miércoles, 23 de octubre de 2013

HOY DIEGO CUMPLE UN AÑO Y MEDIO


Lo vi hace poco: el 15 de septiembre me despidió cuando venía para acá, con sus padres. Se levantó temprano, madrugador por esencia se despertó sin necesidad de mucho zarandeo y sus grandes ojos azules contemplaban los preparativos del viaje.
Esa mirada me acompañó en todo el viaje de regreso. Miento. Me acompaña todavía. A veces dormimos juntos, y me despertaba porque tenía su mirada fija en mí, sin proferir un sonido o una palabra. Me miraba en silencio, contemplándome, con sus grandes ojos interrogadores.
Cuando me quedaba en su casa salíamos temprano él y yo a ver todos los pajaritos que tienen sus nidos en los framboyanes de la escuela que está frente a su casa. En esos árboles, curiosamente y sin saber quién, colocaron casitas de maderas para pajaritos en las ramas, debe haber como una veintena o más y cuando amanece hay una fiesta de alas, donde se escucha el vuelo de los alborotadores y sus cantos. Lo mismo hay gorriones que azulejos, pájaros carpinteros, totíes o tomeguines… es una vecindad increíblemente armoniosa.
Allí en la acera, debajo de los framboyanes, alzábamos los ojos a las ramas e íbamos descubriendo a los que volaban de un lado a otro: “¡Allí, míralos allí, Diego, como revolotean!,  y nos mirábamos y sonreíamos como dos buenos compinches que se alegran de compartir un secreto. El secreto, en nuestro caso y los pájaros, era el placer de asomarnos a su mágico mundo. Reíamos, él me señalaba con su dedito los que veía, mientras chasqueaba los dedos de su manita en señal de llamada. No nos importaba que nos hicieran caso: solo poder mirarlos y sentir la brisa del framboyán y la sinfonía de trinos y batir de alas.


Diego crecerá y seguramente no recuerde nuestros amaneceres, bajo los framboyanes florecidos, en esa calle del poblado de Jaimanitas, pero yo jamás olvidaré su sonrisa y alegría cuando contemplaba a los pájaros alborotar y gorjeaba, junto con ellos, una canción alegre de verano. Porque esa historia comenzó un 23 de octubre de hace treinta años y aunque el tiempo y el olvido hayan dejado su huella, Diego me recuerda que del amor solo nace más amor, y nada seríamos sin las flores, el canto de los pájaros y los amaneceres del verano, cuando una manita pequeña señala los nidos colocados en la rama para ir a escuchar esa sinfonía de pura vida. 

CUANDO ME AMÉ DE VERDAD (Charles Chaplin)


Cuando me amé de verdad, comprendí que en cualquier circunstancia, yo estaba en el lugar correcto y en el momento preciso. Y, entonces, pude relajarme. Hoy sé que eso tiene nombre: Autoestima.
Cuando me amé de verdad, pude percibir que mi angustia y mi sufrimiento emocional, no son sino señales de que voy contra mis propias verdades. Hoy sé que eso es: Autenticidad.
Cuando me amé de verdad, dejé de desear que mi vida fuera diferente, y comencé a ver que todo lo que acontece contribuye a mi crecimiento. Hoy sé que eso se llama: Madurez.
Cuando me amé de verdad, comencé a comprender por qué es ofensivo tratar de forzar una situación o a una persona, solo para alcanzar aquello que deseo, aún sabiendo que no es el momento o que la persona (tal vez yo mismo) no está preparada. Hoy sé que el nombre de eso es: Respeto.
Cuando me amé de verdad, comencé a librarme de todo lo que no fuese saludable: personas y situaciones, todo y cualquier cosa que me empujara hacia abajo. Al principio, mi razón llamó egoísmo a esa actitud. Hoy sé que se llama: Amor hacia uno mismo.
Cuando me amé de verdad, dejé de preocuparme por no tener tiempo libre y desistí de hacer grandes planes, abandoné los mega-proyectos de futuro. Hoy hago lo que encuentro correcto, lo que me gusta, cuando quiero y a mi propio ritmo. Hoy sé, que eso es: Simplicidad.
Cuando me amé de verdad, desistí de querer tener siempre la razón y, con eso, erré muchas menos veces. Así descubrí: La humildad.
Cuando me amé de verdad, desistí de quedar reviviendo el pasado y de preocuparme por el futuro. Ahora, me mantengo en el presente, que es donde la vida acontece. Hoy vivo un día a la vez. Y eso se llama: Plenitud.
Cuando me amé de verdad, comprendí que mi mente puede atormentarme y decepcionarme. Pero cuando yo la coloco al servicio de mi corazón, es una valiosa aliada. Y esto es: Saber vivir!
No debemos tener miedo de cuestionarnos… Hasta los planetas chocan y del caos nacen las estrellas.

Nota: No sé si ciertamente está escrito por Charles Chaplin, pues circulan por la red textos con firmas que no son tales, pero esta reflexión se corresponde con su filosofía de vida, así que si no lo escribió, bien que pudo haberlo escrito.

miércoles, 2 de octubre de 2013

LOS ABUELOS SON LOS MAGOS Y HADAS DE LA FAMILIA

Abuela y nieto en el cumple de mi hijo en enero del 2013.



Ser abuela o abuelo es un estado de gracia especial. Es saber que ha llegado al universo una criatura que es dos veces nuestro hijo: hijo del hijo. Lo supe cuando mi hija trajo al mundo a mi nieto. Y sentí no poder estar más cerca de él y durante más tiempo. Solo un mes apenas después de nacido. Y en la distancia amarlo, extrañarlo y dedicarle poemas. Esos atardeceres en los que hay una campanita dentro del pecho que resuena y nos recuerda a los seres entrañables que están lejos. Ansiar verlo y escucharlo cuando empiezan a decir sus primeras palabras. Querer que nos vean y sepan que somos padres de sus padres: en mi caso, la madre de su mamá. Entonces, ponerse como una tonta a repetirles abue, abu, a ver si me dice al menos las primeras sílabas de abuela… alegrarme cuando tiende sus brazos para que lo cargue, lo lleve a ver los pajaritos que revolotean alrededor de sus nidos en el framboyán de enfrente de su casa, o me siente en el piso del portal a pasarnos la pelota… Por eso hoy descubrí este artículo en facebook, lo copié y me animé a traerlo al blog, luego de un inmenso letargo.
Por todo eso que dice este pediatra a quien no conocía hasta hoy, los abuelos somos los magos y las hadas de las familias y, casi siempre, los preferidos por los nietos.
«Los abuelos no solo cuidan de la familia extendida, aportan algo que los padres no siempre vislumbran: pertenencia e identidad. En los últimos 50 años, nuestro estilo de vida familiar cambió drásticamente como consecuencia de un nuevo sistema de producción. La inclusión de la mujer en el circuito laboral llevó a que ambos padres se ausenten del hogar por largos períodos creando como consecuencia el llamado “síndrome de la casa vacía”. El nuevo paradigma implicó que muchos niños quedaran a cargo de personas ajenas al hogar o en instituciones. Esta tercerización de la crianza se extendió y naturalizó en muchos hogares. Algunos afortunados todavía pueden contar con sus abuelos para cubrir muchas tareas: la protección, los traslados, la alimentación, el descanso y hasta las consultas médicas. Estos privilegiados chicos tienen padres de padres, y lo celebran eligiendo todos los apelativos posibles: abu, abuela/o nona/o bobe, zeide, tata, yaya/o opi, oma, baba, abue, lala, babi, o por su nombre, cuando la coquetería lo exige. Los abuelos no sólo cuidan, son el tronco de la familia extendida, la que aporta algo que los padres no siempre vislumbran: pertenencia e identidad, factores indispensables en los nuevos brotes. La mayoría de los abuelos siente adoración por sus nietos. Es fácil ver que las fotos de los hijos van siendo reemplazadas por las de estos. Con esta señal, los padres descubren dos verdades: que no están solos en la tarea, y que han entrado en su madurez. El abuelazgo constituye una forma contundente de comprender el paso del tiempo, de aceptar la edad y la esperable vejez. Lejos de apenarse, sienten al mismo tiempo otra certeza que supera a las anteriores: los nietos significan que es posible la inmortalidad. Porque al ampliar la familia, ellos prolongan los rasgos, los gestos: extienden la vida. La batalla contra la finitud no está perdida, se ilusionan. Los abuelos miran diferente. Como suelen no ver bien, usan los ojos para otras cosas. Para opinar, por ejemplo. O para recordar. Como siempre están pensando en algo, se les humedece la mirada; a veces tienen miedo de no poder decir todo lo que quieren. La mayoría tiene las manos suaves y las mueven con cuidado. Aprendieron que un abrazo enseña más que toda una biblioteca. Los abuelos tienen el tiempo que se les perdió a los padres; de alguna manera pudieron recuperarlo. Leen libros sin apuro o cuentan historias de cuando ellos eran chicos. Con cada palabra, las raíces se hacen más profundas; la identidad, más probable. Los abuelos construyen infancias, en silencio y cada día. Son incomparables cómplices de secretos. Malcrían profesionalmente porque no tienen que dar cuenta a nadie de sus actos. Consideran, con autoridad, que la memoria es la capacidad de olvidar algunas cosas. Por eso no recuerdan que las mismas gracias de sus nietos las hicieron sus hijos. Pero entonces, no las veían, de tan preocupados que estaban por educarlos. Algunos todavía saben jugar a cosas que no se enchufan. Son personas expertas en disolver angustias cuando, por una discusión de los padres, el niño siente que el mundo se derrumba. La comida que ellos sirven es la más rica; incluso la comprada. Los abuelos huelen siempre a abuelo. No es por el perfume que usan, ellos son así. ¿O no recordamos su aroma para siempre? Los chicos que tienen abuelos están mucho más cerca de la felicidad. Los que los tienen lejos, deberían procurarse uno (siempre hay buena gente disponible). FINALMENTE Y PARA QUE SEPAN LOS DESCREÍDOS: LOS ABUELOS NUNCA MUEREN, SOLO SE HACEN INVISIBLES».

(Enrique Orschanski. 19/01/2013).

Enrique Orschanski es un pediatra cordobés muy reconocido, y éste es un artículo que publicó en uno de los diarios de Córdoba.

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