martes, 2 de noviembre de 2021

VIENDO LLOVER EN GALICIA, por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (Tomado de El País)


Mi muy viejo amigo, el pintor poeta y novelista Héctor Rojas Herazo -a quien no veía desde hacía mucho tiempo- debió sufrir un estremecimiento de compasión cuando me vio en Madrid abrumado por un tumulto de fotógrafos, periodistas y solicitantes de autógrafos, y se acercó para decirme en voz baja: "Recuerda que de vez en cuando debes ser amable contigo mismo". En efecto, fiel a mi determinación de complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hacía ya varios meses -quizá varios años- en que no me ofrecía a mí mismo un regalo merecido. De modo que decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más antiguos: conocer Galicia. Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en los placeres de su cocina. "La nostalgia empieza por la comida", dijo el che Guevara, tal vez añorando los asados astronómicos de su tierra argentina, mientras se hablaba de asuntos de guerra en las noches de hombres solos en la sierra Maestra. También para mí la nostalgia de Galicia había empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la tierra. El caso es que mi abuela, en la casa grande de Aracataca, donde conocí mis primeros fantasmas, tenía el exquisito oficio de panadera, y lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de quedarse ciega, hasta que una crecida del río le desbarató el horno y nadie en la casa tuvo ánimos para reconstruirlo. Pero la vocación de la abuela era tan definida, que cuando no pudo hacer panes siguió haciendo jamones. Unos jamones deliciosos que, sin embargo, no nos gustaban a los niños -porque a los niños no les gustan las novedades de los adultos-, pero el sabor de la primera prueba se me quedó grabado para siempre en la memoria del paladar. No volví a encontrarlo jamás en ninguno de los muchos y diversos jamones que comí después en mis años buenos y en mis años malos, hasta que probé por casualidad -40 años después, en Barcelona- una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Sólo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de validez, y entendí de dónde le venía la pasión de cocinar para alimentar a los forasteros y su costumbre de cantar todo el día. "Hay que hacer carne y pescado porque no se sabe qué le gusta a los que vengan a almorzar", solía decir cuando oía el silbato del tren. Murió muy vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que había conocido vivos en su juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo gallego la semana pasada, en Santiago de Compostela, y él me dijo: "Entonces tu abuela era gallega, sin ninguna duda, porque estaba loca". En realidad, todos los gallegos que conozco, y los que vi ahora sin tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo el signo de Piscis.

No sé de dónde viene la vergüenza de ser turista. A muchos amigos, en pleno frenesí turístico, les he oído decir que no quieren mezclarse con los turistas, sin darse cuenta de que, aunque no se mezclen, ellos son tan turistas como los otros. Yo, cuando voy a conocer algún lugar sin disponer de mucho tiempo para ir más a fondo, asumo sin pudor mi condición de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones rápidas, en las que los guías explican todo lo que se ve por las ventanas del autobús, a la derecha y a la izquierda, señores y señoras, entre otras cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después, cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin embargo, Santiago de Compostela no da tiempo para tantos pormenores: la ciudad se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella. Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza más bella que la de Siena. La única que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece construida el día anterior por alguien que hubiera perdido el sentido del tiempo. Tal vez esta impresión no tenga su origen en la plaza misma, sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus últimos rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y bulliciosos, que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los muros intactos, la vegetación se abre paso por entre las grietas, en una lucha implacable por sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada paso, como la cosa más natural del mundo, con el milagro de las piedras florecidas.

Llovió durante tres días, pero no de un modo inclemente, sino con intempestivos espacios de un sol radiante. Sin embargo, los amigos gallegos no parecían ver esas pausas doradas, sino que a cada instante nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera ellos eran conscientes de que Galicía sin lluvia hubiera sido una desilusión, porque el suyo es un país mítico -mucho más de lo que los propios gallegos se lo imaginan-, y en los países míticos nunca sale el sol. "Si hubieran venido la semana pasada, habrían encontrado un tiempo estupendo", nos decían, avergonzados. "Este tiempo no corresponde a la estación", insistían, sin acordarse de Valle-Inclán, de Rosalía de Castro, de los poetas gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde el principio de la creación y sopla un viento interminable, que es tal vez el que siembra ese germen lunático que hace distintos y amorosos a tantos gallegos.

Llovía en la ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el paraíso lacustre de la ría de Arosa y en la ría de Vigo, y en su puente, llovía en la plaza, impávida y casi irreal, de Cambados, y hasta en la isla de la Toja, donde hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe, a que cese el viento y resplandezca el sol para empezar a vivir. Andábamos por entre esta lluvia como por un estado de gracia, comiendo a puñados los únicos mariscos vivos que quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen siendo peces en el plato y unas ensaladas que seguían creciendo en la mesa, y sabíamos que todo aquello estaba allí por virtud de la lluvia, que nunca acaba de caer. Hace ahora muchos años, en un restaurante de Barcelona, le oí hablar de la comida de Galicia al escritor Álvaro Cunqueiro, y sus descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego. Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe.

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lunes, 12 de julio de 2021

NERUDA: LOS PUENTES QUE TIENDE LA POESIA





Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido como Pablo Neruda, nació el 12 de julio de 1904 en Parral (Chile) y murió el 23 de septiembre de 1973 por causas no completamente aclaradas, pero al parecer, fue envenenado.

Nos ha dejado una obra profunda y hermosa. En 1971 recibió el Premio Nobel de Literatura y ha sido admirado y reconocido por su obra. Poeta querido y admirado le cantó al amor, a la vida, al ser humano.

Recordar y leer su poesía es restaurar un poco los dolores del alma, por las injusticias, por las ausencias que gritan en las noches, por querer que además de hacerse el verso, se haga el pan para todos en este mundo desigual e injusto.

El monte y el río

En mi patria hay un monte.

En mi patria hay un río.

Ven conmigo.

La noche al monte sube.

El hambre baja al río.

Ven conmigo.

¿Quiénes son los que sufren?

No sé, pero son míos.

Ven conmigo.

No sé, pero me llaman

y me dicen "Sufrimos".

Ven conmigo.

Y me dicen: "Tu pueblo,

tu pueblo desdichado,

entre el monte y el río,

con hambre y con dolores,

no quiere luchar solo,

te está esperando, amigo".

Oh tú, la que yo amo,

pequeña, grano rojo

de trigo,

será dura la lucha,

la vida será dura,

pero vendrás conmigo.

    El mar

    Necesito el mar porque me enseña:

    no sé si aprendo música o conciencia:

    no sé si es ola sola o ser profundo

    o sólo ronca voz o deslumbrante

    suposición de peces y navíos.


    El hecho es que hasta cuando estoy dormido

    de algún modo magnético circulo

    en la universidad del oleaje.

    No son sólo las conchas trituradas

    como si algún planeta tembloroso

    participara paulatina muerte,

    no, del fragmento reconstruyo el día,

    de una racha de sal la estalactita

    y de una cucharada el dios inmenso.


    Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire,

    incesante viento, agua y arena.

    Parece poco para el hombre joven

    que aquí llegó a vivir con sus incendios,

    y sin embargo el pulso que subía

    y bajaba a su abismo,

    el frío del azul que crepitaba,

    el desmoronamiento de la estrella,

    el tierno desplegarse de la ola

    despilfarrando nieve con la espuma,

    el poder quieto, allí, determinado

    como un trono de piedra en lo profundo,

    substituyó el recinto en que crecían

    tristeza terca, amontonando olvido,

    y cambió bruscamente mi existencia:

    di mi adhesión al puro movimiento.

    No estés lejos de mí

    No estés lejos de mí un sólo día, porque cómo,

    porque, no sé decírtelo, es largo el día,

    y te estaré esperando como en las estaciones

    cuando en alguna parte se durmieron los trenes.


    No te vayas por una hora porque entonces

    en esa hora se juntan las gotas del desvelo

    y tal vez todo el humo que anda buscando casa

    venga a matar aún mi corazón perdido.


    Ay que no se quebrante tu silueta en la arena,

    ay que no vuelen tus párpados en la ausencia:

    no te vayas por un minuto, bienamada,

    porque en ese minuto te habrás ido tan lejos

    que yo cruzaré toda la tierra preguntando

    si volverás o si me dejarás muriendo.


    Me peina el viento de los cabellos

    Me peina el viento los cabellos

    como una mano maternal:

    abro la puerta del recuerdo

    y el pensamiento se me va.

    Son otras voces las que llevo,

    es de otros labios mi cantar:

    hasta mi gruta de recuerdos

    tiene una extraña claridad!

    Frutos de tierras extranjeras,

    olas azules de otro mar,

    amores de otros hombres, penas

    que no me atrevo a recordar.

    Y el viento, el viento que me peina

    como una mano maternal!

    Mi verdad se pierde en la noche:

    no tengo noche ni verdad!

    Tendido en medio del camino

    deben pisarme para andar.

    Pasan por mí sus corazones

    ebrios de vino y de soñar.

    Yo soy un puente inmóvil entre

    tu corazón y la eternidad.

    Si me muriera de repente

    no dejaría de cantar!

    • Tengo miedo

      Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza

      del cielo se abre como una boca de muerto.

      Tiene mi corazón un llanto de princesa

      olvidada en el fondo de un palacio desierto.

      Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño

      que reflejo la tarde sin meditar en ella.

      (En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño

      así como en el cielo no ha cabido una estrella.)

      Sin embargo en mis ojos una pregunta existe

      y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.

      No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste

      abandonada en medio de la tierra infinita!

      Se muere el universo, de una calma agonía

      sin la fiesta del sol o el crepúsculo verde.

      Agoniza Saturno como una pena mía,

      la tierra es una fruta negra que el cielo muerde.

      Y por la vastedad del vacío van ciegas

      las nubes de la tarde, como barcas perdidas

      que escondieran estrellas rotas en sus bodegas.

      Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.


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