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Encima del
escaparate de la abuela de Paco, como un tallo plateado, se alzaba la corneta
del tatarabuelo mambí. Muchas veces había querido cogerla pero no alcanzaba, ni
siquiera subido en una silla. Tratar de tumbarla tampoco; podría romperse y su
abuela decía que era una reliquia de familia. Eso de reliquia tenía un sonido
parecido al de tiempo y para él, lo relacionado con el tiempo casi siempre era
misterioso. Prefería la aventura de escuchar cada noche historias de batallas
mambisas en las cuales peleara el abuelo corneta. Le gustaba oír contar la
ocurrida en el ingenio que se llamaba Teresa, como su abuela. No, era ella
quien tenía el nombre de ese lugar porque su abuelito quiso llamarla así. La
voz de abuela era suave como las plumas cuando recordaba eso.
Sentado en el
suelo colocó ante él las torres de
plastilina en colores. ¿Qué haría con ellas? No serían muñecos chapuceros como
hacía Julio: una bolita por cabeza, ¿andaría también a caballo?
Cuando todos
pensaban que se había dormido, Paco estaba detrás de la cortina mirando un
programa de televisión. El hombre que hablaba, el de la corbata, decía algo
sobre una batalla y el tiempo: sí, eso mismo, un mal tiempo. Se quedó callado
viendo el combate. Los españoles nada más tenían escopetas. Había un mulato
fuerte, de bigote, que parecía jefe, pero seguro el jefe de todos era el
viejecito de la barbita blanca, eso se veía, y ¡cómo peleaba!
Al acostarse
tenía tanto enredo en su cabeza que le parecía un campo repleto de caballos,
así como el cielo está lleno de estrellas en una noche clara. Por eso pensó en ir a hablar con Lagar al día
siguiente.
El lagarto verdeazul vivía en el patio y tenía mil años. Mil son muchísimos
años. Asomó su cabeza en cuanto Paco lo llamó con un silbido. Enseguida se pusieron a secretear.
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—Lagar, si tú tienes
mil años, ¿puedes acordarte de algo que pasó hace cien? Yo sé contar hasta el
diez. ¿Cuánto es más, mil o cien?
El otro se subió
los espejuelos con su pata delantera izquierda porque era zurdo.
—Depende. Si tú
combinas mil con cien y se lo restas al cuadrado de mil cien entonces...
—...entonces?—repitió
Paco, intrigado.
—¡Ay, no! Ahora
no tengo cabeza para los números—terminó por decir Lagar.
—Está bien. Yo
tampoco tengo cabeza para tus enredos, Lagar.
—Y no me digas
Lagar—refunfuñó el otro—. Parece lagartija. Dime Garto. Al fin y al cabo es más
distinguido para un matemático con mil años en su cola.
Paco arrugó la
frente. ¿Qué tendrían de malo las lagartijas? No había manera de entenderse con
este lagarto.
—Entonces ayúdame
a pensar cómo subirme al escaparate de abuela. ¿Subirías tú?—le preguntó.
—¿Yo?—el lagarto
estaba indignado—. A mi edad no puedo hacer esos disparates. Allí, junto al
muro, hay una escalera. Adiós.
Durante ese día
Paco estuvo trabajando con la plastilina. Empezó por hacer la tropa española.
Luego comenzó a disfrutar moldeando la caballería mambisa. Demoró en terminarla
y los caballos no alcanzarían para todos. Algunos tendrían que ir a pie. Los
caballos españoles habían salido más gordos pero Paco se dijo que en la manigua
no siempre comían bien ni los hombres ni los caballos. Con un lápiz marcó los
ojos, bocas, orejas. Pasó un peine fino por sus lomos y resultó una pelambre
hermosa.
En una esquina
del cuarto alineó los soldados españoles y buscó gajos de adelfas en el jardín
para hacer el cañaveral. A los mambises los puso más lejos, cerca del ingenio
Teresa, de plastilina azul con una chimenea. Hasta buscó el tren de cinco
vagones con la línea de ferrocarril.
—Me parece que
debe haber alguien para avisar a los mambises cuando vengan los malos.
Sólo quedaba
plastilina verde para hacer los hombres que irían delante de los cubanos a
revisar el camino.
—Es bueno que
sean verdes. Así se confundirán con las cañas—dijo en voz alta—.Ya está todo
preparado. Sólo falta el abuelo de mi
abuela, digo, el corneta.
Aprovechando que
era de noche salió al patio a buscar al lagarto.
—¡Garto!—llamó
junto al agujero.
—¡Loco de remate!
¿Para qué me llamas a esta hora?—contestó, sacando la cabeza con espejuelos.
—¿Cómo podré
llevarme la escalera mañana?—el tono de la pregunta era muy amable.
—Con una soga.
Déjame dormir.
Paco no se
preocupó en absoluto. Su amigo verdeazul no iba a estar bravo siempre. Regresó
a la casa y apenas pudo cerrar los ojos.
Bien temprano
empezó a buscar una soga y no le quedó otro remedio que coger la tendedera.
Fue, le silbó al lagarto, pero éste ni se asomó. Llegó hasta el muro y vio la
escalera. No era tan grande. Dos lados con escalones y arriba en la punta, una
tabla ancha. Con cuidado la fue moviendo. De pronto, cayó al suelo, haciendo un
ruido terrible. Enseguida lo oyó su abuela.
—¡Paco! ¿Qué
estás haciendo?—preguntó desde la cocina.
—Arreglando unas
tablas—voceó el nieto—. Quiero hacer un puente.
—No hagas
travesuras, voy a salir un momento—y agregó después—. No vayas a desviar ningún
río.
Ahora sí no podía
demorarse. El camino estaba libre. Enrolló la soga a las patas de la escalera y
fue arrastrándola hasta el cuarto de la abuela. Pudo levantarla con trabajo y
subió hasta lo último para coger la corneta. ¡Por fin!
Corrió al patio
y, sin llamar al lagarto, dijo al lado del agujero-puerta:
—Lagartija vieja
y gruñona, te vas a perder una pelea como no has visto igual en mil años.
Regresó al cuarto
y se dio cuenta por qué no había hecho a su tatarabuelo. Cogió la corneta para
tocar pero en eso escuchó una voz que le decía:
—Los españoles
formaron un cuadrado: en el medio la infantería y por los costados, la
caballería.
Paco miró a la
corneta. De allí salía esa voz.
—¿Qué cosa es
infantería?—preguntó extrañado el niño.
La corneta se
echó a reír y luego contestó:
—Infantería es el
grupo de soldados que va al combate sin caballos. Cuando van montados a
caballo, es caballería—explicó la otra.
Paco hizo una
mueca. Le molestó el tono de sabelotodo de la corneta.
—¡Bah! Ni que lo
supieras todo. Eres una corneta nada más. Mi abuela sabe más que tú.
La corneta
replicó, ofendida:
—Recuerda que yo
estuve en esa pelea. Faltan algunos detalles pero voy a ayudarte. Tengo muy
buena memoria.
No conforme
todavía, Paco empezó a organizar las tropas.
Después sopló un poco la corneta. Lo que se escuchó no era un acorde
conocido pero hizo el efecto de una señal.
Vio como las
hojas se movían, agitadas como por un aire invisible y los caballos
caracoleaban. Dos hombres verdes se adelantaron en el cañaveral y regresaron
apurados a hablar con el jefe más viejo y otro mambí salió con un mensaje para
el mulato grande, quien vino a conversar con él. El de la barbita se quedó y el
amigo salió con muchos hombres para ir al encuentro de los españoles. Pero,
¿qué ocurre? Los cubanos llegan ante una zanja que algún tiempo atrás Paco
mismo abrió para hacer un hormiguero. Eso los hace perder tiempo: deben dar la
vuelta. Espoleando a su caballo blanco, el Viejo se vuelve hacia Paco:
—"¡Corneta,
toque a degüello!"—y carga al machete.
Sin saber cómo,
Paco está tocando a degüello con la corneta de su tatarabuelo. El jefe viejo y
sus hombres rompieron el cuadrado español como si fuera un remolino. Otra
columna se acerca y la tropa del mulato la enfrenta.
—Pero, ¿de dónde
salieron tantos españoles?—se pregunta Paco.
Ahora el jefe
viejo va contra los soldados del ferrocarril. Todos saltan del tren y corren a
refugiarse en el ingenio Teresa.
Los mambises
queman el tren. La batalla ha sido rápida, en quince minutos por lo menos. El
cuarto se llena de humo y ahí mismo llega la abuela.
—¡Fuego, fuego! Paco, ¿dónde estás?—gritó asustada.
—Aquí, abuela. No
pasa nada.
Abuela Teresa
entra al cuarto. Ve el tren plástico todo negro de la quemazón y empieza a
hablar sin parar.
—Niño, ya te he
dicho que no juegues con fósforos. Un día vas a quemar la casa. Hoy no sales
del cuarto.
Paco no contesta.
Ahora ve a Lagar en un rincón, sorprendido y hablando bajo.
—No me acordaba
de eso. Yo estaba cerca del tren y se me chamuscó la cola—le enseñó a Paco el
pedazo chamuscado—. Menos mal que me quedó algo.
La abuela habló
más alto.
—¿No me oyes,
Paco? Te quedas aquí. De todas formas, —miró las nubes oscuras que pasaban
volando cerca de la ventana— no podrás salir al patio. Habrá mal tiempo.
—¿Cómo que Mal
Tiempo, abuela?—preguntó el niño y le susurró a Lagar: —¡Si los mambises
ganaron!
Y los dos amigos
empezaron a reírse.
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