viernes, 28 de septiembre de 2012

GLOSA A LA CANCIÓN PRIMERA (de Miguel Hernández)

 http://www.nidodepoesia.com


Hace ahora ya cien años
se ha retirado el campo
de los lirios de mayo
al ver abalanzarse
sobre las verdes frutas
crispadamente al hombre
sin palabras ni gestos
¡Que abismo entre el olivo
de callada quietud
y el hombre se descubre!
Mientras el sol que mira
el animal que canta:
pese a su luz él calla y
el animal que puede
desde su nacimiento
llorar y echar raíces,
prefiere lastimarnos
rememoró sus garras
ocultas en el tiempo
garras que revestía
para los otros ojos
de suavidad y flores,
y aroma de azahares
pero que, al fin, desnuda
con asesino instinto
en toda su crueldad.
No median las palabras.
Crepitan en mis manos
cual llamarada fría.
Aparta de ellas, hijo.
No creas si te dicen que
estoy dispuesto a hundirlas,
jamás podría verme
dispuesto a proyectarlas
con  carnicera saña
sobre tu carne leve.
Es cierto lo que dicen:
he regresado al tigre.
A quien te agreda digo 
aparta o te destrozo.
No creas al que dice
hoy el amor es muerte,
porque mi hijo es vida
y el hombre acecha al hombre
más allá de la muerte.

(Esta glosa la escribí en el 2010, por el centenario del nacimiento del poeta, como mi personal homenaje al hombre  y al poeta).

La historia de este dibujo que acompaña al poema es que, temiendo Miguel Hernández que su hijo, a quien llevaba sin ver mucho tiempo, no le reconociese, le pidió a su compañero de cárcel A. Buero Vallejo un retrato para enviar al pequeño. El eminente dramaturgo dibujó a lápiz, unos días después de la sentencia de muerte de Miguel, esta popularísima cabeza. La envía el padre a Josefina, el 4 de marzo de 1940) con una nota:

No quiero dejar de cumplir en lo que puedo mi palabra, y ya que no puedo ir de carne y hueso, iré de lápiz, o sea, dibujado por un compañero de fatigas, como verás, bastante bien. Se lo enseñarás al niño todos los días, para que vaya conociéndome, y así no me extrañará cuando me vea.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

ALBERTICO YÁÑEZ Y MI PADRE, UNIDOS EN EL RECUERDO



La vida siempre nos señala en su camino días alegres y días tristes. Así, en nuestro calendario íntimo y universal los hechos van delineando un color para cada uno, según sea el caso. El 26 de septiembre es un triste día para mí y tiene el gris oscuro que tiñe el mar cuando presagia tormenta. Solo que no se trata de presagios, sino de sucesos que me han hecho ver de pronto una línea oscura en el horizonte.
Como cuentera que soy, no puedo dejar de contar historias. Y empezaré por recordar un encuentro de talleres literarios de La Habana, en el muy lejano año de 1985, en el cual coincidimos como participantes Albertico Yáñez y yo. Recuerdo que el cuento mío era El caballo del monte y el suyo La increíble historia de Yoyo Sánchez (título que cito de memoria, así que quizá no sea exacto). Por azares de la vida (y el jurado) resultó premiado el mío, pero ya en aquel entonces era él un reconocido y laureado escritor y yo una simple desconocida. No volví a encontrarme con Albertico hasta el año 2001, cuando empecé a trabajar en la editorial Gente Nueva.
Quien lo conoció, sabe de sobra cómo era. Insuperable amigo, leal, irreverente, tierno y disparatado: siempre auténticamente él, sin artificios, asumiéndose, diciendo lo que pensaba y profundamente humano.
La primera vez que el stand de la editorial ganó el premio de Mejor Stand en la feria del libro fue aquel en que fue diseñado y montado bajo su dirección (caprichosa, creativa y desbordada), creado a su imagen y semejanza, tal como los hombres idearon a sus dioses.
Luego nos deslumbró con la exposición que concibió para narrar la historia de la imprenta, desde Gutenberg hasta nuestros días. Revolucionó nuestra colección de minilibros con aquel escrito especialmente para honrar a los hacedores de sueños de Gente Nueva, el cual ilustró también.
En el 2004, Gretel y yo inventamos un boletín en la editorial al que le pusimos por nombre La kasa de las ideas lokas, nombre con el que bautizamos después el espacio donde celebramos la famosa Merienda de locos (Encuentro teórico sobre literatura infantil y juvenil, en el pabellón infantil de la feria del libro de La Habana).
El boletín se iniciaba con un recuadro en el que se incluía una frase de las ideas locas, pues a la sazón había escrito yo mi libro de Peruso donde aparecían estos personajes, y que yo “ideaba” para cada número del boletín, aunque a veces lo escribió Gretel Ávila, con muchísimo talento, ya que era ella en realidad, el alma de esa publicación. Claro, lo hacíamos en estrecha e irrenunciable complicidad.
A la frase de las ideas locas seguía la sección Una merienda de locos, en la cual ella incluía un homenaje a alguna figura de la literatura, ilustración o diseño de libros para niños y jóvenes en Cuba.
Ahora hoy, para recordar a ese amigo entrañable y genial escritor que es Albertico, reproduzco el contenido de esa primera página del Boletín de la editorial Gente Nueva, No. 2, mayo 2004:

Justo en medio de la mesa de la liebre Marceña y el Sombrerero apareció un autor habanero de edad incierta.
De él se cuenta que ha escrito numerosos textos para niños y jóvenes y que desde 1979 inició una desbocada carrera de premios: el “13 de marzo”, por Cuentan que Penélope. En 1980 y 1984 mención UNEAC; en 1989 el 3er premio en “Colihue de cuentos para chicos”, de Argentina por Arrugas y en 1994 el Pinos no tan Nuevos por Este libro horroroso y sin remedio.
Nadie se explica cómo ha tenido tiempo para graduarse de Artes Plásticas en la Escuela Nacional de Arte de San Alejandro y licenciarse en Artes y Letras en la Universidad de La Habana.
Por Gente Nueva ha publicado La frenética historia del bolotruco y la cacerola encantada y Poco libro para tanta barrabasada.
Su nombre: Alberto tico Yáñez

Entonces termino mi escrito, en que recuerdo con tanto amor también a mi padre, que se fue de esta dimensión física un día como hoy y fue quien me enseñó lo que vale la bondad y poner la inteligencia al servicio de las causas más nobles, y trato de honrarlo con cada acto de mi vida, con esta reflexión que inicia ese segundo número del boletín, con letras azules, como los sueños y nuestros más hermosos recuerdos:

Si eres letra, trata de ser palabra; si palabra, esfuérzate para construir una frase. De la frase, conviértete en libro y, del libro, salta a la vida. En la vida cuida las frases, escribe las palabras y deja a las letras correr por la memoria o la desmemoria porque, al fin, ¿qué se recuerda o cuánto se olvida? 

viernes, 21 de septiembre de 2012

LA PAZ ES UNA PALOMA BLANCA


La paloma de la paz (Pablo Picasso)

Casi todos los días la humanidad consagra la jornada a enaltecer u honrar una profesión, confirmar un derecho o expresar una esperanza. Justo eso es el Día Internacional por la Paz: enviar al Universo el deseo de que la paz sea una realidad y no la utopía de poetas, músicos, artistas y de todas las personas buenas que habitan el planeta.
Los humanos nos comunicamos gracias a los signos, a los símbolos, los cuales pueden ser expresados por gestos, palabras, sonidos o imágenes. La imagen que en la cultura occidental se asocia con la paz es la de una paloma blanca con una rama de olivo en el pico, encarnando no solo la paz, sino también la pureza: pureza de intenciones, de sentimientos, de nuestra manera de actuar.
En el Antiguo Testamento aparece que la emisaria de Noé, después del diluvio, para ir en busca de tierra firme fue una paloma, y esta regresó al Arca con una rama de olivo en su pico.
En el diccionario de Wikipedia aparece descrita la paloma como el símbolo del candor, la sencillez y la inocencia, y especialmente de la paz y la armonía.
Es curioso: entre los antiguos la paloma se consagraba a Venus y, según Homero, unas palomas alimentaron a Zeus.
El simbolismo trascendió las eras, llegó a nuestros días. Cuando vemos una bandada de palomas en una plaza, el primer sentimiento que nos invade es un sentimiento de paz interior, de tranquilidad.
Pero la paz no puede ser sinónimo de tranquilidad. Tranquilidad tienen los niños que mueren cada día de hambre o enfermedades curables en todos los países pobres del mundo, pero que mueran tranquilos debería atormentar a todos los que en el mundo explotan a otros para derrochar en banalidades su dinero mientras hay personas y personitas que carecen hasta de un pedazo de pan o un vaso de agua no contaminada, que deben vivir a la intemperie, que no saben leer ni escribir, mientras la industria del espectáculo produce películas en 3D. Ninguna de las partes de esa inquietante realidad tiene que ver con la paz.
La paz también tiene que ver con la igualdad, con el respeto a la vida y a la dignidad humana. Desde el inicio de los tiempos ha existido la guerra y la usurpación de los derechos de los otros. Benito Juárez definió magistralmente que “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz” aunque, como es sabido, también se discute la paternidad de la frase queriendo atribuírsela a Kant o a Benjamín Constant.
Más allá de la propiedad de la frase, es una realidad indiscutible y una verdad como un templo, como diría mi madre con una de sus sentencias favoritas.
Se simboliza la paz con la blanca paloma: blanca como la pureza, con alas para volar al horizonte y encontrar la armonía. Retomo el final de mi Nana, modificándolo un poquito: Descansa y sueña, linda paloma blanca, que nosotros/haremos cuanto podamos por salvarte.

lunes, 17 de septiembre de 2012

NOCHE CUARTA (La noche en el bolsillo)

Noche de Luna (Kandinsky)


¿Qué hora será? Ya hace rato que todo está en silencio. Hoy es viernes. Ayer tampoco me atreví a salir, pero me muero de las ganas de ir hasta allá para ver si lo encuentro. Voy a arriesgarme. Bajo de la cama sin hacer ruido. Camino en puntillas y abro la puerta con cuidado. Suena un poco. Espero para ver si alguien escucha. Nada. Salgo al pasillo y me deslizo por la escalera como un fantasma. Abajo también está desierto. Voy hasta la escalera de atrás y ahora se oyen unas voces; me pego a una columna. Es la enfermera hablando con la secretaria. Entonces es ella quien está de guardia. Por suerte. Acostumbra a quedarse dentro de la dirección oyendo música y no sale de recorrido. Debe ser por miedo. Camino con cautela rumbo a la caseta. Es una noche clara y despejada. Cuando llego toco la argolla y siento el roce de la rama en mi mano al tiempo que lo oigo preguntar.
—¿Eres tú, Luna?
Me pongo la mano en el pecho porque el corazón me brinca.
—Sí, soy yo es lo único que puedo responder para evitar que se note en mi voz el temblor que me recorre.
Su respuesta me suena algo triste.
—Te extrañé. He venido todas las noches con la esperanza de encontrarte.
«¡Qué mentiroso!», pienso.
—Pero yo vine a la noche siguiente y no estabas —le replico en tono de reproche.
—Solo falté esa noche. Estaba en la enfermería, ingresado.
Ahora hay ansiedad en mi pregunta:
—¿Estuviste enfermo?
—No mucho. Me intoxiqué. Seguro me hizo daño alguna comida.
Hago memoria y se me escapa en alta voz lo que pienso.
—Esa noche yo fui a la enfermería, pero nada más vi a la enfermera.
—Lo sé —responde él—. Yo estaba en la sala de ingresos. Te oí hablar, pero cuando salí ya te habías ido.
«Menos mal», pienso yo, aunque no estoy tan segura. Me hubiera gustado verlo. Pienso que si depende de mi voluntad me va a costar decidir verlo.
—Si me hubieras visto, sería una trampa. Ese no fue el trato. Además, yo sí no sabía que eras tú.
—Eso me consoló. Tengo deseos de verte, Luna.
Me estremezco. No puedo dejar que me convenza. Acuérdate, me dice la conciencia, puede ser mentira y solo estar jugando con la chiquita difícil para divertirse después.
—Estuve de acuerdo en encontrarnos para hablar, no para vernos. Si no es así, no podré venir más. Un trato es un trato.
Después de decirle esto él calla y me da miedo de que no venga más, que se aburra de estos encuentros porque le parezcan tontos.

No puedo decir ni hacer algo que la haga desistir de estos encuentros. Al menos así podemos hablar. Todo es cuestión de tiempo. Tiene miedo, aunque no sé a qué. ¿A enamorarse? Pero me anima pensar que quiera venir aquí.
—No te preocupes, solo digo cuál es mi deseo. No quiero tener secretos contigo.

Ahora quisiera preguntarle entonces por qué viene, si le atrae algo de mí. Pero soy tonta de remate. A los varones una le gusta por lo que ven y él no me ha visto. Debe ser curiosidad lo que siente. Eso sí se lo puedo preguntar.
—¿Es por curiosidad que sigues viniendo?
—¿Curiosidad? No entiendo. Vengo porque me siento bien hablando contigo y… porque me gusta oír tu voz.
—¿Oír mi voz? ¿Acaso tengo voz de locutora? —pregunto, irónica.
Él me desarma.
—Voz de ángel. Nunca escuché ninguno, pero tienes la voz más dulce que haya oído.
No sé qué responder. Es peligroso el rumbo de la conversación, así que cambio el tema.
—La semana que viene empiezan los exámenes. No podremos venir.

Sabía que era de las que se pasan todo el tiempo estudiando. Los exámenes duran como quince días. ¿No podré verla en tanto tiempo? Se lo pregunto.
—A lo mejor al final de semana. Es que yo le repaso Historia y Literatura a un compañero mío.
¡Qué suerte! Ojalá fuera yo. Me acuerdo del día de la enfermería.
—Supe que tienes problemas para dormir. ¿Estás preocupada por algo?
—No —responde ella—. Siempre he sido así. Dice mi mamá que cuando era recién nacida estaba despierta hasta la madrugada, y dormía poco también por el día.
—Entonces, ¿por qué fuiste esa noche a la enfermería? —le pregunto.
—Por Es…,  por mi amiga. Dice que duermo muy poco.
—¿Sabes? Estas noches que he venido y no te he podido ver me di cuenta de que no tenemos forma de hacernos llegar algún mensaje. ¿No se te ocurre algo? Una manera de avisarnos si necesitamos vernos, si surge un imprevisto, ¿no crees?

De nuevo estoy a punto de caer en una trampa. No puedo dar pie a que sepa quién soy. Por ahora, al menos. ¡Oh! Yo misma me sorprendo. Pensé “por ahora”, o sea, que ya estoy pensando que después pueda ser distinto. Estoy en un lío.
—No se me ocurre. De repente no veo la manera de enviarnos mensajes sin saber quiénes somos. Es difícil, pero mejor nos quedamos con la posibilidad de vernos aquí. Nada más.
—Eres terca. Está bien, voy a respetar el trato. ¿Tú bailas?
Me sorprende otra vez. ¿Por qué querrá saberlo?
—Un poco —le contesto—. Aunque no me gusta todo tipo de música.
—Eso pensé —me dice él—. Me gustaría poder bailar alguna vez contigo.
—¿En la escuela?
—En cualquier lugar. Mi deseo no tiene que ver con la escuela. Tiene que ver contigo.

Lo que no le confieso es mi deseo de tenerla cerca y poder respirar ese olor que tiene a flor mojada por la lluvia, pero se espantaría si se lo dijera. Me tiene miedo. ¿Por qué? ¿Mi voz sonará tan mal, tan terrible?
—¿Sabes algo? —pregunta, como si me leyera el pensamiento—. Me gusta oírte reír y hoy no has reído ni una sola vez. ¿Por qué?
Entonces me río de su pregunta, sin llegar a contestarla.

Es cierto, muy cierto. Me gusta oírlo reír, las cosas que dice, su voz… ¿Será eso enamorarse? Y no poder hablar con Estela de él es terrible, pero si se lo cuento ahora se va a poner furiosa, y con razón. Nunca hemos tenido secretos. Le voy a preguntar a él.

—¿Te has enamorado alguna vez?
Lo cogí por sorpresa. Se demora en responder.
—Me doy cuenta de que me han gustado algunas chi… muchachas, pero creo que no me he enamorado. No antes. Entiendo que estar enamorado es necesitar ver a una persona, extrañarla, sentir inquietud y paz a la vez.
No sé qué decir. Es lo que yo pienso también. ¿Por qué lo sabe? Debe ser porque lo ha sentido. ¿Qué quiso decir con “no antes”, que ahora sí lo siente? Esto es peligroso. Tengo que irme.
Las últimas palabras las digo en voz alta y me pongo de pie. Oigo cómo él se levanta.
—¿Tan rápido? —pregunta con ansiedad.
—No nos damos cuenta, pero hace mucho que estamos aquí. Recuerda que si nos sorprenden es un gran problema.
—Está bien. Mañana nos vamos de pase. En todo el fin de semana no nos hablaremos. Si quieres, te doy mi teléfono.
Si te llamo y tienes identificador de llamadas sabrás el número mío, así que ese lujo no me lo puedo dar.
Se ríe con deseos. Debe pensar que soy una tarada.
—No lo tengo, te doy mi palabra, pero si desconfías, llama de un teléfono público.
—Déjame aclararte algo. Aunque no me has visto aún, no estoy gorda  ni necesito hacer ejercicios. Aquí hago bastante. No me pidas que te llame desde un teléfono público.
Se extraña,  porque no me entiende.
—Ni te imaginas cuánto tendría que caminar para encontrar un teléfono público que funcione.
—Si no me vas a llamar, entonces prométeme venir aquí el lunes —la voz se nota ansiosa otra vez—. Me has dicho que esa semana no vas a venir, por las pruebas. ¿Lo prometes?

No quiero darle seguridad. Tampoco la tengo. Venir aquí depende de muchas cosas. Hasta de si puedo escaparme sin ser vista. Se lo explico, pero claro que no me entiende. Logra arrancarme la promesa. Nos despedimos y yo me voy primero. Es increíble cómo me he acostumbrado que ni siquiera me da la idea de mirar atrás. Llego al dormitorio y, cuando voy a acostarme, veo una sombra al lado de mi cama. La sombra es Estela. No veo su cara, pero la adivino. Me pregunta muy seria de dónde vengo y yo susurro, para no despertar a las demás, que le cuento mañana. “Entonces, mañana”, dice, y va para su cama.
Ahora sí se me quitó el sueño. ¿Qué le cuento mañana a Estela, sin traicionarla? Me avergüenzo de mí. Pero, qué digo, si ya la traicioné desde que no le conté de mis escapadas, ni acerca de Merlín… ¿Por qué he sido tan boba, mi madre? A mí nada más se me podía ocurrir ocultárselo a ella.

lunes, 10 de septiembre de 2012

NOCHE TERCERA (La noche en el bolsillo)

La noche estrellada, Vincent Van Gogh



¡Por fin salí de esa enfermería! Si seguía ahí sí me iba a enfermar grave, de muerte. Hoy es día de recreación. Nos sentamos en el pasillo a esperar que pongan la música por el audio. Hay muy poco movimiento: la semana que viene empiezan las pruebas y mucha gente se va a estudiar aunque no sea obligatorio el autoestudio.
¿Por dónde andará ella? Debe ser de las que están en las aulas ahora comiéndose las libretas. Miro al final del pasillo y veo a un grupo al lado de las mesas de ping-pong. Seguro está jugando el 11, la pareja de onceno. Nápoles les puso el 11 porque los dos están flacos. Yo no me he fijado tanto en él, pero ella está buena cantidad ¡y tiene unas piernas! Como las de una modelo. Pero es un poco pesada. Lo mira a uno por encima del hombro. Ahora que lo pienso, ¿serán novios? No, no parece. Él tiene tipo de guanajo y no le va a gustar a una como ella. Como estoy con el Pincho y el Bala los convenzo para ir hasta allá. Hasta que pongan la música, les digo. Van a la fuerza, porque nunca he visto dos tipos más antideportistas que estos.
Como me imaginé, está jugando el 11. Me pongo a mirarla a ella. No se recogió el pelo para jugar y,  cuando salta, flota y le cae en la cara.  Hace un gesto gracioso para separarlo y echarlo de nuevo hacia atrás. No es que sea tan bonita, que lo es, pero llama la atención porque en ella todo parece hecho por un artista. Además, se ve muy suave, ríe todo el tiempo, con la cara roja por el juego. Pero a la vez se ve fuerte, segura. Me acerco más a la mesa y creo sentir el olor de Luna, pero ella cambia de posición y me lanza una mirada fría. No, claro que ella no puede ser Luna. El Pincho me interrumpe.

—Ven acá, socio, ¿el interés es  por el juego, o por la jugadora?
Trato de tirarlo a bonche.
—Estás un poco gracioso. Mira a las chiquitas de por aquí si no quieres mirar el juego. ¿Qué es esa miradera a mí, asere?
—¡Bah! No te hagas. Lo digo porque te la comes con los ojos, y se nota. A ver si el tipo ese es el novio y te coge en el brinco.
Ahora me molesto con él.
—Ven  acá, Pincho, ¿tú crees que yo le tengo miedo al tipo ese?
El Pincho se luce y pone cara de duda.
—La verdad, asere, pa’ mí estás rarísimo desde que te enfermaste. Ya ni hablas con uno y te pones bravo por cualquier cosa que te digan.
Me doy cuenta de que la rareza que dice el Pincho es desde la otra noche, pero ellos ni se imaginan en qué ando. Si llegaran a saber lo de mi encuentro con Luna Triste, y peor, el acuerdo de encontrarnos, acaban conmigo. Por eso no puedo abandonar mi papel de tipo duro. Como tengo que disimular, aunque no quiero, abandono el sitio. Por suerte en ese momento empieza a sonar la música.
—Mejor nos vamos, ya pusieron la música. Allí aquello va a estar más movido —dice el Pincho.

No vuelvo mi vista al ping-pong porque tendría que mirarla: me atrae como un imán, y no quiero que el Pincho empiece otra vez. Es bonita, pero no la miro porque me guste sino porque me parece conocida.
Total, esta noche no estoy para la música. Me doy cuenta de que espero poder ir al lugar del encuentro. ¿Y si ella no va? Los miércoles vigilan que todos los alumnos suban a los dormitorios para que las parejas no se queden por ahí.
El Pincho y el Bala encuentran enseguida con quién bailar, yo me quedo hablando con Nápoles y Ramón, que esta noche están pasmados. No se les posa ni una mosca. De pronto, Nápoles se para y va a hablar con Miriam. Desde aquí oigo cómo trata de convencerla para que baile con él y ella no quiere. Dice que no le gusta bailar casino. Él insiste. Por último, ponen una música suave y él la agarra por la mano. Ella se suelta, brava, y lo deja plantado. Se ve ridículo en el medio del pasillo central, pero se recupera. Nos mira y dice con su guapería de siempre: «¡Eh! ¿Qué se ha creído esta chama? Se volvió loca».
Nosotros nos reímos y él hace una de sus monerías y viene caminando como un barco escorado hasta nosotros, haciéndose el duro. Nunca he conocido otra persona que vuelva las cosas al revés como él. Si le damos chance, al final parecerá que no bailó con Miriam porque no quiso.
Al poco rato nos vamos y jugamos una partida de ajedrez. Siempre me he preguntado cómo Ramón juega tan bien siendo un desastre. Dice que aprendió con su abuelo. A Nápoles lo tenemos como un mariposón dando vueltas, sin entender el juego, hasta que consigue otro que juega con él a las damas. En eso quitan la música y se oye el ding dong que anuncia el silencio. No sé por qué le dicen el silencio al anuncio de la hora de dormir, porque es el momento en que se oye más bulla. Guardamos las piezas en su caja y cuando pasamos por la mesa de pin pon para subir al dormitorio la veo a ella guardando las raquetas. La miro y ella me mira como si me hubiera descubierto en ese instante, pero me fulmina con la vista y parece decirme «¡Descarado!, ¿quién te dijo que puedes mirarme así?» Hace que me sienta como un ladrón. ¡Si supiera que pongo la voz de Luna en su cuerpo! Enseguida el sapo que anda con ella le habla y ya nosotros estamos llegando a la escalera.

—¡Psss! —silba Nápoles al lado mío—. ¿Y ese cambio de luces, mi socio?
Verdad que Nápoles parece un chofer de ómnibus hasta en la forma de hablar. Pero como yo no contesto, empieza a cantar:
—…Si las miradas mataran, ahora estaría en el cielo
Lo miro con mi peor cara y él se echa a reír.
—Es jugando, socio. No pongas mala cara.

No puedo poner mala cara porque se acerca el momento de ir a verla. Tengo la esperanza de encontrarla esta noche y hablar con ella. Todavía debo esperar un poco, hasta que los demás se duerman. Necesito hacer un esfuerzo, porque todavía estoy tomando las pastillas que me mandó el médico y me dan un poco de sueño. Me sostiene el recuerdo de Luna Triste. Por la ventana se ve la luna. Es llena y la noche está más clara.
Por fin llego a la caseta. No está la señal, pero es temprano. Me siento en la tierra, atrás, a esperar que llegue. Recuerdo que tengo una caja de fósforos en el bolsillo y enciendo uno. A la luz del fósforo se alumbra un círculo a mi alrededor. Sigo encendiéndolos como si la pequeña claridad me diera esperanzas. No sé en qué momento me vence el sueño y me quedo dormido.

¿Quién es ese muchacho? Me ha mirado con unos ojos…, como si quisiera llegar al fondo de mí. Lo raro es que, de pronto, lo sentí familiar. Pero no lo conozco. Verdad es que tiene unos ojos que llaman la atención y aunque es un poco narizón, le queda bien. Anda con los idiotas esos de apodos raros. Parecen extraterrestres, con esa forma de caminar y el pelo, con motas a los lados. ¿Será que son orejones y se tapan las orejas? Deberían probar con una cirugía, sería mejor. Ahora recuerdo que a él lo he visto antes. Es del equipo de voleibol de doce, y juega muy bien. Es una lástima que sea buen deportista y mala persona. Quizás no, pero andando con esos, debe ser grosero y vulgar como ellos. Claro, pienso que como Merlín hay pocos en la escuela.
Juan Carlos me llama. Creo que me vio mirando al de los ojos verdes y ¡es tan celoso! No sé cuánta gente me ha preguntado ya si somos novios. Es mi amigo y lo quiero mucho. Recogemos las raquetas y subo.
Hoy Estela y Rebeca encontraron una locura nueva. Rebeca tiene un pomo de benadrilina en la mano y anuncia: «¡El elíxir del sueño! Tomen su dosis aquí y duerman pacíficamente hasta las seis». Yolanda, con la cabeza llena de papelillos y una bata larga de dormir se acerca con un vaso en la mano. Yo, que acabo de llegar, las veo y parece una estampa de un hospital de locos. Cuando Rebeca me ve, pregunta, ¿quieres un trago? Me acuerdo entonces de lo que me pasó anoche y sé que no puedo intentar salir hoy, así que me parece buena idea tomar la benadrilina y dormir temprano. Estela sale caminando para el baño y le grita a Rebeca que le guarde un poco. Esa va a fumarse en el baño el cigarro del silencio, como le dice.
La profe Virginia se asoma y dice que apaguemos las luces. Se apagan las luces, pero Rebeca enciende una linterna para seguir leyendo. Yo no puedo leer esta noche. No logro concentrarme. Solo pienso que también hoy perdí la oportunidad de verlo. Al final, no sé si irá. Anoche no fue. Desde la cama miro hacia la caseta. Se ve algo. Una lucecita. Parpadeo y la luz desaparece. Vuelve a aparecer y a desaparecer. Deben ser los cocuyos. ¡Cómo me gustaría estar allí y ver los cocuyos volar entre las hojas, o alumbrar de pronto entre la yerba! Quito la vista para no sentir nostalgia. Lo de los cocuyos es un pretexto. Quisiera estar allí para hablar con él y oírlo reírse. Aunque me lo he preguntado muchas veces, me lo vuelvo a preguntar: ¿será que uno puede enamorarse de alguien por la forma en que ríe? Ese es otro pretexto. Hubo algo más profundo en aquel encuentro, pero no puedo saber qué fue. Dice Estela,  que tiene una visión tan espiritual de la vida, que la atracción es una reacción química. Es la primera contradicción que le encuentro a su filosofía personal.  No sé de dónde sacó ella eso, pero lo asegura como si fuera una verdad científica. Dice también que influyen los olores de manera inconsciente. Es extraño que trate de explicar el amor de una manera tan materialista cuando es un sentimiento inexplicable. Puede ser que sea un fenómeno de los sentidos. ¿Cómo explicar si no lo de su risa? En esto pensaba y no sé cuándo me dormí porque, de pronto, había pasado la noche: Estela me halaba por un pie.

—¡Despierta! Se nos va a hacer tarde para tomar café.
Salto de la cama y voy medio sonámbula para el baño. Ella, que ya está vestida, habla sin parar al lado mío.
—¡Qué va! No puedo tomar más benadrilina por la noche. Yo creo que me hace el efecto contrario. Anoche no pude pegar los ojos.
Me da risa. Solo dejándola sin conocimiento ella dormiría. Jamás he conocido a alguien tan lechuza como ella. Para escaparme tengo que oírla roncar primero (parece una locomotora vieja) y contar hasta diez para estar segura de que no me sentirá salir.
Después del café nos sentamos en la escalera de atrás, para que se fume su cigarro matutino. Estamos tan entretenidas que los pasos nos sorprenden y solo atinamos a meternos debajo del edificio. Es Luis, el subdirector. Estela apaga el cigarro con la bota y me hace señas para que no haga ruido. No me imagino qué hace él a esa hora parado en la escalera que da al área deportiva. Nos enteramos cuando lo oímos vocear:
—¡Estudiante! ¿Qué está haciendo por allá a esta hora?
¡Era por eso! Un estudiante merodeando, y viene desde la caseta, parece. El corazón me empieza a latir rápido. ¿Será…? No, no puede ser. Además, no hubiera esperado hasta que amaneciera.
El alumno responde algo, que no logro oír, pero Estela sí, que tiene un oído de tuberculosa. Me susurra algo, que tampoco entiendo y pongo el dedo en mis labios, para que se calle.
Se alejan los pasos. Volvemos a respirar.
—¿Qué dijo, Estela?
—¿El chiquito? Una mentira, claro.
—¿Por qué sabes que es una mentira? —le pregunto.
—¡Ay, hija! ¿Quién va a salir a esta hora para buscar una pelota en la cancha? —me responde.
—¿Eso dijo él? ¡Qué bobería! Pero es tan tonto que debe ser verdad. Porque a ver, Estela, ¿qué va a hacer alguien a esta hora en la cancha?
Ella mueve la cabeza.
—Él venía de más allá y tenía la ropa con yerba pegada y húmeda del rocío. Yo creo que ese durmió fuera de la escuela.
—¡Qué barbaridad! Si pareces una vieja chismosa.
—Oye, pero si estoy hablando contigo. Eso es lo que pienso.
Tengo que reírme de ella.
—La detective Estela, vaya, que no dejas de sorprenderme.
Me retuerce los ojos y algo me viene a la mente.
—Estela, ¿de dónde venía ese chiquito?
Ya estamos subiendo al pasillo central cuando me señala un punto.
—De por allá.
¡De la caseta!, y le pregunto otra vez.
—¿Le viste la cara?
Me mira con expresión rara.
—Así que primero soy una vieja chismosa y ahora, maga. No, no le vi la cara.
—¿Cómo le viste la ropa con tantos detalles?
—Porque estábamos abajo. No le veía la parte de arriba. Oye, ¿por qué te interesa tanto? Estás pálida.
Me recupero para que no sospeche.
—Algunas cosas las ves bien sin espejuelos y para otras estás ciega. ¿Cómo que estoy pálida? ¿Por qué estaría pálida, a ver?
Y como ya voy hacia el dormitorio viene apurada detrás de mí, murmurando: «ay, qué sé yo, me pareció que estabas pálida. ¿Puedo hablar o no puedo hablar? Si te digo que andas rara es poco decir…»

¡Qué susto he pasado! Hace falta que el subdirector me haya creído. ¿Cómo me habré quedado dormido hasta ahora? Estoy empapado. Y ella no fue. ¿Será que se habrá arrepentido? A lo mejor Luna fue el otro día cuando yo estaba enfermo y pensó que la había engañado cuando le aseguré que iba a seguir yendo para encontrarnos. Ahora no sé qué voy a hacer. Podría dejarle un mensaje. Tendría que ser de noche. ¿Y si lo encuentra otra persona? No, la única solución es ir hasta que volvamos a encontrarnos. ¿Dónde estás, mi Luna Triste?









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