Después que Peruso deja a un lado su carrera de actor
se reanudan las salidas nocturnas.
Ahora van a sentarse a la cancha de baloncesto de la secundaria y en eso viene
Lazarito con una de sus caras serias, igual a la que pone cuando llega al cine
y ve en la taquilla el letrero “Todas las entradas vendidas”.
¿Qué le pasa ahora? Lo
mismo. No se le han quitado las ganas de tener un perro en la casa. “¡Y dale
con el perro!”, diría su madre. Peruso, que de todo hace una teoría,
razona que las personas cuando crecen, se ponen difíciles. Da lo mismo si es la
madre, el padre, los tíos o los vecinos. Nadie entiende los gustos de uno.
—Ahora estoy pensando –dice
Raulín– que, a lo mejor, nosotros crecemos y después somos como ellos.
—Eso sería malísimo—opina
Diana.
—Entonces hay que buscar la
forma de no crecer—termina por decir Peruso—. A partir de mañana
empezamos.
Primero revisan en la
biblioteca. En un libro encuentran un dato curioso: los chinos acostumbraban
poner a las niñas unos zapatos de madera ajustados para que, aunque fueran
creciendo, el pie no les aumentara de tamaño. Así podían lucir un pie pequeño
cuando fueran mayores. Eso también pudiera hacerse con el cuerpo, piensan.
Peruso se propone para hacer la prueba.
—Vamos a buscar un
carpintero que fabrique una caja de madera para encerrarme.
Dianamari estuvo en contra,
“eso va a ser una tortura”, dice.
—Tortura va a ser cuando el
día de mañana Peruso se parezca a la madre de Lazarito y no entienda que su
hijo quiere tener un perro, aunque sea prestado.
Salen a buscar un
carpintero, sin pensar dónde pondrán la caja, ni cómo se las arreglará Peruso
para no estar en su casa sin ir a la escuela. Hablando por el camino acuerdan
esperar las vacaciones. Faltan solo dos semanas. Leonel está celoso.
—Ahora Peruso va ser famoso.
Como Drácula, el vampiro que dormía en una caja, o como las momias esas de las
películas.
Se las arreglan y, cuando
llega el momento, Peruso prepara un viaje para casa de su tía en Limonar, se va
para el garaje del padre de Raulín y allí lo ayudan a entrar en la caja. En la
tapa abren huequitos para que respire.
Como no se puede abrir la
tapa, únicamente puede tomar líquidos con un absorbente. Esto es bastante
difícil, porque los muchachos tienen que traerle jugos, batidos, yogur, leche y
refrescos.
A la semana se forma
tremendo alboroto. La tía de Limonar vino a hacerle la visita a la mamá de
Peruso. Esto sí es tremendo, cuando la madre empieza a preguntar por su hijo y
la otra a responder que no sabe dónde está, que a su casa no ha ido. Enseguida
llaman a la policía. Viene un patrullero y también los criminalistas. Después
traen los perros para seguir el rastro.
Dianamari está de lo más
nerviosa. Milagros, la más chismosa del edificio anda contando historias por el
mercado.
—Dicen que fue un secuestro.
Piensan que sea una banda de ladrones.
¡Figúrense! Como a ese niño
lo dejan andar solo por ahí... a saber si lo encuentran con vida —y termina
diciendo—; la verdad que él es de lo más raro.
Los muchachos van a hablar
con Peruso.
—Peru, tienes que salir de
la caja, se ha formado un enredo grandísimo— se atreve a decir Osvaldo.
Le cuentan todo, porque al
principio pensaron que las cosas se arreglarían sin tener que descubrirse.
Susto es el que pasan después. Peruso no sale de la caja. ¡Ha engordado allí
encerrado! Tienen que buscar al carpintero y pedirle que guarde el secreto.
A Peruso le parece que el
serrucho pasa por encima de él en vez de cortar la madera.
Al fin consigue salir y va
para su casa, seguido por el grupo. La abuela de Peruso, que está en la casa
también, se desmaya. La tía decide quedarse dos o tres días más.
Peruso inventa otro cuento,
porque dentro de la caja ha podido pensar.
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