(Tomado de rinconabstracto.com) |
Fui con
mi mochila para la terminal de trenes. No entendí bien lo que me explicó el
hombre de al lado sobre el viaje por el Circuito Sur. Al final supe que, por
aquella razón, el tren demoraría doce horas en llegar a Limonar.
Traté de
acomodarme cuando subí al tren y dormir un rato, para que el tiempo pasara más
rápido. Estuve mirando por la ventanilla hasta que, no sé cuándo, me quedé
dormido.
Eso de que los trenes paran lentamente
no es verdad. Aquel tren dio tremendo frenazo de pronto y yo me desperté,
volando por encima de los asientos y caí arriba de una señora que daba gritos
sin parar. Cuando pude levantarme, miré por la ventanilla. El tren se había
parado en medio de un puente de hierro y se veía, allá abajo, el hilo de agua
de un río, pero como estábamos tan lejos, casi ni se distinguía.
Lo más
curioso es que, de pronto, las personas parecían hipnotizadas. Las que primero
gritaban, se quedaron calladas y todas, óiganme bien; todas, permanecieron
sentadas como si fueran robots.
Parece que
estaban bajo los efectos de un hechizo, como ese de la bella durmiente,
paralizados con los ojos abiertos.
Fui hasta la
puerta del vagón y bajé del tren. Caminé sobre las traviesas hasta llegar a la
locomotora. El maquinista y su ayudante estaban igual que los pasajeros. Seguí
caminando hacia el final del puente y en el crucero, (porque había un cruce
después, con una carretera) me encontré un guardavía. “¿Tú venías en ese
tren?”, me preguntó, dándole una chupada al cabo de tabaco que tenía en la mano
derecha.
Al
responderle yo, él suspiró y me dijo: “Eres muy afortunado. El tiempo no pudo
apresarte en el puente del casi”. Me asombré al oír aquello, pero más cuando me
explicó que las únicas personas que no caían bajo el hechizo eran las que
estaban justo en el medio de la balanza. Según él, yo casi era gordo y casi era
flaco, casi tenía el pelo largo y casi tenía el pelo corto, casi estaba
despierto y casi estaba soñando...total, que yo soy casi yo. El viejo entró en
la caseta un minuto y como no lo veía salir, me asomé. La caseta estaba vacía y
un enorme gato barcino estaba encima de la única mesita y con la pata
derecha se llevaba a la boca un cabo de tabaco y despedía luego una nube de
humo.
Salí
corriendo de allí y, como a la media hora, me encontré con un tractorista que
me llevó al pueblo de Jagüey Grande. No le hice ningún comentario, porque iba a
pensar que yo estaba loco. Y después vine para acá en lo que pude encontrar,
por tramos. Eso es todo.”
Termina de
hablar Peruso y ve en la cara de su mamá una sonrisa. Ella le pide que se dé un
buen baño y duerma. Después fue al cuarto para que él le contara la historia
verdadera.
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