Ilustración de cubierta de Iranidis Fundora |
Marilú tenía tijeras de verdad y empezó a recortar una casa: dos
paredes, el techo, la puerta. No se veía bien todavía; le faltaba algo. ¡Claro
que sí! Las ventanas. Pero esos huequitos no se recortaban así de fácil.
Primero un pinchazo y luego ir recortando con la punta... cuidado... así mismo.
Marilú miró a
un rayo del sol que subía y bajaba por los cristales y el tornasol le recordó
que necesitaba también color para su casa. Sacó entonces unos pedazos de papel
en colores y recortó dos cuadrados pequeños que pegó después.
Ahora se veía
bien. Siguió recortando casas, edificios, flores, árboles, un sol redondo.
—Puedo construir una ciudad yo sola—pensó.
Fue
recortando y terminó una calle de arriba abajo. Tenía escuela, mercado y su
parque. Quiso hacer algo importante y hermoso. ¿Cómo se le ocurrió precisamente
eso? Ni yo misma sé.
Lo cierto es
que recortó un teatro; de títeres, por supuesto.
Encima de la
cortinilla decía: Teatro de los Amigos. Después llegó el momento de
recortar las marionetas. La primera fue una niña, pelinegra como ella, luego una
rana, tres mariposas y toda una familia de gatos.
Necesitaba el
titiritero y lo recortó. Tenía un aire desgarbado, algo de espantapájaros
(¿sería el sombrero?). Le pegó un corazón rojo en el que cabía mucho amor. Sólo
eso bastaba para que fuera buen titiritero.
Fue poblando
la calle de personas grandes y chicas. En el parque se podía ver un grupo de
niños haciendo la ronda tomados de las manos y en el banco más alejado, debajo
de un framboyán florecido, había un niño sentado. Estaba solo y su mirada se perdía
a lo lejos, como si no le importara cuanto pasaba a su alrededor. Después de
recortado le pareció raro a Marilú. Luego recortó un paseo largo que se
convertía en malecón. Y hasta puso una tina plástica llena de agua, en forma de
trébol, que lo mismo podía ser una playa que una bahía.
—Podría traer veleros, canoas, hasta organizar regatas y exhibiciones.
Contemplando
la ciudad pensó que podía hacer más calles, cines, heladerías, una plaza grande
y más.
Pero, no. Era
muy tarde. Guardó todo en una caja de cartón y fue a dormir.
Mientras la
niña dormía, comenzaron a levantarse. A través de la ventana de la
escuela podía verse a los niños en las aulas. Aquella maestra escribiendo en la
pizarra (¿También las tizas serán recortadas?).
La gente
caminaba por las calles, iba al mercado, y en el teatro de títeres ensayaban
las marionetas una obra con el título La rana que aprendió a volar como
las mariposas.
El parque
parece desierto. ¿No hay alguien allí sentado? El niño debajo del framboyán.
Sigue solo y no fue a la escuela. Algo no anda bien. La soledad a veces no es
buena porque el solitario acaba por pensar sólo en sí mismo. Justo enfrente del
parque estaba el teatro.
Salió el
titiritero a tomar aire fresco durante un receso del ensayo y vio al solitario.
—¡Eh!—gritó desde la puerta—¿Quiere venir un rato a ver el ensayo,
amigo?
El niño frunció las cejas y se hizo el sordo. Titiritero insistió.
—Ven, serás bienvenido y así no te aburrirás. Podrás ver a los actores
antes del estreno—le propuso.
El niño se
viró de espaldas y al otro no le quedó más remedio que volver junto a las
marionetas para continuar su trabajo.
—¡Idiota!—pensó el niño del framboyán—Como si la gente para distraerse
tuviera que estar mirando a esos estúpidos muñecos.
Y siguió
mirando al horizonte como si fuera la cosa más importante del mundo. Pero
Titiritero no se rendía así de fácil y casi sorprendió al niño cuando le habló
por boca de la rana verde, detrás del oído.
—¿Quisieras venir a conocer mi charca?—croó amablemente Ranavé.
El niño se
volvió bruscamente.
—¡No quiero saber nada de ustedes!—gritó furioso—Quiero que me dejen
tranquilo.
Titiritero y
la rana se quedaron pasmados, y más cuando lo vieron taparse los oídos.
Regresaron al teatro, arrastrando con ellos el asombro enorme de conocer a un
niño que no quería escuchar a los títeres.
Amaneció. Las
calles se quedaron quietas y silenciosas. Cuando Marilú llegó, la calma era
dueña de todos los rincones.
—Ahora recortaré más flores para el parque y la heladería. Y podrán ir
a tomar helado cuando terminen las clases. Mañana traeré dos centinelas, para
que no puedan entrar las polillas y destruir la ciudad, así habló
Marilú y hubo alguien que escuchó sus palabras.
Ese día
recortó también un hospital, la biblioteca y dos jugueterías. Llegó la noche.
Ella dejó la ciudad alumbrada con sus faroles chinos a lo largo del paseo y el
malecón.
Otra vez se
animó la ciudad; se apagaron los faroles y se vio brillar en lo alto un
amarillo sol que tenía la edad de la primera casa.
Sólo falta
una figura. Allí, en el banco del parque bajo el framboyán, no está el niño.
Está subiendo la pared de la caja y ahora empuja la tapa hacia arriba. ¿Adónde
irá?
Subió hasta
el librero y caminó por su borde hasta el final. Comenzó a caminar entre los
libros del estante hasta encontrar la casa de las polillas. Era un
libro viejísimo, con las hojas arrugadas por los años.
No sé cómo se
presentó ni qué les dijo para convencerlos. Los malos tienen su propio lenguaje
para comunicarse entre ellos.
Cuando el
muchacho hizo el camino de vuelta iba acompañado por una columna de polillas.
Subieron a la caja y entraron en la ciudad por el lado del parque, desierto a
esa hora temprana, comenzando por engullir árboles y flores. En ese momento, el
farolero echaba migajas de pan a los gorriones que acudían a la fuente. Notó
que algo raro pasaba porque veía como los árboles eran derribados, y
desaparecían.
—¡Peligro!—gritó lo más fuerte que pudo con su voz de papel—¡Todos
alerta, un ataque!
Enseguida
salió el carnicero de su tienda, seguido por algunos clientes y fue dándose la
voz de alarma.
Titiritero y
las marionetas se asomaron a la puerta del teatro. Comprendieron enseguida cuál
era el peligro y salieron en busca de los demás habitantes. Se encontraron
frente al mercado de la ciudad.
—¡Amigos! Debemos ir a los lugares principales y rodearlos para que no
pasen esas polillas. Hay que ganar tiempo—. Se adelantó una enfermera y les
dijo:
—Podemos traer jeringuillas del hospital y echarles agua en los ojos
cuando intenten atravesar la barrera.
—¿Agua?—se preguntó el titiritero—. Pues, claro que agua. Lo que
necesitamos es traer el agua del mar hasta las calles. Así podríamos ahogarlas,
si intentan cruzar.
Empezaron a
hablar, uno después de otro. No tenían con qué hacer una tubería para traer
agua. El farolero les explicó:
—Los postes de los faroles son plásticos. Y están huecos por dentro.
Enseguida se
dirigieron al paseo para desarmar las farolas y construir una especie de
acueducto para llevar el agua hasta las calles. Cuando terminaron comenzó a
inundarse la ciudad. Muchos habitantes cayeron al suelo y fueron empapados
completamente. Pero las polillas se quedaron aisladas en el parque donde
devoraron bancos, hierbas, y todo lo que encontraron.
Al despertar,
Marilú fue a contemplar la ciudad y se quedó asombrada. Todo estaba lleno de
agua y nada quedaba en el parque. Pensó que no había sido buena la idea de que
la ciudad estuviera cerca del mar pero luego descubrió la tubería, y supuso que
algo verdaderamente grave había ocurrido.
—Deben ser las polillas. Ya lo dice abuela: donde hay papel primero,
llegan las polillas después, si no se tiene cuidado. Ellos tuvieron que
enfrentarlas solos, fueron muy valientes. Tendré que arreglarlo.
En la
tranquilidad de la noche, las lindas calles se alumbran con sus faroles,
cansadas de estar así derechas y desiertas. Sí, porque hoy se estrena la obra y
todos los habitantes quieren ver la función. Bueno, todos no. El niño aquel, el
del banco bajo el framboyán, desapareció. Es que las polillas estaban en el
parque y él también era todo de papel.
Después habrá
que seguir contando los sucesos de la ciudad. Ahora no, porque voy al teatro.
¡Por nada del mundo perdería esa función!
No hay comentarios:
Publicar un comentario