Los muchachos están
desesperados por hablar con Peruso en privado. Cuando Marilope entra para
ayudar a sus abuelos a servir la mesa, salen todos al patio.
—Peru, ¿adónde llega la
escalera? —pregunta Dianamari, ansiosa.
Peruso, que disfruta mucho
viendo que estén pendientes de él, pone voz misteriosa al responder:
—Esa escalera parece más de
boa que de caracol. Después de quince mil vueltas y llegar al final, ¿qué
creen? —verdad que no hay otro como él para hacer de cualquier situación un
gran misterio.
Los otros siempre caen en su
trampa y los tiene ansiosos a más no poder.
—¡Cuenta, Peru, dale! —le
dicen.
Con su cara de mayor intriga
les susurra:
—Sale a los fosos de la
fortaleza.
—¡No me digas! —exclama Ana
Carla.
—Si no se los digo, ¿cómo se
van a enterar? —replica él con voz socarrona.
—¡Chico, Peruso, no juegues!
Es un decir —se mortifica ella.
Los otros están locos por
saber más, al punto que dejan pasar la oportunidad de burlarse de la muchacha.
—Peruso, viejo, no te demores
más en contarnos. ¿A qué lugar de los fosos? —pregunta Raulín.
Peruso se encoge de hombros.
—Oye, Raulín, hace rato ya que
me quité el disfraz, así que no me digas viejo. Muchachos, no sé si ese lugar
tiene nombre. Sale a un solar que está detrás de la fortaleza, por allá —y
señala con el dedo en una dirección.
—Pues, ¿saben una cosa? —ahora
es el Guille quien habla—: tenemos que quedarnos esta noche hasta que cierren
para subir por esa escalera y entrar en la fortaleza.
Las muchachas son las primeras
en protestar:
—¡Qué va! Si no llego a la
casa antes de que oscurezca, mi madre llama a la policía —dice Dianamari.
Peruso se rasca la parte más
calva de su cabeza.
—Pues, mientras almorzamos,
hay que pensar cómo pedimos permiso para quedarnos —les dice.
—¿Cómo te has raspado las
rodillas, Peru? —se interesa Raulín.
—Menos mal que alguien tiene
un pensamiento para el sujeto que bajó la escalera y no solo para enterarse de
adónde llega —les reprocha él—. Déjenme decirles que la escalera, además de
difícil está llena de espinas de pescado y pellejos, resbalosísimos. Por eso me
caí mientras bajaba.
—¡El gato! —, exclaman todos.
—Eso mismo dije yo —sigue
Peruso—. Parece que ahí hay gato subiendo y bajando la escalera. Razón de más
para ir de noche a ver si lo encontramos.
Dianamari está pensativa.
Peruso sabe que seguro está analizando la información.
—¿Qué tú crees, Diani? ¿No te
parece que debemos ir esta misma noche? También me preocupa el asunto del
cuadro de la galería. Sé que mi papá está muy intranquilo y se siente
responsable. Voy a pedirle a Donjuán que lo llame, para que no se crea
culpable.
A Luis Enrique se le ocurre
una idea:
—¿Y si vamos a casa de mi tía
y le decimos que nos queremos quedar hasta mañana?
Osvaldo y el Guille están
encantados. Raulín no tanto, porque conoce a su mamá. De Dianamari y Ana Carla,
ni hablar. ¡Tienen unas caras! A Dianamari le parece estar oyendo a su papá
decir: «¿Quedarte en el Castillo con esos mataperros? ¡Ni se te ocurra!». Pero
Ana Carla le da la solución:
—Dianamari, mejor hablamos
nosotras con Nena y le pedimos que ella llame a nuestras casas y diga que nos
queremos quedar con Marilope.
A Dianamari la cara se le
ilumina:
—¡Tremenda idea! ¡Claro que
sí!
Pero de pronto vuelve a estar
seria.
—¿Y qué le decimos a Nena para
quedarnos? —pregunta, mirándolos a todos.
Peruso, que piensa en todo, ya
tiene una historia:
—Queremos ir al manantial de
agua dulce que hay cerca de Cayo Carenas. ¿Creen que podríamos pedirle al tío
de Luis Enrique que nos lleve?
Este Peruso no tiene remedio.
Esas ideas locas vienen y van con una rapidez por su cabeza pelada-peluda que
seguro andan en patines.
—Ya está, Peru —dice Luis
Enrique—. Después de almuerzo vamos a hablar con mi tío para quedarnos en su
casa a dormir y que nos acompañe mañana.
Nena los llama para almorzar y
se asombran de que casi son las dos de la tarde. La mañana se ha ido volando.
Hablan durante el almuerzo de que quieren ir a Cayo Carenas para ver la
capilla, y también al sitio donde brota un manantial de agua dulce en plena
bahía… Donjuán se ríe con ojos traviesos. Él no cree mucho en esos arrebatos de
exploradores que les han entrado. Peruso sabe, pero todavía no puede decir que
hayan encontrado algo definitivo sobre el gato. No es que quieran mantener
oculto el verdadero motivo de quedarse, pero saben que tampoco Nena y el pintor
van a dejarlos ir de noche a la fortaleza, ¡y menos atravesando los fosos!
«A veces no se puede decir
toda la verdad», piensa Peruso, y lo apena ocultar algo a estas personas tan
generosas y que los han acogido con cariño de abuelos. Ya les explicará luego,
cuando haya resultados. La excusa para dormir en el Castillo es que hasta el
día siguiente Tavo, el tío de Luis Enrique, no podrá conseguir un bote para
llevarlos.
—¿Y esa idea les ha venido
así, de pronto? —les pregunta Donjuán, sigiloso.
Peruso se apura en contestar:
—Bueno, desde el otro día
estábamos pensando en hacerlo, pero hoy fue que nos decidimos.
Una vez hechas las llamadas
telefónicas no hay de qué preocuparse, así que se van con Marilope a conocer el
barrio y sus alrededores, donde ella recoge la tierra para las mezclas que su
abuelo usa para pintar. Lo único que no pueden conseguir es que Nena deje que
Dianamari y Ana Carla se queden por la noche en casa de la tía de Luis Enrique.
—¡Qué va! —les ha dicho Nena—.
No es lo mismo siete que cinco. Vayan ustedes para allá y las niñas que se
queden y duerman con Marilope en su habitación.
Aunque son más de las cuatro
de la tarde, hay mucho silencio y nadie anda por las callejuelas pues el fuerte
sol del verano obliga a buscar la sombra de los árboles que crecen en patios o
portales. Al llegar al foso miran arriba. La fortaleza parece un gigante de
piedra que se alza como una mole gris sobre la yerba. El grupo camina confiado
detrás de Peruso y este les hace una señal para que se peguen al muro, justo
cuando van a subir la escalera:
—¡Chist! Oigo unas voces.
¿Alguien estará bajando?
Se quedan quietos y en
completo silencio, lo que es casi un milagro. Ahora los otros también escuchan
algunas palabras sueltas.
—Deben ser turistas, porque
tienen un acento extraño. Seguro están mirando la escalera y preguntándose
adónde va, como nosotros hoy —susurra Dianamari.
Esperan un rato más y, como no
oyen más voces, empiezan a subir. Peruso los advierte para que suban despacio y
no resbalen, aunque a cada momento se vira y mira a los que suben detrás de él.
Raulín se ha quedado último para cuidar a las muchachas, aunque ellas no
parecen necesitar ayuda. Cuando Peruso y Osvaldo están subiendo los últimos
escalones y ya tienen el torreón a la vista se encuentran una sorpresa: el gato
está parado en el descanso y tiene algo entre las patas de alante. Parece estar
esperándolos. Peruso se apura, pues siente el sonido de un objeto metálico que
cae al suelo y ve cómo el gato desaparece ¡otra vez!, delante de sus narices.
—Muchachos, no sigan subiendo,
que hay personas en la plaza. Deja ver qué es esto.
Se agacha y recoge del suelo
lo que dejó caer el gato y abre la mano para que ellos puedan contemplar una
llave. Se la echa en el bolsillo y les dice:
—Creo que nos quería dar esta
llave. Vámonos, antes que nos descubran. Pero bajen despacio, Raulín —advierte.
Si la subida fue en silencio,
la bajada la hacen entre murmullos. Cuando salen al foso rodean a Peruso, para
ver la llave, pero este no saca la mano del bolsillo.
—Es mejor revisarla cuando
estemos lejos. ¡Quién sabe si alguien podría vernos!
Ahora sí está oscureciendo y deben
apurarse para llegar a casa de Donjuán, porque a Peruso no le parece seguro
sacar la llave en medio de la calle.
—¡Ey!, ¿qué les pasa?
—pregunta Nena cuando los ve entrar como una tromba marina y seguir para el
patio.
La callada Marilope, agitada
por la expedición y el misterio de la llave, es quien responde:
—Nada, abuela, recogimos
cocuyos y vamos a soltarlos en el patio.
Nena los mira extrañada pero
vuelve a la cocina, donde Donjuán la ayuda a pelar papas.
—¿Qué se traerán esos
muchachos entre manos, viejo? Me preocupa que pueda pasarles algo.
—¡Bah! No te preocupes tanto.
Les viene bien un poco de aventura. ¿Te acuerdas de nosotros cuando teníamos
esa edad? Casi vivíamos silvestres, como dicen ahora. Pero esos años, caray,
son los mejores. Todo parece magia, ¿verdad? Déjalos, Nena. Son buenos
muchachos.
Mientras tanto, en el patio,
Peruso saca por fin la llave del bolsillo.
—¡Mi madre! —dice el Guille—.
Esta llave debe tener mil años por lo menos.
Osvaldo, que se burla de todo,
dice:
—Cómo no, bobo. Los siboneyes
tenían cerrajeros en cada aldea.
Rompen en carcajadas, por la
ocurrencia, y miran la llave con atención.
—Este tipo de llave es muy,
muy antiguo. Como de la Edad Media por lo menos —asegura Raulín.
Dianamari, sabuesa al fin,
precisa:
—De la Edad Media no, pero de
la época en que se contruyó la fortaleza, sí.
Peruso está pensativo, dando
vueltas a la llave por una y otra cara.
—Está oxidada, y miren qué
extraña la forma que tienen estos pinchos —se las enseña para que vean a qué se
refiere.
—¡Oye! ¡Si parece la llave del
cofre de un pirata! —exclama Raulín.
Osvaldo cierra los ojos y
mueve la cabeza.
—Estas chiquitas han acabado
por confundirlos, muchachos. No piensen en películas o en personajes de libros.
Aquí hay una vieja llave, que a saber de qué era. Nada de cofres, ni corsarios,
ni piratas.
Ahora Osvaldo se ha quedado
solo con su incredulidad. Todos piensan que esa llave es también la clave del
misterio del gato.
Dianamari dice en voz alta lo
que todos piensan:
—Tenemos que volver a la
fortaleza esta noche y encontrar qué se abre con esta llave. Peruso, este es el
mensaje que decíamos: el gato quería dártela.
Luis Enrique habla ahora
despacio:
—Muchachos, ¿se acuerdan de la
sala del museo que era la oficina del comandante de la fortaleza? Allí hay
muebles antiguos. A lo mejor esta llave abre alguna puerta o gaveta.
Guille y Raulín se fijaron
bien en los muebles. Claro que las muchachas también. Peruso no entró en esa
sala porque estaba merodeando. Ahora es Ana Carla quien se da una palmada en la
frente y les dice:
—¡Claro! ¡Si hay un cofre
también! —mira a Dianamari—. ¿No te acuerdas? Al lado del escritorio, junto a
la ventana. Es de metal; tiene adornos y unos remaches en las esquinas.
Ahora Peruso es el cauteloso,
porque no quiere que se hagan una idea falsa.
—Muchachos, pero todos los
muebles que están allí han pasado por las manos de los que trabajan en el
museo. Seguro que, como son antiguos, habrán tenido que restaurarlos —le pregunta
entonces a Raulín—: ¿es así como se dice?
Raulín está feliz porque
Peruso le pregunta:
—Sí, Peru. Así es como se le
llama a la reparación de los objetos antiguos, porque se trata de conservarlos
como eran.
Dianamari y Ana Carla no se
dan por vencidas.
—Está bien, habrán pasado por
doscientas manos, ¿y qué? —dice Dianamari—. Muchas veces uno tiene las cosas en
sus narices y no las descubre. No vamos a perder si probamos, ¿verdad?
No hay más palabras. A veces
pasa. Bajan la voz, acuerdan cómo salir y convencen a Ana Carla de quedarse con
Marilope, porque les parece peligroso llevarla con ellos. Donjuán y Nena se
extrañan, pero saben que a los muchachos les gusta la aventura y no deben temer
que les suceda algo malo cuando pasean por el barrio. Sospechan un poco al ver
que Ana Carla se queda, pero ella finge estar muy cansada y Marilope va a
acompañarla, porque no quiere quedarse sola. Claro, primero tienen que sentarse
a la mesa, comer, inventar un buen cuento (esto es trabajo de Peruso) y por
fin, un poco después de las ocho, salen.
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