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Ese día se juntaron todas las cosas malas en la casa de
Maribí (así le dicen a mi amiga que se llama María Beatriz). Y si no, digan
ustedes mismos: la maestra fue a darle quejas a su mamá porque no había hecho
la tarea, su papá y su mamá discutieron por no se qué de un creyón de labios en
un pañuelo, y el papá salió enfurecido, sin despedirse de ella y, por último,
se perdió el gato arrabalero al que ella llama Chulo. Yo, que iba a estudiar a
su casa, me encontré aquel lugar como el aula después de un día sin maestra:
los muebles y la cabeza de Maribí patas arriba así que, aunque no le había
dicho nada a mi mamá, la invité para venir a mi casa. Su mamá, medio llorosa,
le dijo que sí y vinimos para acá. Lo único malo que cuando llegamos me di
cuenta que la llave se había perdido y no podíamos entrar.
Yo, que me he estado entrenando para ser
saltadora en un futuro, le dije a Maribí: “No te preocupes, ahora salto por la
cerca del patio.” Es verdad que ella no quería brincar, pero como la puerta de
la cocina estaba cerrada y no podía entrar en la casa, regresé a la cerca para
que saltara y me acompañara.
No fue fácil convencerla, porque se me olvidó
decirles que Maribí es muy miedosa. Le tiene miedo a las ranas, a las
lagartijas, a las arañas y a las cucarachas, por decir nada más los animales
más chiquitos, porque se pone a temblar si ve un perro, una gallina o el
rinoceronte del zoológico. ¡Qué manera de tener miedo! A mí me parece que ella
recogió todos los miedos de su familia. Pero le gustan los gatos: así sean
negros, carmelitas o esos blancos de ojos azules.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Por la cerca. Al fin
la convencí de que la brincara y entonces pasó el accidente. Ella tiene un pelo
largo, largo, y crespo. Por esas dos cosas fue que se le enredó en los pinchos
y no pudo saltar. Se quedó en el aire, colgando, a un pedazo de llegar a la
tierra. Primero me asusté, pero luego vi que Maribí no iba a llegar al suelo.
Aunque, por muy flaquita que sea, ella pesa más que el pelo y podía caerse.
Busqué una caja de madera y la puse por el lado más alto, para que le llegara
hasta los pies. Se pudo apoyar y, como lloraba tanto, me quedé al lado de ella,
hasta que llegara mi mamá. No sé cuantas horas se demoró mami, pero me dio
tiempo a cantar todas las canciones que me sé (y repetí la del espantapájaros,
pues le gusta mucho) y hasta le hice tres cuentos del libro que me trajo tía el
día de mi cumpleaños.
¡Pobre Maribí! Ese día para ella fue malo,
malísimo. Por suerte, tiene una amiga, yo, que no la dejé sola en la cerca. La
acompañé todo el tiempo. Mami me dijo, “Claro, si fue tu culpa, por andar
inventando eso de saltar cercas, como un marimacho.” Total, no le hice caso. Yo
me quedé allí porque quería estar con ella, no por eso de la culpa. Pensándolo
bien, si por tener uno la culpa, ayuda a las personas, entonces esa culpa no
debe ser tan mala.
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