“El
fantasma Veonové era chiquito, bromista y amigo de atravesar paredes como todos
los fantasmas. Pero nada es perfecto: Veonové no quería ser fantasma.
Usando
el don de la transformación fue convirtiéndose en diferentes seres.
Primero
probó como payaso y no resultó. Acostumbrado a deambular por todos lados no le
gusta quedarse quieto y en el circo debía ensayar su número una y otra vez.
Otro problema era que no podía pintarse bien la cara porque los fantasmas no se
ven en los espejos (como los vampiros), y cuando salía al escenario su cara era
un revoltijo de colores.
Una
noche de contemplación en la azotea le inspiró el deseo de ser perro, al
escuchar los ladridos a la luna de esos merodeadores. Tuvo la suerte de caer en
gracia a una chiquita que lo llevó para su casa. Ahí empezaron los problemas.
La niña lo metió en una bañadera para enjabonarlo y salió disparado, con la
lengua afuera. No se detuvo hasta que llegó a un matorral. ¡Qué atrevimiento!
Uno de sus ochenta y tres orgullos era no haberse bañado jamás (los otros
ochenta y dos deben imaginarlos ustedes).
Se
quedó allí sentado, pensando. Eso de ser perro no resultaba bueno si iban a
tratar de bañarlo a cada rato. Tal vez sería bueno ser niño. Podría bañar a los
perros sin que lo obligaran a bañarse a él. (En eso estaba equivocado, como
pudo comprobar después.)
Sin
pensarlo mucho se convirtió en niño y fue cuando empezaron los problemas
grandes. Es muy difícil ser niño en este mundo tan mal llevado por los
adultos.”
─Para
empezar, me llevaron a una escuela de niños desamparados, donde poco tiempo
después fui adoptado por mis padres ─dice
Peruso y cambia el hilo de la historia.
Leonel
no entiende.
─Pero,
quien se convirtió en niño, ¿fue el fantasma?
─Claro,
chico, ¿no entendiste? ─pregunta Peruso.
─Sì,
pero es que ahora tú hablas como si fueras el fantasma.
─No,
como si fuera el fantasma no. Yo era el fantasma y ahora me convertí en niño.
Osvaldo
y Luis Enrique dan un chiflido. Están en el patio de la escuela, pero se han
sentado en el césped, haciendo un círculo alrededor del cuentacuentos.
─Afloja,
Peruso─le dice Lázaro.
─
¿No me creen? Pues sepan que estoy inconforme. Mis padres adoptivos son buenos,
pero han cambiado un poco. Al principio me complacían en todo: me llevaban al
zoológico, al acuario,…pero he tenido que aprender a lavarme los dientes, me
obligan a bañarme, a acostarme a la hora en que yo, como fantasma, me iba para
la calle, en fin, un desastre.
Leonel,
desconfiado, le pregunta:
─Y
si ya no quieres ser niño, ¿por qué no te conviertes de nuevo en fantasma?
Peruso
suspira.
─Mis
poderes se debilitaron. Ya ni siquiera puedo atravesar paredes. El otro día,
como estaba solo en la casa lo intenté. ¿Se acuerdan lo que me pasó? ─se pasa la
mano por la frente─. Me salió el chichón aquel, sí, con el que parecía un
unicornio.
Están
embobados, mirando a Peruso. El primero en hablar después de ese silencio es
Raulín.
─ ¡Ah, no! Ahora resulta que también
fuiste un fantasma. Esa sí que no, Peru.
Peruso se pone serio. Nunca espera
que le repliquen sus historias, pero ocurre a veces. Entonces pregunta a sus
amigos.
─ ¿No me creen, verdad? Está bien.
Díganme una cosa: en todo el mundo, ¿quién es la persona que sabe mejor como
nació alguien?
─Los médicos, seguro─contesta Leonel.
─Los que hacen el papel donde te
ponen el nombre─dice Lázaro.
─La policía, que lo averigua todo─opina
Osvaldo.
Peruso se echa a reír.
─ ¡Esto es increíble! Sigan viendo
películas, entonces sí que les voy a hacer un cuento. ¿A ustedes no se les
ocurre pensar que la madre de uno sabe mejor que nadie como nacimos?
Claro. Todos están de acuerdo. En
ese momento tocan el timbre y deben regresar al aula, pero acuerdan ir a ver a
la mamá de Peruso cuando salgan de la escuela.
Son casi las seis cuando llegan y
ella está en el balcón regando las plantas.
─Mami, ─la llama Peruso─ ¿puedes
venir a la sala para preguntarte algo?
─Claro, hijo, ya voy.
Entra con el cubo en la mano y, al
ver tan serias las caras, lo deja en el suelo y se sienta con ellos.
─¿Les pasó algo? ─pregunta algo preocupada.
Niegan al mismo tiempo con la
cabeza.
─Es que no creen como llegué yo aquí
a la casa, de dónde vine. Les dije que tú les contarías
toda la historia.
Ella
se sienta y un brillo pícaro le alumbra los ojos por un instante.
─Pues, verán. Una tarde llegué del
trabajo y encontré un huevo en el sofá.
─ ¿Un huevo? ─exclaman ellos en tono
de pregunta, asombrados. A ella le parece que va por buen camino.
─Sí, un huevo blanco, redondo,
grande como una calabaza. Primero pensé que lo había traído el papá de Peruso,
pero lo llamé y no había estado en la casa. Entonces me lo llevé para el
cuarto, lo puse en la cesta de la costura. Cada vez que me sentaba a coser conversaba
con el huevo, le hacía cuentos, le cantaba…
Se interrumpe. Peruso le hace señas
desesperadamente. Comprende que se equivocó de historia y debe probar con otra.
─Bueno, ustedes vinieron para saber
cómo nació Peruso y no el cuento del huevo, porque no pensarán que de aquel
huevo nació mi niño, ¿me equivoco?
El coro le responde ¡no, qué va, de
ninguna manera!
─De acuerdo ─sigue la mamá─. Yo
siempre tuve un muñeco de peluche carmelita que dormía conmigo, desde niña. Le
ponía pañales, le daba la comida, como hacen los niños con sus muñecos. Un día
en que lo dormía en el sillón…
El hijo tose un poco.
─Mamá, por favor, diles cómo llegué
a la casa, estamos apurados.
En este momento la madre no recuerda
otra de las tantas historias de Peruso para explicar su nacimiento. Decide
hablar diciendo cosas y sin decir.
─ ¿Qué puedo contarles? Era y no
era. Parecía un niño y no parecía. Quería llorar y no lloraba. Se veía y no se
veía ─, al decir esto deja escapar un suspiro y Peruso aprovecha para hacer
cierto su cuento.
─Ya lo ven: un fantasma. Yo era un
fantasma. Gracias, mamá, nos vamos a jugar pelota.
La madre sonríe cuando Peruso le da
un beso de despedida en silencio. Raúl está murmurando algo en el oído a
Leonel. Peruso les habla, apurando el paso.
─No anden con secretos, que es mala
educación.
Luis Enrique le pregunta:
─Peruso, ¿fue tu mamá quien te
enseñó a inventar cuentos o tú le enseñaste a ella?
El amigo piensa antes de
responderle.
─ ¿Quieres que te diga la verdad? Ni
yo mismo sé, Luis Enrique, ni yo mismo.
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