ahora los otros también escuchan algunas palabras sueltas.
—Deben ser turistas, porque tienen un acento extraño. Seguro están mirando la escalera y preguntándose adónde va, como nosotros hoy —susurra Dianamari.
Esperan un rato más y, como no oyen más voces, empiezan a subir. Peruso los advierte para que suban despacio y no resbalen, aunque a cada momento se vira y mira a los que suben detrás de él. Raulín se ha quedado último para cuidar a las muchachas, aunque ellas no parecen necesitar ayuda. Cuando Peruso y Osvaldo están subiendo los últimos escalones y ya tienen el torreón a la vista se encuentran una sorpresa: el gato está parado en el descanso y tiene algo entre las patas de alante. Parece estar esperándolos. Peruso se apura, pues siente el sonido de un objeto metálico que cae al suelo y ve cómo el gato desaparece ¡otra vez!, delante de sus narices.
—Muchachos, no sigan subiendo, que hay personas en la plaza. Deja ver qué es esto.
Se agacha y recoge del suelo lo que dejó caer el gato y abre la mano para que ellos puedan contemplar una llave. Se la echa en el bolsillo y les dice:
—Creo que nos quería dar esta llave. Vámonos, antes que nos descubran. Pero bajen despacio, Raulín —advierte.
Si la subida fue en silencio, la bajada la hacen entre murmullos. Cuando salen al foso rodean a Peruso, para ver la llave, pero este no saca la mano del bolsillo.
—Es mejor revisarla cuando estemos lejos. ¡Quién sabe si alguien podría vernos!
Ahora sí está oscureciendo y deben apurarse para llegar a casa de Donjuán, porque a Peruso no le parece seguro sacar la llave en medio de la calle.
—¡Ey!, ¿qué les pasa? —pregunta Nena cuando los ve entrar como una tromba marina y seguir para el patio.
La callada Marilope, agitada por la expedición y el misterio de la llave, es quien responde:
—Nada, abuela, recogimos cocuyos y vamos a soltarlos en el patio.
Nena los mira extrañada pero vuelve a la cocina, donde Donjuán la ayuda a pelar papas.
—¿Qué se traerán esos muchachos entre manos, viejo? Me preocupa que pueda pasarles algo.
—¡Bah! No te preocupes tanto. Les viene bien un poco de aventura. ¿Te acuerdas de nosotros cuando teníamos esa edad? Casi vivíamos silvestres, como dicen ahora. Pero esos años, caray, son los mejores. Todo parece magia, ¿verdad? Déjalos, Nena. Son buenos muchachos.
Mientras tanto, en el patio, Peruso saca por fin la llave del bolsillo.
—¡Mi madre! —dice el Guille—. Esta llave debe tener mil años por lo menos. 
Osvaldo, que se burla de todo, dice:
—Cómo no, bobo. Los siboneyes tenían cerrajeros en cada aldea.
Rompen en carcajadas, por la ocurrencia, y miran la llave con atención.
—Este tipo de llave es muy, muy antiguo. Como de la Edad Media por lo menos —asegura Raulín.
Dianamari, sabuesa al fin, precisa:
—De la Edad Media no, pero de la época en que se contruyó la fortaleza, sí.
Peruso está pensativo, dando vueltas a la llave por una y otra cara.
—Está oxidada, y miren qué extraña la forma que tienen estos pinchos —se las enseña para que vean a qué se refiere.


—¡Oye! ¡Si parece la llave del cofre de un pirata! —exclama Raulín.
Osvaldo cierra los ojos y mueve la cabeza.
—Estas chiquitas han acabado por confundirlos, muchachos. No piensen en películas o en personajes de libros. Aquí hay una vieja llave, que a saber de qué era. Nada de cofres, ni corsarios, ni piratas.
Ahora Osvaldo se ha quedado solo con su incredulidad. Todos piensan que esa llave es también la clave del misterio del gato.
Dianamari dice en voz alta lo que todos piensan:
—Tenemos que volver a la fortaleza esta noche y encontrar qué se abre con esta llave. Peruso, este es el mensaje que decíamos: el gato quería dártela.
Luis Enrique habla ahora despacio:
—Muchachos, ¿se acuerdan de la sala del museo que era la oficina del comandante de la fortaleza? Allí hay muebles antiguos. A lo mejor esta llave abre alguna puerta o gaveta.
Guille y Raulín se fijaron bien en los muebles. Claro que las muchachas también. Peruso no entró en esa sala porque estaba merodeando. Ahora es Ana Carla quien se da una palmada en la frente y les dice:
—¡Claro! ¡Si hay un cofre también! —mira a Dianamari—. ¿No te acuerdas? Al lado del escritorio, junto a la ventana. Es de metal; tiene adornos y unos remaches en las esquinas.
Ahora Peruso es el cauteloso, porque no quiere que se hagan una idea falsa.
—Muchachos, pero todos los muebles que están allí han pasado por las manos de los que trabajan en el museo. Seguro que, como son antiguos, habrán tenido que restaurarlos —le pregunta entonces a Raulín—: ¿es así como se dice?
Raulín está feliz porque Peruso le pregunta:
—Sí, Peru. Así es como se le llama a la reparación de los objetos antiguos, porque se trata de conservarlos como eran.
Dianamari y Ana Carla no se dan por vencidas.
—Está bien, habrán pasado por doscientas manos, ¿y qué? —dice Dianamari—. Muchas veces uno tiene las cosas en sus narices y no las descubre. No vamos a perder si probamos, ¿verdad?
No hay más palabras. A veces pasa. Bajan la voz, acuerdan cómo salir y convencen a Ana Carla de quedarse con Marilope, porque les parece peligroso llevarla con ellos. Donjuán y Nena se extrañan, pero saben que a los muchachos les gusta la aventura y no deben temer que les suceda algo malo cuando pasean por el barrio. Sospechan un poco al ver que Ana Carla se queda, pero ella finge estar muy cansada y Marilope va a acompañarla, porque no quiere quedarse sola. Claro, primero tienen que sentarse a la mesa, comer, inventar un buen cuento (esto es trabajo de Peruso) y por fin, un poco después de las ocho, salen.

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