(Cubierta de La noche en el bolsillo, del artista cubano Abenamar Bauta) |
Noche Segunda
Nadie sabe que yo escribo a
escondidas. Hay que cuidarse de los mirones y escondo las hojas en el fondo de
la maleta. Si vieran lo que escribo se reirían de mí. ¿Por qué se me habrá ocurrido
llamarla Luna Triste? Cuando sentí sus manos en mis ojos hubiera querido
besárselas, pero entonces a lo mejor no hubiera vuelto a verla, bueno, a hablar
con ella, aunque no estoy seguro de que sigamos encontrándonos. Ella es de esas
muchachas disciplinadas a quienes les cuesta hacer algo que esté prohibido. Me
imagino el doble esfuerzo que hace para escaparse por la noche: para que no la
sorprendan y para vencer a su conciencia.
Hoy amanecí con una
erupción en todo el cuerpo y me trajeron a la enfermería. Pensaban que era
sarampión, pero debo estar intoxicado. Anoche comí pescado y no puedo comerlo,
pero tenía tremenda hambre.
Mientras los demás están
en las aulas yo estoy en la cama, solo. Cuando se está solo hay demasiado
tiempo para pensar, como ahora. En este tiempo quien más acude a mi mente es
ella. ¿Podrá una persona removerlo a uno por completo como me ha pasado a mí?
Siempre he sido de la manera más normal posible. Eso de ser normal, para mí,
quiere decir hablar como la mayoría de la gente que anda conmigo, en la escuela
o en el barrio. Claro, eso significa hablar como quiera, decir malas palabras,
hacerse el duro…, pero ahora eso tiene otro significado. Creo que ser así me va
a apartar de ella, y eso no lo quiero. Nunca había sentido lo que sentí cuando
puso sus manos en mi cara. Fue un corrientazo, no sé. He tenido un montón de
novias y ninguna me ha hecho preguntarme si ser como soy está bien o mal, pero
con ella es distinto. Casi no la conozco y, sin embargo, no parece el tipo de
chiquita que pueda estar con uno como yo. Ella tiene más que ver con el guanajo
de Tony que conmigo. Ese tiene tremenda finura para todo, se dedica a estudiar
y a leer. Pero yo no me la puedo sacar de la cabeza. Ahora voy a escribir sobre
ella. Después, esto se llena de gente. No seré un escritor famoso, pero
cumpliré el sueño de mi Luna haciéndola protagonista de una novela, y la voy a
llamar por ese nombre, aunque no vaya bien con la historia. Claro, el personaje
de ella será diferente. Eso no quiere decir que quiero cambiarla. Me gusta así,
distinta a mí.
No sé qué hora es cuando oigo la
voz de Nápoles gritando mi nombre y nada más me da tiempo para esconder las
hojas debajo de la almohada.
—¡Eh, mírate! Estás flojito, mi
socio, ¿qué es eso de estar intoxicado y tomando pastillas, asere? —me dice—.
Acuérdate de que esta noche viene la niña esa que te quiero presentar. No vas a
seguir en la cama, ¿no?
Me hago el grave, para que no
piense otra cosa.
—Compadre,
estoy embarcado. Me fui a parar de la cama y por poco me caigo, tremendos
mareos. Tengo que esperar a la enfermera a ver si puedo salir de aquí. Si me
voy es tremendo lío. ¿Te acuerdas de cuando te intoxicaste con el abono aquel y
te llevaron al hospital?
Por
suerte me acordé de la vez que él estuvo ingresado hasta con sueros porque casi
se envenena, haciéndose el bárbaro sin ponerse la máscara para regar un abono
supertóxico.
—¡Ni
me lo recuerdes, mi hermano! Por poco me voy directo a la tumba por respirar
aquello. Es verdad, eso es tremendo lío.
Por desgracia,
tengo que aguantarle a Nápoles sus historias y, para colmo, se me aparecen
luego el Pincho y el Bala, porque las clases se acabaron y vienen a hacer
tiempo aquí como si fuera una visita al hospital.
Yo me pongo
inquieto. No puedo seguir escribiendo, ni puedo levantarme, no vaya a ser que
siga con el cuento de la chiquita o toquen la almohada y se caigan las hojas.
Me salva la
campana, porque la enfermera llega y saca a los tres del cuarto. Como es hora
de comida no les cae tan mal la expulsión.
El
Pincho se vuelve en la puerta y grita:
—¡Venimos
más tarde! —y en vez de un anuncio, parece una amenaza.
Salen
y espero todavía para sacar las hojas. La seño está en la enfermería.
Es
ella quien viene ahora a revisarme.
—No te
asustes. Solo quiero ver la erupción de la espalda y los brazos, a ver si has
mejorado —mira cada roncha y las toca con la yema de sus dedos—. Mañana tendrás
que ir a ver al médico. Necesitas un tratamiento más fuerte. Se lo dices a la
enfermera que entra a las siete de la noche, aunque lo voy a dejar escrito
cuando me vaya.
Veo
que tiene un libro que sobresale del bolsillo de la bata que usa y le pregunto
cuál es.
—¿Te
gusta leer poesía? Este es de Neruda —lo saca del bolsillo y me lo enseña—: Veinte poemas de amor y una canción
desesperada. Mi preferido es el poema 20.
—Es el
más popular —le respondo yo—, pero yo siempre leo el 6 y el 12. Claro, es bueno
el 20 y también el 15.
Ella
ríe, con bondad y un poco de sorpresa.
—Debes
haberlos leído muchas veces para recordar sus números, o tal vez tengas muy
buena memoria, ¿no?
—Un
poco de cada cosa —respondo, mientras ella tuerce los ojos con picardía y mira
su reloj.
—Casi
es hora de irme. No olvides tomar la tableta de las ocho.
Pasa por
las camas vacías y estira las sábanas para borrar las arrugas, y me dice al
salir, guiñando un ojo:
—¡Ah!
Puedes imitar a Neruda y “escribir los
versos más tristes esta noche”. Hoy es día 20.
Después que ella
se va quedo solo. Faltan unos minutos para que la otra llegue hasta aquí,
porque primero se quedan un tiempo en la habitación de al lado, contando
instrumentos y medicamentos, además de contarse los chismes del día.
Yo, por mi parte,
pienso en ella. Todo me la recuerda. El poema 15 viene a mi memoria. «Eres como la noche, callada y constelada. /Tu
silencio es de estrella, tan lejano y sencillo». Diera cualquier cosa por ir a
verla esta noche. Hablar con ella me da mucha tranquilidad y puedo respirar su
olor, a yerba mojada. Diciendo eso comprendo que algo de ella me recuerda una
planta conocida, pero no sé cuál es en este momento (¿la albahaca?).
Oigo a la seño
que se va y después el ir y venir de la que entra. El trajín se interrumpe y me
llega la voz de una alumna dando las buenas noches. Desde aquí tengo un puesto
de escucha privilegiado. La muchacha dice que convenció a su amiga para venir a
la enfermería. El problema es que a la otra le cuesta trabajo dormirse a la
hora del silencio. La amiga protesta. Dice que ella siempre duerme poco y no cree
que eso sea malo, pero todos le insisten en que eso no es normal. Cuando oigo
la voz, me paralizo. ¡Es ella! Esa es su voz. Tengo que salir a verla. Me
siento en la cama y busco rápido la camisa para ir hasta allá con cualquier
pretexto, aunque sea a pedirle agua a la enfermera. Camino rápido porque ya
oigo desear unas buenas noches en el aire y tengo la mala suerte de llegar
cuando la puerta se cierra detrás de las muchachas. La enfermera me saluda y
aunque llego hasta la puerta y la abro, solo alcanzo a ver dos sombras que
desaparecen en las escaleras del dormitorio de las hembras.
—Pensé
que era Anamari —le digo a la seño, para disimular—, pero creo que era Lourdes,
¿no? —pregunto, a ver si me dice el nombre de la visitante.
—Si
supieras, como al final no le di ningún medicamento no anoté su nombre.
¡Qué mala suerte!
Y para más desgracia, esta seño es nueva, así que no puedo seguir preguntando.
¡Haberla tenido tan cerca y no verla! No puedo creer en esa bobada del destino,
pero todo conspira para que siga sin saber quién es. Lo peor es que hoy no
puedo ir por la noche a nuestra cita. Claro, seguro ella irá y hasta le gustará
estar sola. No puedo escapar de aquí sin más ni más. Trato de escribir y no me
sale una línea.
Para completar la
noche llega la simpática de Mariela, con sus uñas largas por delante.
—¡Ay,
mi amorcito, en cuanto supe que estabas aquí vine a verte! Pensar que estás tan
solito y tan desamparado así.
—Hola
—le contesto a su babosería—, pero no estoy solo ni desamparado. Solo estoy intoxicado
y, que yo sepa, eso no es enfermedad grave.
—¿Qué
dices? Cuando te intoxicas, tienes la sangre envenenada. Además, se te hincha
todo por dentro, se cierra la garganta y no puedes respirar. En una novela que
leí, la protagonista se muere asfixiada.
Vaya,
vaya. A esta bruja nada más le falta la escoba, pero yo sé cómo hacerla rabiar.
—Mariela,
no me había fijado, ¿se te está cayendo el pelo? Cualquiera diría que el tinte
ese te hace daño. ¿Por eso te pelaste así, tan corto?
Se
pone roja como un tomate. Di en el blanco, pero se hace la desentendida.
—¡Qué
cosas tienes! —se levanta el pelo con la mano—. Este corte es el último grito
en Europa. Así lo están usando las modelos.
—Es
una pena que no estemos en Europa, porque aquí se ve raro.
Antes
de que responda abro la boca como un rinoceronte y no tapo el bostezo, con toda
intención.
—¡Niño!
Nunca te había visto tan mal educado —dice y hace una mueca ridícula.
—Discúlpame,
pero me inyectaron y tengo mucho sueño. Los ojos se me cierran.
El
mensaje le llega.
—Está
bien, me voy. Si al final, vine a hacerte compañía y mira con lo que sales.
Da media vuelta y
me libro de ella. Al poco rato oigo el ding
dong del silencio y poco a poco se acaban
los ruidos. La enfermera viene a apagar la luz y me da las buenas noches pero,
por si acaso, me hago el dormido. Luego siento que ella sale y me levanto a
espiarla. Oigo su taconeo por el pasillo aéreo hasta el edificio docente. Eso
quiere decir que va a la Secretaría. ¿Quién será el profesor de guardia hoy? Es
martes, así que es Carlos, el matemático. Es buena gente, habría que ver cómo
es si lo coge a uno fuera de la escuela. Lo malo es que yo salga y la seño
venga a dormir y cierre la puerta. Total, voy a arriesgarme. Ir allá es la
única forma de encontrarme con ella. Con Luna Triste.
Me levanto y voy
hasta la puerta, pero parece que me demoré mucho porque cuando voy a salir,
alguien gira el picaporte. No me da tiempo a regresar a la cama. La enfermera
me sorprende.
—¡Eh! Cuando
fui a verte estabas durmiendo. ¿Te sientes mal?
Qué
mala suerte. Invento al instante.
—No,
seño. Tengo sed.
En el
vaso de agua se ahoga mi esperanza de verla esta noche.
He llegado hasta
la puerta del encuentro y no veo ninguna hoja en la argolla del candado, así
que no ha venido. Corto una ramita y la cuelgo, por si viene. Hoy no podré
estar mucho tiempo aquí. Ya el otro día cuando entraba al albergue me vio Marta
y le inventé que no podía dormir y había salido al pasillo a coger un poco de
fresco. Me miró con ojos de no creerme, pero como Estela, Rebeca y yo somos las
lechuzas del albergue, no llegó a contradecirme.
Pienso en él. De
verdad es incómodo no poder pensar en él con un nombre, pero es mejor así. Por
otra parte, no me gustaría que empezara a andar detrás de mí en la escuela. En
primer lugar por Juan Carlos, que siempre está conmigo, y aunque no se atreve a
decírmelo, sé que le gusto. No quiero que se aleje por cualquier gracioso de
esos de doce, que al final, se buscan una novia cada semana. Además de ser mi
compañero en el ping-pong. Es curioso. Siempre el deporte que me ha gustado es
el voli, pero desde que él me enseñó a jugar, podemos estar horas jugando y no
me aburro. ¿Cuál deporte le gustará a mi Merlín? Esa es otra de mis historias
favoritas. A veces me fascino con los personajes y es como si me enamorara,
solo que en este caso es diferente, porque se supondría que otros, como Arturo,
me llamaran más la atención. No es así y yo sé por qué. Merlín es más
inteligente, seguro de sí, y yo tengo debilidad por los muchachos inteligentes.
Eso me impresionó de mi Merlín nocturno, su inteligencia. Habría que saber si
la usa para bien. En mi caso, pudiera utilizarla para hacerme caer en la trampa
de ser su novia y burlarse de mí. Gilberto dice que yo estoy loca. Me siento
junto a él en el aula para controlarlo,
porque se la pasa escapándose de las clases. También se duerme a cada rato y yo
lo pellizco. A veces se me va la mano y lo araño. Es tan bueno, que nada más se
ríe y me enseña las marcas: «Eres una fiera, ¿lo sabías?» Pero de ahí no pasa.
Claro, también tiene su venganza. Cuando me entretengo viene por detrás y me
hinca los dedos, a la vez, en los dos lados de la cintura y salto, porque me
hace cosquillas, mientras él grita: «El salto del ángel.» Sinvergüenza que es.
De pronto
reacciono. ¿Cuánto tiempo llevaré aquí? Creo que es muy tarde y no va a venir.
Mejor me voy para el dormitorio. Ya me extrañaba a mí que se prestara para este
juego. Estaba ilusionada pensando que sí vendría. ¡Qué boba soy!
Regreso despacio.
Todavía queda alguna esperanza y creo que voy a verlo venir. Me espera una
sorpresa. Cuando estoy subiendo las escaleras alguien me llama.
—¡Alumna!
Me
quedo helada. Es la voz de un profesor, debe ser el de guardia.
—Dígame
—alcanzo a contestar, muerta de miedo, mientras vuelvo la vista. Es un profesor
de mi grado. El matemático. Tiene la cara bastante seria.
—¿Puede
explicar qué hace a estas horas fuera del dormitorio?
Él
está en los bajos de la escalera y yo estoy más arriba, justo en el descanso
del segundo piso. Le respondo con una voz de muerta que ni yo misma me
reconozco. Él, por supuesto, no me oye.
—¿Qué
dice? Hable más alto, por favor.
—Que
tengo mareos y salí a coger aire. Me siento muy mal —repito, ya con gran
esfuerzo y sintiendo mareos de verdad, pensando en la comisión disciplinaria,
en mi mamá, en…
Empiezo
a ver sombras y me siento caer. Abro los ojos y lo primero que veo es la cara
del profe que trata de levantarme del piso, asustado.
—Pero
si se sentía tan mal, ¿por qué no fue a la enfermería, o a buscar al profesor
de guardia? ¿Se imagina que le hubiera pasado estando sola, aquí en la
escalera?
Todavía
no entiendo bien qué ha pasado y pregunto:
—¿Qué
me ha pasado?
—Se
desmayó —responde él, recuperándose del susto—. Por suerte estaba yo aquí.
¿Puede caminar?
Respondo
que sí con la cabeza, sin hablar. ¡Mi madre! Tremendo espectáculo. Así que
desmayo y todo. El profe me aguanta por un brazo, parece que todavía teme que
vuelva a caerme.
—Vamos
a buscar a la enfermera.
Llegamos
a la enfermería, que está a oscuras y él toca suave, llamando a la seño por su
nombre. Ella se demora en salir. Se ve que acabamos de despertarla. Me toca la
frente y busca el equipo para tomarme la presión.
—Tienes
la presión muy baja.
Busca
una tableta y me la trae con un vaso de agua. Yo, por si acaso, ni hablo.
—¿No
fuiste tú quien estuvo aquí anoche porque no duermes bien?
—Yo
duermo bien, pero demoro en dormirme —le respondo.
—Debe ser
falta de sueño, profe —le dice la enfermera, dirigiéndose a él—. De todas
formas, sería mejor que se quedara aquí ahora.
Me
entra pánico. Esto me huele a hospital.
—No,
seño, si ya me siento mejor.
El
profesor me mira, indeciso.
—¿Seguro
te sientes bien? —pregunta.
—Sí,
ya me siento bien.
—¿Usted
la puede acompañar al dormitorio? —pregunta entonces a la enfermera.
—Claro,
yo la acompaño.
Por
suerte, nadie se despierta cuando entro al dormitorio y me acuesto en silencio.
No voy a poder salir en unas cuantas noches. Hoy es martes, así que debo
recordar el día de guardia del profesor Carlos para no arriesgarme a salir de
nuevo otro martes. La situación se enreda y debo tener cuidado. Hoy estuve
cerca del desastre. No sé qué me daría a tomar la enfermera, pero ahora tengo
sueño. Ni siquiera me quito el pantalón de la piyama, para no hacer ruido. Miro
por la ventana abierta hacia fuera y en la distancia no logro ver la caseta de
las herramientas. ¡Qué bueno! De noche, la oscuridad no deja ver hacia allá.
—Oye,
¿por qué la enfermera te trajo? —me dice una voz.
¡Vaya!,
resulta que sí había alguien despierta. Bajo los efectos del medicamento no
identifico la voz y trato de levantarme, pero nada más levanto la mitad del
cuerpo y vuelvo a caer en la cama, como un saco de papas.
—¡Mi
madre! Si estás que no puedes levantarte, mi ángel —ahora, con ese mi ángel,
reconozco a Estela; debí imaginar que se despertaría.
—Me
sentí muy mal, Este. Creo que era la presión baja, por lo menos eso dijo la
enfermera —le explico.
Ella
murmura, como hace siempre, y solo alcanzo a entender que pelea porque no la
llamé para ir a la enfermería. ¡Si supiera dónde estaba yo! Pero no se lo digo.
Sería peor y, además, me vigilaría. Prefiero callar aunque me duele tener
secretos con ella.
—¿Cómo
te sientes ahora? —pregunta preocupada.
—No
sé. Me pesan los párpados y estoy muy débil.
—¿Tomaste
algo?
—Sí,
una pastilla que me dio la seño —respondo.
—Y tú
como siempre, ni preguntas. Pueden envenenarte y ni te das por enterada. Bien
pudieras saber al menos qué tomaste.
—Estela,
me sentía tan mal que no se me ocurrió preguntar. Y no exageres, que la
enfermera no va a envenenarme.
—¡Ay,
chica! Es una forma de hablar, claro que no va a hacerte daño, pero pudiera. ¿Y
si es un medicamento que provoca reacción?
—Oye,
no soy alérgica. Tengo tremenda salud, y tú lo sabes.
—Está
bien, duérmete. Me voy a quedar un rato aquí hasta que te duermas.
La conciencia me
remuerde por ocultar mi salida, pero no tengo otro remedio. De todas maneras,
no tiene por qué enterarse. El profe ese no es de confianza y tampoco es del
grupo nuestro. Pero me tortura que yo le esconda cosas y ella venga así,
preocupada, a cuidarme. Es de madrugada y se recuesta al ventanal, pues no hay
sillas aquí, a velar mi sueño. En unos instantes, mientras siento que estoy
durmiéndome, oigo el chasquido que hacen sus uñas. Sin saber por qué la manía
de Estela de frotar sus uñas, largas y curvas como las de las brujas, es para
mí como el sonido de una canción de cuna y me rindo al sueño, llena de paz.
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