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El fantasma rockero
No podía oír un heavyrock sin que todas las esquinas de su sábana negra se
pusieran de punta. Por eso cada noche se iba al tejado de la casa amarilla, esa
donde ensayaba el grupo Los malditos tres veces por semana. Era muy difícil que
alguien viera el bulto negro contorsionándose al compás de la estridente
música. Había heredado de su abuelo el gusto por el estruendo y el apodo de
Rocadura, inexacta traducción de su afición por ese género, y que le recordaba
los dibujos animados de los picapiedras. De él heredó también la costumbre de
usar ropajes negros en vez de blancos. No le interesaba asustar en lo más
mínimo, sino bailar, y la sábana negra le permitía pasar inadvertido.
Tan concentrado estaba disfrutando de la música que no advirtió la forma
blanca al lado de él hasta que la banda paró para descansar. El sobresalto lo
hubiera hecho caer, de no ser por su habilidad voladora. Se paró de nuevo en el
alero y le preguntó al otro fantasma:
—¿Qué haces aquí? —en un tono muy desafiante y brusco.
La fantasma le contestó muy suave, apenas con un crujido de su sábana:
—Escuchar la música, ¿qué haces tú? —preguntó a su vez, y nuestro rockero
se turbó un poco.
—Oír al grupo tocar. Vengo siempre que ensayan.
La fantasma hizo un fruí fruí medio burlón:
—¿Por qué te extraña que yo esté aquí entonces? También me gusta oírlos
tocar. No tienes la propiedad de todos los sonidos, al menos que yo sepa.
«Es una fresca», pensó él, reconociendo que era la biznieta de aquel
estrafalario del teatro de Paris, pero insistió:
—Que yo sepa, los sonidos que le gustan a los fantasmas son el ruido al
arrastrar cadenas y la ópera. Hay algunos que prefieren la música clásica…
Mozart, Bach, tal vez Beethoven, pero… ¡rock!
La fantasma se elevó un momento del alero, dio tres vueltas al rockero por
encima de él (esta es la manera de expresar el disgusto que usan los fantasmas)
y volvió a pararse a su lado.
—El mundo ha cambiado, los fantasmas hemos cambiado —dijo ella, con
firmeza—, y a mi me gusta el rock.
¡No podía creerlo! Una simple chiquilla fantasma interfiriendo en su
tranquilidad. Pero algo cambió, porque ella volvió a hablar.
—¿No quisieras ir a algún concierto de ellos? —preguntó la intrusa.
Nuestro amigo se quedó sin habla. El sueño de cualquier rockero auténtico:
¡ir a un concierto!
—¡Claro que me gustaría! —respondió él, sin pensar—. Pero, es peligroso.
La fantasmita se balanceó de un lado a otro.
—No, ¡qué va! Darán un concierto en la playa este sábado.
Se pusieron de acuerdo, rozaron sus sábanas para despedirse, porque ella tenía
que asustar a las diez en punto de la noche a dos muchachos bravucones cerca de
allí.
Tenía que volar un rato para llegar a la playa, pero salió con tiempo
suficiente para no perderse la entrada de la banda. Cuando llegó, oculto entre
las uvas caletas, vio la multitud que se había reunido para ver al grupo. No
había un escenario tradicional: se había dispuesto un entablado sobre la arena
para poner los instrumentos y los fanáticos llevaron antorchas y velas gigantes.
Miró varias veces a ver si veía a la fantasmita y descubrió un aleteo
blanco al otro extremo. Fue hasta allá y tuvo que frotarse contra una rama
porque su sábana se puso tiesa del asombro: ¡había como veinte fantasmas más!
Ella salió a su encuentro y el rockero se fijó en que lucia un piercing entre los dos huequitos para ver que tienen
los fantasmas en medio de su cara.
—¡Hola! —lo saludó ella, alborotada.
—¿Por qué han venido tantos? —preguntó el fantasma, absolutamente pasmado.
—Hemos creado un club de fans del rock —respondió ella, gritando, porque ya
empezaba la música.
Los fantasmas, entusiasmados, empezaron a bailar. Las sábanas se movían y
contorsionaban al ritmo loco de la banda y de pronto, el cantante gritó:
—¡Intrusos!
Y es que en medio de la penumbra de las velas y antorchas, se notaba la
blancura de las sábanas. Hay que decir que los rockeros duros de verdad se
visten de negro y allí, en toda la extensión de arena, las únicas ropas blancas
eran las sábanas de los fantasmas. Una multitud enfurecida se abalanzó contra
los intrusos y ellos salieron a la desbandada. La fantasmita se asustó tanto
que se quedó parada en el mismo lugar, cuando vio que un fanático agarraba a
uno de los fantasmas por la esquina de la sábana, pero el rockero la haló hacia
arriba y la envolvió con su negra vestidura.
—¡Por favor, ayúdalo! —pidió ella, casi llorando, no solo por el susto,
sino por el peligro en el que se encontraba el otro fantasma.
—Está bien, pero no te muevas de aquí —le dijo él, mientras la cubría con
el follaje para mantenerla oculta.
Voló hasta donde se debatían el rockero y el fantasma: uno por zafarse y el
otro, por no dejarlo ir. Se colocó junto al humano y, con la puntica de la
sábana, le hizo cosquillas en la nariz. Inmediatamente el hombre empezó a
estornudar y se llevó las manos a la boca, momento que aprovechó el otro para
volar, diciendo: «sabanita, pa’ que te quiero».
El fantasma se salvó pero el hombre, después de esa noche, dejó el rock
para toda la vida. Estaba convencido de que esa música era alucinante, y lo
hacía ver fantasmas volando, con sábana blanca y todo, igual que en las
películas.
Como no apresaron a nadie, el concierto siguió, y los dos se quedaron
disfrutándolo, sin salir de su escondite. De todas formas, desde la rama tenían
un puesto buenísimo y una bocina cerca, que por poco los deja sordos.
La siguiente noche que fue a ver el ensayo de Los malditos se encontró de nuevo con la fantasmita
rockera.
—¡Qué bueno el concierto de la otra noche! —fue su primera frase al verlo.
—Si, pero ¿comprobaste que es peligroso? —contestó él.
La fantasma agitó un poco la sábana.
—Todo tiene su riesgo. Así aprendimos algo: tenemos que vestirnos de negro
si queremos ir a un concierto de rock.
Él se echó a reír, bajito, porque las risas de los fantasmas son muy
tenebrosas.
—Sí, claro como una sábana blanca —se atrevió a bromear el rockero—, porque
las mías hubo que importarlas desde la India, y eso demora. Los fantasmas van
allá solo una vez al año. Y ya este año fueron.
La fantasmita encogió un poco la sábana (más o menos donde estarían los
hombros de cualquier persona no fantasma) y le respondió:
—Ya pensamos en eso. Un pintor, a quien serví de modelo, nos ha regalado
cantidad de pintura de óleo negro. Las vamos a pintar.
Y así, quince días después, veintitantos fantasmas con sabanas negras
fueron al concierto de Los
malditos. Bailaron, cantaron, y
nadie los descubrió.
Con el tiempo, ellos mismos crearon su propia banda: Los fantasmas de la ópera, en memoria del bisabuelo de la fantasmita
rockera. No por eso dejaron de escuchar ópera o música clásica, ni de asustar
de vez en cuando. Lo mejor que tiene dedicarnos a hacer lo que más nos gusta,
aunque sea diferente, es que por eso seguimos siendo quienes somos.
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