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Estoy sentado en
este banco y no puedo quitarme de la mente a esa muchacha. Ha pasado todo el
día y no hemos tenido noticias de ella. La enfermera que está de guardia no fue
a la caminata. Para colmo cuando llegamos aquí los teléfonos estaban sin
corriente. Por ahí viene la amiga. Me pongo de pie y voy a su encuentro.
—Hola —le digo, porque no sé su
nombre—. ¿Sabes algo de tu amiga?
—No. Hace un rato fui a hablar
con el director y me dijo que la profe Luisa y la secretaria fueron al
hospital. ¿Por qué no les dijiste que me dejaran ir con ella? Nosotros llegamos
enseguida.
—Es
que la doctora me dijo que no podían acompañarla. Yo mismo hubiera ido.
—¿Por
qué tú? Ni la conoces apenas.
—Pero es una compañera de la
escuela, no, y yo fui quien la auxilió. Me asusté mucho, no sé cómo se cayó.
Ella me mira y no sé por qué, me
parece que hay un brillo pícaro, burlón, en sus ojos.
—Sí, últimamente eres su
fantasma. Casi siempre estás cerca de ella.
—Ha
sido por casualidad —replico yo.
—En
esta vida nada es casualidad, muchacho —me dice con tono de filósofa y asocio
su forma de hablar con alguien, de manera vaga; no puedo precisar con quién.
—Es que bajamos juntas con
Gilberto y a ella se le enredó un pie en la yerba y resbaló. En vez de
arrastrarnos a nosotros, soltó la mano de Gilberto.
Respiro hondo. No se me quita la
sensación extraña dentro del pecho.
—¿No habrá que avisar a sus
padres? —le pregunto, pensando en los míos y cómo estarían si a mí me sucediera
algo así.
Veo que ella va a responder y se
calla, como si lo pensara mejor. Después se sienta en el banco, al lado mío.
—Yo también pensé en eso, pero
será mejor hacerlo cuando haya qué decir. Hasta ahora solo sabemos que se cayó
y perdió el conocimiento. ¿Te imaginas cómo se sentirían?
Me lo imagino. Es curioso. Estoy
aquí sentado, angustiado por la vida de esa muchacha y ni siquiera sé su
nombre.
—¿Vas a esperar conmigo las
noticias? —pregunta la amiga.
—Si no te molesta, sí —le
respondo—. ¿Por qué lo preguntas?
Ella mueve las manos y hace
chasquear sus uñas.
—Por si no tienes otra cosa que
hacer… ahora por la noche —cuando dice esto último levanta una ceja y me mira
fijo a los ojos como si pudiera entrar y ver lo que hay detrás de ellos—. ¿No
es raro que te preocupes por alguien de quien no sabes ni el nombre?
Lo último me sorprende. Es como
si hubiera leído mis pensamientos.
—Tienes razón, es raro. No sé por
qué me angustia tanto si no la conozco. No tengo explicación para eso. Siento
que algo me une a ella. Ahora por la noche no tengo otra cosa que hacer.
Ella sonríe.
—Eso quiere decir que más tarde
sí. Podemos empezar por presentarnos. Soy Estela, ¿cuál es tu nombre?
—Mi nombre es Hermes, mucho gusto
—le respondo y aprovecho para hacer otra pregunta—. ¿Cómo se llama tu amiga?
Me mira largamente antes de
responder y hace una pregunta que no viene al caso:
—¿Quieres saber su nombre real,
Hermes, mensajero de los dioses?
Como yo respondo afirmativamente,
al fin lo dice.
—Helena. Mi amiga se llama Helena
con hache, como la de Troya. Bueno, como la raptada por Paris, porque no era
troyana, sino griega.
—¿También podría desatar una
guerra? —pregunto yo, tratando de hacer un chiste. Ella me mira pensativa y
responde:
—¿Sabes? Si entendemos la guerra
como un conflicto entre dos bien que pudiera ser, sí, aunque aquella Helena
solo fue un pretexto: esa de Troya nunca fue su guerra.
Resulta que la amiga de Helena es
muy especial y filósofa. De nuevo trato de recordar quién me ha hablado de
alguien parecido, pero estoy bloqueado emocionalmente por lo que ha pasado. Oímos
detrás de nosotros una voz:
—¿Hay alguna noticia de Helena?
Es el físico, que está parado en
medio del cantero por detrás del banco, como una aparición.
—¡Niño!, tremendo susto que me
has dado. No, todavía no hay noticias. Estamos esperando.
Su cara también refleja ansiedad.
De dos zancadas irrumpe en el pasillo para decirnos:
—Voy para el vestíbulo a ver si
llega alguien del hospital. ¿Ya se podrá llamar por teléfono? ¿Ustedes saben el
número?
Estela se pasa la mano por la
cabeza y casi le grita:
—¿Por qué tantas preguntas? No
sabemos. Espera igual.
Nos da la espalda y se aleja en
dirección al vestíbulo. En ese momento sentimos el ruido del motor de un
vehículo y la frente blanca de una ambulancia parquea al lado de la escalinata
de la escuela.
Llegamos cuando están ayudando a
bajar a Helena. Verla con un piyama del hospital me da mala espina, pero
después comprendo que la ropa de la caminata estaba llena de tierra.
Ella se abraza a Estela y las dos
lloran, pero la sana llora más que la enferma. Al fin las separa Gilberto.
—¿No hay un abrazo para mí?
Helena lo abraza y en eso sale
Chuchú de la dirección y se echa a perder todo.
—Nada de sofocaciones, que seguro
la estudiante debe hacer reposo. ¿Doctora, cómo está ella?
La doctora sonríe:
—Ella está muy bien. Parece que
tiene la cabeza dura. La pérdida de conocimiento puede haber sido por la
impresión de la caída o por falta de oxígeno, pero le aseguro que le hicimos
todas las pruebas posibles y está sana.
—¿Parece que tiene la cabeza
dura? Si lo sabré yo —dice Estela—, pero vamos para que te bañes y cambies la
ropa.
Salen abrazadas del vestíbulo, mientras
que Gilberto y yo nos mantenemos a cierta distancia, caminando detrás de ellas.
De pronto, Estela frena y se vuelve, obligando a Helena a virarse también.
Ella me mira con esa expresión
tierna y aniñada que me pone nervioso.
—Helena, debes darle las gracias
a tu salvador. Él fue quien te recogió y llevó hasta la ambulancia, en brazos,
como a la doncella de una historia de amor.
Él se pone tan rojo que me da
pena.
—No
creo que fuera tu salvador, solo te ayudé… —me interrumpo porque ella ha puesto
una cara tan sorprendida que me pregunto qué pude decir yo que la emocionara
tanto.
—¡Eres Merlín! ¿Cómo es posible?
Yo…
Solo atino a ir hacia ella y
abrazarla, contento de mi Luna sana y salva en esta noche, y siento que por
primera vez no debo mirar al cielo para encontrar las estrellas. Hoy todas ellas,
por única vez, bajaron a la tierra.
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