sábado, 30 de junio de 2012

MI FAMILIA MUMIN


(en.todoroms.com)
Hay libros que nos marcan para toda la vida y su recuerdo nos acompaña en momentos de felicidad, de nostalgia o alegría. En ocasiones he debido tomar decisiones difíciles y hay personajes que me han servido de inspiración, más aún que personas reales, quienes indudablemente también se han incorporado a mi personal y más íntimo imaginario.
Pero hay algunos que van más allá. Esa experiencia la he tenido con un amigo muy querido y rojo, pues es pelirrojo y se sonroja al hablar, por lo que lo he nombrado Erick el Rojo, como un pirata vikingo de aquella película de nuestra infancia: mi extrañado José Manuel Espino, exquisito poeta y amigo entrañable. Hemos compartido muchas experiencias y, así como admiro su talento y originalidad poética, él me la devuelve divirtiéndose con mi manía de escribir cuentos y ver la vida como un cuento, cuya trama a veces se complica, nos hace sufrir o ser felices, para luego sorprendernos con giros inesperados. Creo que nada de lo que escribe me es ajeno. Su libro de Nunca Jamás es mi lectura obligada, aunque sabe que adoro la parte del amor de Garfio por Wendy. La intertextualidad con Peter Pan y Wendy le suma encanto. Por eso, cuando nos tratamos me llama Scherezade y por eso cuando escribe me manda un dedal, que es un beso en el lenguaje Nunca Jamás.
Hay libros que se integran a la familia y de pronto estamos viviendo como esos personajes, actuando y tratándonos como ellos. Leí hace poco un excelente artículo de Antonio Orlando Rodríguez sobre la saga de Tove Janson y me entró el deseo de escribir unas palabras sobre cuanto ocurre con mis hijos y estas historias de troles encantadores.
Para empezar, es cierto que soy la Mamá Mumín, porque hemos vivido las mayores tribulaciones e increíbles aventuras sin alejar la sonrisa de nosotros y, a pesar de sufrir tristezas en algunas etapas de nuestras vidas, la magia de la palabra nos ha salvado de caer en la rutina o la desesperanza. Aunque debamos hacer una adaptación en tiempo y situaciones reales, somos la familia Mumín, no cabe dudas. Mi hija es la Esnorquita, así que siempre la advierto en contra de querer tener las pestañas largas (aunque sea lograda por el deseo expresado al más solitario de los magos), ha aprendido a poner otra hoja de abeto en la mesa para acoger a los nuevos amigos, con toda la dulzura y delicadeza de su alma , y ahora ha logrado traer más felicidad al valle con un pequeño Esnorque que ha vuelto todo al revés, como el soplo de aire nuevo que entra sin pedir permiso y nos regala la felicidad cuando nos miran sus ojos o se acurruca en los brazos de cualquiera de nosotros  Mi hijo Mumín tiene a sus Manricos y Esnorques que están con él en cualquiera de las estaciones: con armónica o sin ella, se sienta en el pretil del puente de la vida siempre acompañado. Se ha ocultado muchas veces dentro del sombrero del mago y ha sido reconocido por mí todas las veces porque, de tal madre, tal Mumín. Han crecido tiernos y fuertes, escuchando siempre los consejos y los avisos que nos traen las mariposas y los cucos que vuelan cuando termina el invierno. Por mi parte, siempre deseo que cuando se les aparezca una mariposa sea dorada, como el sol.
Nos alegramos en los cumpleaños y celebramos cantando Todos los bichitos se ponen un lazo en su cola y nombramos Aventura a ese barco que es nuestra vida y al cual bauticé lanzándole el más poderoso de los conjuros para estar juntos siempre y una botella con el rocío de las mañanas hermosas de nuestro verano, dejando al papá Mumín escribir sus memorias y azares.
Por eso creemos en nosotros como hacedores de una magia que nos dio el sombrero del mago y coleccionamos amigos, esperanzas y amores que recogemos cuidadosamente en el delantal del Jemulén diario, desde este valle que compartimos y que nada tiene que ver con las fronteras naturales o humanas, donde la calidez del corazón convierte siempre el invierno en primavera.

viernes, 29 de junio de 2012

LA NOCHE EN EL BOLSILLO (NOCHE SEGUNDA)


(Cubierta de La  noche en el bolsillo,
del artista cubano Abenamar Bauta)

Noche Segunda

Nadie sabe que yo escribo a escondidas. Hay que cuidarse de los mirones y escondo las hojas en el fondo de la maleta. Si vieran lo que escribo se reirían de mí. ¿Por qué se me habrá ocurrido llamarla Luna Triste? Cuando sentí sus manos en mis ojos hubiera querido besárselas, pero entonces a lo mejor no hubiera vuelto a verla, bueno, a hablar con ella, aunque no estoy seguro de que sigamos encontrándonos. Ella es de esas muchachas disciplinadas a quienes les cuesta hacer algo que esté prohibido. Me imagino el doble esfuerzo que hace para escaparse por la noche: para que no la sorprendan y para vencer a su conciencia.
Hoy amanecí con una erupción en todo el cuerpo y me trajeron a la enfermería. Pensaban que era sarampión, pero debo estar intoxicado. Anoche comí pescado y no puedo comerlo, pero tenía tremenda hambre.
Mientras los demás están en las aulas yo estoy en la cama, solo. Cuando se está solo hay demasiado tiempo para pensar, como ahora. En este tiempo quien más acude a mi mente es ella. ¿Podrá una persona removerlo a uno por completo como me ha pasado a mí? Siempre he sido de la manera más normal posible. Eso de ser normal, para mí, quiere decir hablar como la mayoría de la gente que anda conmigo, en la escuela o en el barrio. Claro, eso significa hablar como quiera, decir malas palabras, hacerse el duro…, pero ahora eso tiene otro significado. Creo que ser así me va a apartar de ella, y eso no lo quiero. Nunca había sentido lo que sentí cuando puso sus manos en mi cara. Fue un corrientazo, no sé. He tenido un montón de novias y ninguna me ha hecho preguntarme si ser como soy está bien o mal, pero con ella es distinto. Casi no la conozco y, sin embargo, no parece el tipo de chiquita que pueda estar con uno como yo. Ella tiene más que ver con el guanajo de Tony que conmigo. Ese tiene tremenda finura para todo, se dedica a estudiar y a leer. Pero yo no me la puedo sacar de la cabeza. Ahora voy a escribir sobre ella. Después, esto se llena de gente. No seré un escritor famoso, pero cumpliré el sueño de mi Luna haciéndola protagonista de una novela, y la voy a llamar por ese nombre, aunque no vaya bien con la historia. Claro, el personaje de ella será diferente. Eso no quiere decir que quiero cambiarla. Me gusta así, distinta a mí.

No sé qué hora es cuando oigo la voz de Nápoles gritando mi nombre y nada más me da tiempo para esconder las hojas debajo de la almohada.
—¡Eh, mírate! Estás flojito, mi socio, ¿qué es eso de estar intoxicado y tomando pastillas, asere? —me dice—. Acuérdate de que esta noche viene la niña esa que te quiero presentar. No vas a seguir en la cama, ¿no?
Me hago el grave, para que no piense otra cosa.
—Compadre, estoy embarcado. Me fui a parar de la cama y por poco me caigo, tremendos mareos. Tengo que esperar a la enfermera a ver si puedo salir de aquí. Si me voy es tremendo lío. ¿Te acuerdas de cuando te intoxicaste con el abono aquel y te llevaron al hospital?
Por suerte me acordé de la vez que él estuvo ingresado hasta con sueros porque casi se envenena, haciéndose el bárbaro sin ponerse la máscara para regar un abono supertóxico.
—¡Ni me lo recuerdes, mi hermano! Por poco me voy directo a la tumba por respirar aquello. Es verdad, eso es tremendo lío.
Por desgracia, tengo que aguantarle a Nápoles sus historias y, para colmo, se me aparecen luego el Pincho y el Bala, porque las clases se acabaron y vienen a hacer tiempo aquí como si fuera una visita al hospital.
Yo me pongo inquieto. No puedo seguir escribiendo, ni puedo levantarme, no vaya a ser que siga con el cuento de la chiquita o toquen la almohada y se caigan las hojas.
Me salva la campana, porque la enfermera llega y saca a los tres del cuarto. Como es hora de comida no les cae tan mal la expulsión.
El Pincho se vuelve en la puerta y grita:
—¡Venimos más tarde! —y en vez de un anuncio, parece una amenaza.
Salen y espero todavía para sacar las hojas. La seño está en la enfermería.
Es ella quien viene ahora a revisarme.
—No te asustes. Solo quiero ver la erupción de la espalda y los brazos, a ver si has mejorado —mira cada roncha y las toca con la yema de sus dedos—. Mañana tendrás que ir a ver al médico. Necesitas un tratamiento más fuerte. Se lo dices a la enfermera que entra a las siete de la noche, aunque lo voy a dejar escrito cuando me vaya.
Veo que tiene un libro que sobresale del bolsillo de la bata que usa y le pregunto cuál es.
—¿Te gusta leer poesía? Este es de Neruda —lo saca del bolsillo y me lo enseña—: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Mi preferido es el poema 20.
—Es el más popular —le respondo yo—, pero yo siempre leo el 6 y el 12. Claro, es bueno el 20 y también el 15. 
Ella ríe, con bondad y un poco de sorpresa.
—Debes haberlos leído muchas veces para recordar sus números, o tal vez tengas muy buena memoria, ¿no?
—Un poco de cada cosa —respondo, mientras ella tuerce los ojos con picardía y mira su reloj.
—Casi es hora de irme. No olvides tomar la tableta de las ocho.
Pasa por las camas vacías y estira las sábanas para borrar las arrugas, y me dice al salir, guiñando un ojo:
—¡Ah! Puedes imitar a Neruda y “escribir los versos más tristes esta noche”. Hoy es día 20.

Después que ella se va quedo solo. Faltan unos minutos para que la otra llegue hasta aquí, porque primero se quedan un tiempo en la habitación de al lado, contando instrumentos y medicamentos, además de contarse los chismes del día.
Yo, por mi parte, pienso en ella. Todo me la recuerda. El poema 15 viene a mi memoria. «Eres como la noche, callada y constelada. /Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo». Diera cualquier cosa por ir a verla esta noche. Hablar con ella me da mucha tranquilidad y puedo respirar su olor, a yerba mojada. Diciendo eso comprendo que algo de ella me recuerda una planta conocida, pero no sé cuál es en este momento (¿la albahaca?).
Oigo a la seño que se va y después el ir y venir de la que entra. El trajín se interrumpe y me llega la voz de una alumna dando las buenas noches. Desde aquí tengo un puesto de escucha privilegiado. La muchacha dice que convenció a su amiga para venir a la enfermería. El problema es que a la otra le cuesta trabajo dormirse a la hora del silencio. La amiga protesta. Dice que ella siempre duerme poco y no cree que eso sea malo, pero todos le insisten en que eso no es normal. Cuando oigo la voz, me paralizo. ¡Es ella! Esa es su voz. Tengo que salir a verla. Me siento en la cama y busco rápido la camisa para ir hasta allá con cualquier pretexto, aunque sea a pedirle agua a la enfermera. Camino rápido porque ya oigo desear unas buenas noches en el aire y tengo la mala suerte de llegar cuando la puerta se cierra detrás de las muchachas. La enfermera me saluda y aunque llego hasta la puerta y la abro, solo alcanzo a ver dos sombras que desaparecen en las escaleras del dormitorio de las hembras.

—Pensé que era Anamari —le digo a la seño, para disimular—, pero creo que era Lourdes, ¿no? —pregunto, a ver si me dice el nombre de la visitante.
—Si supieras, como al final no le di ningún medicamento no anoté su nombre.

¡Qué mala suerte! Y para más desgracia, esta seño es nueva, así que no puedo seguir preguntando. ¡Haberla tenido tan cerca y no verla! No puedo creer en esa bobada del destino, pero todo conspira para que siga sin saber quién es. Lo peor es que hoy no puedo ir por la noche a nuestra cita. Claro, seguro ella irá y hasta le gustará estar sola. No puedo escapar de aquí sin más ni más. Trato de escribir y no me sale una línea.
Para completar la noche llega la simpática de Mariela, con sus uñas largas por delante.
—¡Ay, mi amorcito, en cuanto supe que estabas aquí vine a verte! Pensar que estás tan solito y tan desamparado así.
—Hola —le contesto a su babosería—, pero no estoy solo ni desamparado. Solo estoy intoxicado y, que yo sepa, eso no es enfermedad grave.
—¿Qué dices? Cuando te intoxicas, tienes la sangre envenenada. Además, se te hincha todo por dentro, se cierra la garganta y no puedes respirar. En una novela que leí, la protagonista se muere asfixiada.
Vaya, vaya. A esta bruja nada más le falta la escoba, pero yo sé cómo hacerla rabiar.
—Mariela, no me había fijado, ¿se te está cayendo el pelo? Cualquiera diría que el tinte ese te hace daño. ¿Por eso te pelaste así, tan corto?
Se pone roja como un tomate. Di en el blanco, pero se hace la desentendida.
—¡Qué cosas tienes! —se levanta el pelo con la mano—. Este corte es el último grito en Europa. Así lo están usando las modelos.
—Es una pena que no estemos en Europa, porque aquí se ve raro.
Antes de que responda abro la boca como un rinoceronte y no tapo el bostezo, con toda intención.
—¡Niño! Nunca te había visto tan mal educado —dice y hace una mueca ridícula.
—Discúlpame, pero me inyectaron y tengo mucho sueño. Los ojos se me cierran.
El mensaje le llega.
—Está bien, me voy. Si al final, vine a hacerte compañía y mira con lo que sales.
Da media vuelta y me libro de ella. Al poco rato oigo el ding dong del silencio y poco a poco se acaban los ruidos. La enfermera viene a apagar la luz y me da las buenas noches pero, por si acaso, me hago el dormido. Luego siento que ella sale y me levanto a espiarla. Oigo su taconeo por el pasillo aéreo hasta el edificio docente. Eso quiere decir que va a la Secretaría. ¿Quién será el profesor de guardia hoy? Es martes, así que es Carlos, el matemático. Es buena gente, habría que ver cómo es si lo coge a uno fuera de la escuela. Lo malo es que yo salga y la seño venga a dormir y cierre la puerta. Total, voy a arriesgarme. Ir allá es la única forma de encontrarme con ella. Con Luna Triste.
Me levanto y voy hasta la puerta, pero parece que me demoré mucho porque cuando voy a salir, alguien gira el picaporte. No me da tiempo a regresar a la cama. La enfermera me sorprende.
—¡Eh! Cuando fui a verte estabas durmiendo. ¿Te sientes mal?
Qué mala suerte. Invento al instante.
—No, seño. Tengo sed.
En el vaso de agua se ahoga mi esperanza de verla esta noche.


He llegado hasta la puerta del encuentro y no veo ninguna hoja en la argolla del candado, así que no ha venido. Corto una ramita y la cuelgo, por si viene. Hoy no podré estar mucho tiempo aquí. Ya el otro día cuando entraba al albergue me vio Marta y le inventé que no podía dormir y había salido al pasillo a coger un poco de fresco. Me miró con ojos de no creerme, pero como Estela, Rebeca y yo somos las lechuzas del albergue, no llegó a contradecirme.
Pienso en él. De verdad es incómodo no poder pensar en él con un nombre, pero es mejor así. Por otra parte, no me gustaría que empezara a andar detrás de mí en la escuela. En primer lugar por Juan Carlos, que siempre está conmigo, y aunque no se atreve a decírmelo, sé que le gusto. No quiero que se aleje por cualquier gracioso de esos de doce, que al final, se buscan una novia cada semana. Además de ser mi compañero en el ping-pong. Es curioso. Siempre el deporte que me ha gustado es el voli, pero desde que él me enseñó a jugar, podemos estar horas jugando y no me aburro. ¿Cuál deporte le gustará a mi Merlín? Esa es otra de mis historias favoritas. A veces me fascino con los personajes y es como si me enamorara, solo que en este caso es diferente, porque se supondría que otros, como Arturo, me llamaran más la atención. No es así y yo sé por qué. Merlín es más inteligente, seguro de sí, y yo tengo debilidad por los muchachos inteligentes. Eso me impresionó de mi Merlín nocturno, su inteligencia. Habría que saber si la usa para bien. En mi caso, pudiera utilizarla para hacerme caer en la trampa de ser su novia y burlarse de mí. Gilberto dice que yo estoy loca. Me siento junto a él en el aula  para controlarlo, porque se la pasa escapándose de las clases. También se duerme a cada rato y yo lo pellizco. A veces se me va la mano y lo araño. Es tan bueno, que nada más se ríe y me enseña las marcas: «Eres una fiera, ¿lo sabías?» Pero de ahí no pasa. Claro, también tiene su venganza. Cuando me entretengo viene por detrás y me hinca los dedos, a la vez, en los dos lados de la cintura y salto, porque me hace cosquillas, mientras él grita: «El salto del ángel.» Sinvergüenza que es.
De pronto reacciono. ¿Cuánto tiempo llevaré aquí? Creo que es muy tarde y no va a venir. Mejor me voy para el dormitorio. Ya me extrañaba a mí que se prestara para este juego. Estaba ilusionada pensando que sí vendría. ¡Qué boba soy!
Regreso despacio. Todavía queda alguna esperanza y creo que voy a verlo venir. Me espera una sorpresa. Cuando estoy subiendo las escaleras alguien me llama.
—¡Alumna!
Me quedo helada. Es la voz de un profesor, debe ser el de guardia.
—Dígame —alcanzo a contestar, muerta de miedo, mientras vuelvo la vista. Es un profesor de mi grado. El matemático. Tiene la cara bastante seria.
—¿Puede explicar qué hace a estas horas fuera del dormitorio?
Él está en los bajos de la escalera y yo estoy más arriba, justo en el descanso del segundo piso. Le respondo con una voz de muerta que ni yo misma me reconozco. Él, por supuesto, no me oye.
—¿Qué dice? Hable más alto, por favor.
—Que tengo mareos y salí a coger aire. Me siento muy mal —repito, ya con gran esfuerzo y sintiendo mareos de verdad, pensando en la comisión disciplinaria, en mi mamá, en…
Empiezo a ver sombras y me siento caer. Abro los ojos y lo primero que veo es la cara del profe que trata de levantarme del piso, asustado.
—Pero si se sentía tan mal, ¿por qué no fue a la enfermería, o a buscar al profesor de guardia? ¿Se imagina que le hubiera pasado estando sola, aquí en la escalera?
Todavía no entiendo bien qué ha pasado y pregunto:
—¿Qué me ha pasado?
—Se desmayó —responde él, recuperándose del susto—. Por suerte estaba yo aquí. ¿Puede caminar?
Respondo que sí con la cabeza, sin hablar. ¡Mi madre! Tremendo espectáculo. Así que desmayo y todo. El profe me aguanta por un brazo, parece que todavía teme que vuelva a caerme.
—Vamos a buscar a la enfermera.
Llegamos a la enfermería, que está a oscuras y él toca suave, llamando a la seño por su nombre. Ella se demora en salir. Se ve que acabamos de despertarla. Me toca la frente y busca el equipo para tomarme la presión.
—Tienes la presión muy baja.
Busca una tableta y me la trae con un vaso de agua. Yo, por si acaso, ni hablo.
—¿No fuiste tú quien estuvo aquí anoche porque no duermes bien?
—Yo duermo bien, pero demoro en dormirme —le respondo.
—Debe ser falta de sueño, profe —le dice la enfermera, dirigiéndose a él—. De todas formas, sería mejor que se quedara aquí ahora.
Me entra pánico. Esto me huele a hospital.
—No, seño, si ya me siento mejor.
El profesor me mira, indeciso.
—¿Seguro te sientes bien? —pregunta.
—Sí, ya me siento bien.
—¿Usted la puede acompañar al dormitorio? —pregunta entonces a la enfermera.
—Claro, yo la acompaño.
Por suerte, nadie se despierta cuando entro al dormitorio y me acuesto en silencio. No voy a poder salir en unas cuantas noches. Hoy es martes, así que debo recordar el día de guardia del profesor Carlos para no arriesgarme a salir de nuevo otro martes. La situación se enreda y debo tener cuidado. Hoy estuve cerca del desastre. No sé qué me daría a tomar la enfermera, pero ahora tengo sueño. Ni siquiera me quito el pantalón de la piyama, para no hacer ruido. Miro por la ventana abierta hacia fuera y en la distancia no logro ver la caseta de las herramientas. ¡Qué bueno! De noche, la oscuridad no deja ver hacia allá.
—Oye, ¿por qué la enfermera te trajo? —me dice una voz.
¡Vaya!, resulta que sí había alguien despierta. Bajo los efectos del medicamento no identifico la voz y trato de levantarme, pero nada más levanto la mitad del cuerpo y vuelvo a caer en la cama, como un saco de papas.
—¡Mi madre! Si estás que no puedes levantarte, mi ángel —ahora, con ese mi ángel, reconozco a Estela; debí imaginar que se despertaría.
—Me sentí muy mal, Este. Creo que era la presión baja, por lo menos eso dijo la enfermera —le explico.
Ella murmura, como hace siempre, y solo alcanzo a entender que pelea porque no la llamé para ir a la enfermería. ¡Si supiera dónde estaba yo! Pero no se lo digo. Sería peor y, además, me vigilaría. Prefiero callar aunque me duele tener secretos con ella.
—¿Cómo te sientes ahora? —pregunta preocupada.
—No sé. Me pesan los párpados y estoy muy débil.
—¿Tomaste algo?
—Sí, una pastilla que me dio la seño —respondo.
—Y tú como siempre, ni preguntas. Pueden envenenarte y ni te das por enterada. Bien pudieras saber al menos qué tomaste.
—Estela, me sentía tan mal que no se me ocurrió preguntar. Y no exageres, que la enfermera no va a envenenarme.
—¡Ay, chica! Es una forma de hablar, claro que no va a hacerte daño, pero pudiera. ¿Y si es un medicamento que provoca reacción?
—Oye, no soy alérgica. Tengo tremenda salud, y tú lo sabes.
—Está bien, duérmete. Me voy a quedar un rato aquí hasta que te duermas.

La conciencia me remuerde por ocultar mi salida, pero no tengo otro remedio. De todas maneras, no tiene por qué enterarse. El profe ese no es de confianza y tampoco es del grupo nuestro. Pero me tortura que yo le esconda cosas y ella venga así, preocupada, a cuidarme. Es de madrugada y se recuesta al ventanal, pues no hay sillas aquí, a velar mi sueño. En unos instantes, mientras siento que estoy durmiéndome, oigo el chasquido que hacen sus uñas. Sin saber por qué la manía de Estela de frotar sus uñas, largas y curvas como las de las brujas, es para mí como el sonido de una canción de cuna y me rindo al sueño, llena de paz.


jueves, 28 de junio de 2012

LA CORNETA DEL BUEN TIEMPO



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Encima del escaparate de la abuela de Paco, como un tallo plateado, se alzaba la corneta del tatarabuelo mambí. Muchas veces había querido cogerla pero no alcanzaba, ni siquiera subido en una silla. Tratar de tumbarla tampoco; podría romperse y su abuela decía que era una reliquia de familia. Eso de reliquia tenía un sonido parecido al de tiempo y para él, lo relacionado con el tiempo casi siempre era misterioso. Prefería la aventura de escuchar cada noche historias de batallas mambisas en las cuales peleara el abuelo corneta. Le gustaba oír contar la ocurrida en el ingenio que se llamaba Teresa, como su abuela. No, era ella quien tenía el nombre de ese lugar porque su abuelito quiso llamarla así. La voz de abuela era suave como las plumas cuando recordaba eso.
Sentado en el suelo colocó ante él  las torres de plastilina en colores. ¿Qué haría con ellas? No serían muñecos chapuceros como hacía Julio: una bolita por cabeza, ¿andaría también a caballo?
Cuando todos pensaban que se había dormido, Paco estaba detrás de la cortina mirando un programa de televisión. El hombre que hablaba, el de la corbata, decía algo sobre una batalla y el tiempo: sí, eso mismo, un mal tiempo. Se quedó callado viendo el combate. Los españoles nada más tenían escopetas. Había un mulato fuerte, de bigote, que parecía jefe, pero seguro el jefe de todos era el viejecito de la barbita blanca, eso se veía, y ¡cómo peleaba!
Al acostarse tenía tanto enredo en su cabeza que le parecía un campo repleto de caballos, así como el cielo está lleno de estrellas en una noche clara. Por eso  pensó en ir a hablar con Lagar al día siguiente.

El lagarto verdeazul vivía en el patio y tenía mil años. Mil son muchísimos años. Asomó su cabeza en cuanto Paco lo llamó con un silbido. Enseguida se pusieron a secretear.
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—Lagar, si tú tienes mil años, ¿puedes acordarte de algo que pasó hace cien? Yo sé contar hasta el diez. ¿Cuánto es más, mil o cien?
El otro se subió los espejuelos con su pata delantera izquierda porque era zurdo.
—Depende. Si tú combinas mil con cien y se lo restas al cuadrado de mil cien entonces...
—...entonces?—repitió Paco, intrigado.
—¡Ay, no! Ahora no tengo cabeza para los números—terminó por decir Lagar.
—Está bien. Yo tampoco tengo cabeza para tus enredos, Lagar.
—Y no me digas Lagar—refunfuñó el otro—. Parece lagartija. Dime Garto. Al fin y al cabo es más distinguido para un matemático con mil años en su cola.
Paco arrugó la frente. ¿Qué tendrían de malo las lagartijas? No había manera de entenderse con este lagarto.
—Entonces ayúdame a pensar cómo subirme al escaparate de abuela. ¿Subirías tú?—le preguntó.
—¿Yo?—el lagarto estaba indignado—. A mi edad no puedo hacer esos disparates. Allí, junto al muro, hay una escalera. Adiós.
Durante ese día Paco estuvo trabajando con la plastilina. Empezó por hacer la tropa española. Luego comenzó a disfrutar moldeando la caballería mambisa. Demoró en terminarla y los caballos no alcanzarían para todos. Algunos tendrían que ir a pie. Los caballos españoles habían salido más gordos pero Paco se dijo que en la manigua no siempre comían bien ni los hombres ni los caballos. Con un lápiz marcó los ojos, bocas, orejas. Pasó un peine fino por sus lomos y resultó una pelambre hermosa.
En una esquina del cuarto alineó los soldados españoles y buscó gajos de adelfas en el jardín para hacer el cañaveral. A los mambises los puso más lejos, cerca del ingenio Teresa, de plastilina azul con una chimenea. Hasta buscó el tren de cinco vagones con la línea de ferrocarril.
—Me parece que debe haber alguien para avisar a los mambises cuando vengan los malos.
Sólo quedaba plastilina verde para hacer los hombres que irían delante de los cubanos a revisar el camino.
—Es bueno que sean verdes. Así se confundirán con las cañas—dijo en voz alta—.Ya está todo preparado. Sólo  falta el abuelo de mi abuela, digo, el corneta.
Aprovechando que era de noche salió al patio a buscar al lagarto.
—¡Garto!—llamó junto al agujero.
—¡Loco de remate! ¿Para qué me llamas a esta hora?—contestó, sacando la cabeza con espejuelos.
—¿Cómo podré llevarme la escalera mañana?—el tono de la pregunta era muy amable.
—Con una soga. Déjame  dormir.
Paco no se preocupó en absoluto. Su amigo verdeazul no iba a estar bravo siempre. Regresó a la casa y apenas pudo cerrar los ojos.
Bien temprano empezó a buscar una soga y no le quedó otro remedio que coger la tendedera. Fue, le silbó al lagarto, pero éste ni se asomó. Llegó hasta el muro y vio la escalera. No era tan grande. Dos lados con escalones y arriba en la punta, una tabla ancha. Con cuidado la fue moviendo. De pronto, cayó al suelo, haciendo un ruido terrible. Enseguida lo oyó su abuela.
—¡Paco! ¿Qué estás haciendo?—preguntó desde la cocina.
—Arreglando unas tablas—voceó el nieto—. Quiero hacer un puente.
—No hagas travesuras, voy a salir un momento—y agregó después—. No vayas a desviar ningún río.
Ahora sí no podía demorarse. El camino estaba libre. Enrolló la soga a las patas de la escalera y fue arrastrándola hasta el cuarto de la abuela. Pudo levantarla con trabajo y subió hasta lo último para coger la corneta. ¡Por fin!
Corrió al patio y, sin llamar al lagarto, dijo al lado del agujero-puerta:
—Lagartija vieja y gruñona, te vas a perder una pelea como no has visto igual en mil años.
Regresó al cuarto y se dio cuenta por qué no había hecho a su tatarabuelo. Cogió la corneta para tocar pero en eso escuchó una voz que le decía:
—Los españoles formaron un cuadrado: en el medio la infantería y por los costados, la caballería.
Paco miró a la corneta. De allí salía esa voz.
—¿Qué cosa es infantería?—preguntó extrañado el niño.
La corneta se echó a reír y luego contestó:
—Infantería es el grupo de soldados que va al combate sin caballos. Cuando van montados a caballo, es caballería—explicó la otra.
Paco hizo una mueca. Le molestó el tono de sabelotodo de la corneta.
—¡Bah! Ni que lo supieras todo. Eres una corneta nada más. Mi abuela sabe más que tú.
La corneta replicó, ofendida:
—Recuerda que yo estuve en esa pelea. Faltan algunos detalles pero voy a ayudarte. Tengo muy buena memoria.
No conforme todavía, Paco empezó a organizar las tropas.  Después sopló un poco la corneta. Lo que se escuchó no era un acorde conocido pero hizo el efecto de una señal.
Vio como las hojas se movían, agitadas como por un aire invisible y los caballos caracoleaban. Dos hombres verdes se adelantaron en el cañaveral y regresaron apurados a hablar con el jefe más viejo y otro mambí salió con un mensaje para el mulato grande, quien vino a conversar con él. El de la barbita se quedó y el amigo salió con muchos hombres para ir al encuentro de los españoles. Pero, ¿qué ocurre? Los cubanos llegan ante una zanja que algún tiempo atrás Paco mismo abrió para hacer un hormiguero. Eso los hace perder tiempo: deben dar la vuelta. Espoleando a su caballo blanco, el Viejo se vuelve hacia Paco:
—"¡Corneta, toque a degüello!"—y carga al machete.
Sin saber cómo, Paco está tocando a degüello con la corneta de su tatarabuelo. El jefe viejo y sus hombres rompieron el cuadrado español como si fuera un remolino. Otra columna se acerca y la tropa del mulato la enfrenta.
—Pero, ¿de dónde salieron tantos españoles?—se pregunta Paco.
Ahora el jefe viejo va contra los soldados del ferrocarril. Todos saltan del tren y corren a refugiarse en el ingenio Teresa.
Los mambises queman el tren. La batalla ha sido rápida, en quince minutos por lo menos. El cuarto se llena de humo y ahí mismo llega la abuela.
—¡Fuego,  fuego! Paco, ¿dónde estás?—gritó asustada.
—Aquí, abuela. No pasa nada.
Abuela Teresa entra al cuarto. Ve el tren plástico todo negro de la quemazón y empieza a hablar sin parar.
—Niño, ya te he dicho que no juegues con fósforos. Un día vas a quemar la casa. Hoy no sales del cuarto.
Paco no contesta. Ahora ve a Lagar en un rincón, sorprendido y hablando bajo.
—No me acordaba de eso. Yo estaba cerca del tren y se me chamuscó la cola—le enseñó a Paco el pedazo chamuscado—. Menos mal que me quedó algo.
La abuela habló más alto.
—¿No me oyes, Paco? Te quedas aquí. De todas formas, —miró las nubes oscuras que pasaban volando cerca de la ventana— no podrás salir al patio. Habrá mal tiempo.
—¿Cómo que Mal Tiempo, abuela?—preguntó el niño y le susurró a Lagar: —¡Si los mambises ganaron!
Y los dos amigos empezaron a reírse.


martes, 26 de junio de 2012

LA CASA DE CADA CUAL




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La tortuga anda con su casa a cuestas,
guarda su cabeza y cierra la puerta.

—Pudiera decirme, mi comadre Rana,
¿por qué está tan sucia su casa, la charca? —.
—Pues no sé decirle —, dice mientras canta.
—Yo soy una artista, no puedo limpiarla.

La ardilla lleva una piña a su madriguera:
¡qué rápido anda la cola ligera!
pero por la noche, después de la cena
juega entre los árboles a buscar estrellas.

La hormiga carga con la comida,
camina aprisa con su familia
todas cargadas y siempre aprisa
a la casita de las hormigas.

(encuentos.com)

lunes, 25 de junio de 2012

TERCER MENSAJE (Por fin una esperanza)


Este mensaje llega volando, entra por la ventana de Mirtha, y es ella quien llama a la pandilla para leerlo juntos.
La letra es muy desigual, pero en el tono se advierte al Peruso de siempre.
“Hola, ¿cómo andan por ahí? Me ha pasado algo super buenísimo. Una idea loca, sin yo saberlo, estaba vestida de azul y, saltando a la pata coja, brincó hasta la zona de las ideas cuerdas y formó tremenda algarabía. Esta idea loca en particular es la fabricante de adivinanzas, enredos y trucos; me ha sugerido que puedo regresar si muchas personas encuentran la palabra más secreta y conocida del mundo: secreta, porque solo la conocemos nosotros mismos y conocida porque todos la dicen, aunque muchos no la sienten de verdad. Abre las puertas sin ser llave, cura el dolor sin ser medicina, te acompaña, aunque estés solo, da calor sin ser manta y hace sonreír en medio de la tristeza.
Hay algo más. Quienes la digan deben sentirla bien, de corazón. Piensen que están haciendo un hechizo: tienen que mirar de frente al sol o a la luna, según sea de día o de noche; cerrar los ojos y gritar muy alto LA PALABRA.
El hechizo solo funciona por una vez. Si se equivocan, o no lo hacen todo como me ha dicho Mercedes, la idea loca que les cuento, me quedo aquí para siempre.
Si adivinan LA PALABRA, pueden decirla y el eco llega hasta mí, esta idea loca me dice que muy pronto estaremos juntos.
Los quiere, Peruso.”

La palabra secreta
Un golpe de viento abrió de par en par las puertas del balcón. Los muchachos se cogieron las manos y gritaron a una voz LA PALABRA, y como si fuera una señal, todas las palomas de los alrededores levantaron vuelo en una misma dirección, mientras el batir de sus alas parecía repetir la palabra que, para siempre, había abandonado el secreto y volaba al encuentro de Peruso:
amigo



domingo, 24 de junio de 2012

LA CIUDAD DE LOS RECORTES


Ilustración de cubierta de Iranidis Fundora



Marilú tenía tijeras de verdad y empezó a recortar una casa: dos paredes, el techo, la puerta. No se veía bien todavía; le faltaba algo. ¡Claro que sí! Las ventanas. Pero esos huequitos no se recortaban así de fácil. Primero un pinchazo y luego ir recortando con la punta... cuidado... así mismo.
Marilú miró a un rayo del sol que subía y bajaba por los cristales y el tornasol le recordó que necesitaba también color para su casa. Sacó entonces unos pedazos de papel en colores y recortó dos cuadrados pequeños que pegó después.
Ahora se veía bien. Siguió recortando casas, edificios, flores, árboles, un sol redondo.
Puedo construir una ciudad yo sola—pensó.
Fue recortando y terminó una calle de arriba abajo. Tenía escuela, mercado y su parque. Quiso hacer algo importante y hermoso. ¿Cómo se le ocurrió precisamente eso? Ni yo misma sé.
Lo cierto es que recortó un teatro; de títeres, por supuesto.
Encima de la cortinilla decía: Teatro de los Amigos. Después llegó el momento de recortar las marionetas. La primera fue una niña, pelinegra como ella, luego una rana, tres mariposas y toda una familia de gatos.
Necesitaba el titiritero y lo recortó. Tenía un aire desgarbado, algo de espantapájaros (¿sería el sombrero?). Le pegó un corazón rojo en el que cabía mucho amor. Sólo eso bastaba para que fuera buen titiritero.
Fue poblando la calle de personas grandes y chicas. En el parque se podía ver un grupo de niños haciendo la ronda tomados de las manos y en el banco más alejado, debajo de un framboyán florecido, había un niño sentado. Estaba solo y su mirada se perdía a lo lejos, como si no le importara cuanto pasaba a su alrededor. Después de recortado le pareció raro a Marilú. Luego recortó un paseo largo que se convertía en malecón. Y hasta puso una tina plástica llena de agua, en forma de trébol, que lo mismo podía ser una playa que una bahía.
Podría traer veleros, canoas, hasta organizar regatas y exhibiciones.
Contemplando la ciudad pensó que podía hacer más calles, cines, heladerías, una plaza grande y más.
Pero, no. Era muy tarde. Guardó todo en una caja de cartón y fue a dormir.
Mientras la niña dormía, comenzaron  a levantarse. A través de la ventana de la escuela podía verse a los niños en las aulas. Aquella maestra escribiendo en la pizarra (¿También las tizas serán recortadas?).
La gente caminaba por las calles, iba al mercado, y en el teatro de títeres ensayaban las marionetas una obra con el título La rana que aprendió a volar como las mariposas.
El parque parece desierto. ¿No hay alguien allí sentado? El niño debajo del framboyán. Sigue solo y no fue a la escuela. Algo no anda bien. La soledad a veces no es buena porque el solitario acaba por pensar sólo en sí mismo. Justo enfrente del parque estaba el teatro.
Salió el titiritero a tomar aire fresco durante un receso del ensayo y vio al solitario.
¡Eh!—gritó desde la puerta—¿Quiere venir un rato a ver el ensayo, amigo?
            El niño frunció las cejas y se hizo el sordo. Titiritero insistió.
Ven, serás bienvenido y así no te aburrirás. Podrás ver a los actores antes del estreno—le propuso.
El niño se viró de espaldas y al otro no le quedó más remedio que volver junto a las marionetas para continuar su trabajo.
¡Idiota!—pensó el niño del framboyán—Como si la gente para distraerse tuviera que estar mirando a esos estúpidos muñecos.
Y siguió mirando al horizonte como si fuera la cosa más importante del mundo. Pero Titiritero no se rendía así de fácil y casi sorprendió al niño cuando le habló por boca de la rana verde, detrás del oído.
¿Quisieras venir a conocer mi charca?—croó amablemente Ranavé.
El niño se volvió bruscamente.
¡No quiero saber nada de ustedes!—gritó furioso—Quiero que me dejen tranquilo.
Titiritero y la rana se quedaron pasmados, y más cuando lo vieron taparse los oídos. Regresaron al teatro, arrastrando con ellos el asombro enorme de conocer a un niño que no quería escuchar  a los títeres.
Amaneció. Las calles se quedaron quietas y silenciosas. Cuando Marilú llegó, la calma era dueña de todos los rincones.
Ahora recortaré más flores para el parque y la heladería. Y podrán ir a tomar helado cuando terminen las clases. Mañana traeré dos centinelas, para que no puedan entrar las polillas  y destruir la ciudad, así habló  Marilú y hubo alguien que escuchó sus palabras.
Ese día recortó también un hospital, la biblioteca y dos jugueterías. Llegó la noche. Ella dejó la ciudad alumbrada con sus faroles chinos a lo largo del paseo y el malecón.
Otra vez se animó la ciudad; se apagaron los faroles y se vio brillar en lo alto un amarillo sol que tenía   la edad de la primera casa.
Sólo falta una figura. Allí, en el banco del parque bajo el framboyán, no está el niño. Está subiendo la pared de la caja y ahora empuja la tapa hacia arriba. ¿Adónde irá?
Subió hasta el librero y caminó por su borde hasta el final. Comenzó a caminar entre los libros del estante  hasta encontrar  la casa de las polillas. Era un libro viejísimo, con las hojas arrugadas  por los años.
No sé cómo se presentó ni qué les dijo para convencerlos. Los malos tienen su propio lenguaje para comunicarse entre ellos.
Cuando el muchacho hizo el camino de vuelta iba acompañado por una columna de polillas. Subieron a la caja y entraron en la ciudad por el lado del parque, desierto a esa hora temprana, comenzando por engullir árboles y flores. En ese momento, el farolero echaba migajas de pan a los gorriones que acudían a la fuente. Notó que algo raro pasaba porque veía como los árboles eran derribados, y desaparecían.
¡Peligro!—gritó lo más fuerte que pudo con su voz de papel—¡Todos alerta, un ataque!
Enseguida salió el carnicero de su tienda, seguido por algunos clientes y fue dándose la voz de alarma.
Titiritero y las marionetas se asomaron a la puerta del teatro. Comprendieron enseguida cuál era el peligro y salieron en busca de los demás habitantes. Se encontraron frente al mercado de la ciudad.
¡Amigos! Debemos ir a los lugares principales y rodearlos para que no pasen esas polillas. Hay que ganar tiempo—. Se adelantó una enfermera y les dijo:
Podemos traer jeringuillas del hospital y echarles agua en los ojos cuando intenten atravesar la barrera.
¿Agua?—se preguntó el titiritero—. Pues, claro que agua. Lo que necesitamos es traer el agua del mar hasta las calles. Así podríamos ahogarlas, si intentan cruzar.
Empezaron a hablar, uno después de otro. No tenían con qué hacer una tubería para traer agua. El farolero les explicó:
Los postes de los faroles son plásticos. Y están huecos por dentro.
Enseguida se dirigieron al paseo para desarmar las farolas y construir una especie de acueducto para llevar el agua hasta las calles. Cuando terminaron comenzó a inundarse la ciudad. Muchos habitantes cayeron al suelo y fueron empapados completamente. Pero las polillas  se quedaron aisladas en el parque donde devoraron bancos, hierbas, y todo lo que encontraron.
Al despertar, Marilú fue a contemplar la ciudad y se quedó asombrada. Todo estaba lleno de agua y nada quedaba en el parque. Pensó que no había sido buena la idea de que la ciudad estuviera cerca del mar pero luego descubrió la tubería, y supuso que algo verdaderamente grave había ocurrido.
Deben ser las polillas. Ya lo dice abuela: donde hay papel primero, llegan las polillas después, si no se tiene cuidado. Ellos tuvieron que enfrentarlas solos, fueron muy valientes. Tendré que arreglarlo.
En la tranquilidad de la noche, las lindas calles se alumbran con sus faroles, cansadas de estar así derechas y desiertas. Sí, porque hoy se estrena la obra y todos los habitantes quieren ver la función. Bueno, todos no. El niño aquel, el del banco bajo el framboyán, desapareció. Es que las polillas estaban en el parque y él  también era todo de papel.
Después habrá que seguir contando los sucesos de la ciudad. Ahora no, porque voy al teatro. ¡Por nada del mundo perdería esa función!




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