Demoran en subir la pendiente
de piedra que los lleva a la puerta de la fortaleza porque se detienen a mirar
el mar. El edificio se construyó a la misma entrada de la bahía y en un
promontorio que la coloca por encima del nivel de las casas.
—¡Qué bonito se ve todo desde
aquí! —exclama Ana Carla.
Los varones no hablan, pero
también están fascinados por la vista. El pintor los contempla risueño. Nadie
que llega hasta este lugar puede dejar de admirar la hermosa bahía. Raulín ha
llegado hasta lo alto de la rampa y mira hacia abajo.
—¡Ey! Por aquí no se puede
entrar —dice, y señala el espacio que separa el camino de piedras del portón de
la fortaleza.
—Sí que podremos, muchachos,
van a caminar por el único puente levadizo que aún queda en esta isla.
Como si las palabras de
Donjuán fueran una contraseña, sienten el ruido de unas cadenas y ven cómo baja
el puente de madera que va a reunirse con la piedra para completar el camino.
Ahora se ve mejor el escudo de piedra sobre el dintel.
Están encantados. Les parece
estar viviendo en otra época. Pasan con cuidado por el puente, quizás temiendo
que ceda bajo su peso, y alcanzan la entrada, donde hay una muchacha que les da
los buenos días y saluda a Donjuán cariñosamente.
—Verás, Baby. Estos amigos de
mi nieta quieren ver el museo. Sé que todavía no está abierto, pero más tarde
no podré venir con ellos y están interesados en mis cuadros.
—Usted siempre es bienvenido,
Donjuán. Voy a buscar las llaves para abrir la sala donde está la exposición.
—Espere —le pide Luis Enrique
a la guía del museo—. Si el puente lo bajan por la mañana, ¿a qué hora lo
suben? ¿Por la tarde, o por la noche?
—A las diez de la noche
—responde ella—. A esa hora solo queda alguien de guardia aquí.
—Y si le pasa algo a quien
está de guardia, ¿cómo sale?
La muchacha coge aire como
diciendo ¡qué fastidio!, pero su voz es amable cuando vuelve a hablar:
—Siempre hay dos o tres
personas de guardia. Aquí hay teléfonos, y siempre puede volver a bajarse el
puente, en caso de emergencia.
—¿Solo en caso de emergencia?
—insiste Luis Enrique.
Ella afirma y se aleja,
entonces corren al muro y se asoman por las aspilleras. Desde aquí se puede ver
el otro lado de la bahía: es como una puerta natural para llegar a la ciudad.
Mientras Donjuán conversa con otro señor, Osvaldo le pregunta a Luis Enrique:
—¿Por qué te pusiste tan
pesado? ¿A qué viene esa preguntadera?
—Para saber si, en caso de que
el gato viva aquí, puede entrar y salir libremente. Será fantasma, pero creo
que los fantasmas no vuelan.
—¡Qué inteligente! Ese gato lo
puede todo. Si no fuera así, ¿por qué se apareció el mismo día que vino Peruso,
bobo? —dice Osvaldo.
—Pero no me negarán que se le
pondrá más difícil con el puente cerrado —dice Luis Enrique.
—Bueno, si tú lo dices —opina
el Guille—. Creo que es mejor averiguar si vive aquí.
Se callan, porque Donjuán se
les acerca, sobre todo para que no los vea discutiendo.
Peruso le pregunta al pintor:
—¿También aquí hay una
exposición suya, Donjuán?
—Sí, hijo. No puedo quejarme
de cómo han celebrado mis setenta años —responde él con cara alegre.
Recorren la fortaleza y a
Peruso le extraña una especie de sótano abovedado que hay abajo. Está oscuro y
hay un poco de agua empozada. Ahora los llama Baby para que suban a ver la
exposición de pintura. Mientras, contemplan las pinturas, embelesados.
—¿No se cansa de pintar el
mar, Donjuán? —pregunta Guille.
—¡Qué va, hijo! Si te fijas
bien, son muchas las cosas que pinto: peces, barcos, cayos…
Dianamari lo interrumpe:
—A mí me gusta mucho este de
las gaviotas. Parecen vivas —dice.
—Si se fijan bien, verán que
siempre el mar está, pero es distinto en cada pintura.
Es verdad. En uno aparece
calmado, en otro se encrespa con la tormenta; allí está azul muy pálido, allá
casi verde…, siempre el mismo y nunca igual.
—Es que soy hijo del mar,
muchachos, y a pesar de eso me sorprende. Yo soy pescador a mi manera: no
atrapo los peces, solo sus colores.
Y la mirada se le vuelve azul
de mar mientras habla, como si el agua le llenara los ojos.
—¿Han visto algo que les haya
llamado la atención? —pregunta.
Se miran entre ellos. Salvo
que les encanta la fortaleza no han encontrado ningún sitio que pueda servir de
escondite al gato. Ni siquiera los torreones, pues son pequeños.
—¿Habrá algún lugar oculto?
¿Un pasadizo secreto, como en esos castillos de las películas? —pregunta
Peruso.
—No que yo sepa, hijo. Hasta
ahora, todo lo que existe aquí está a la vista.
—¿Y ese sótano que está al
lado del patio? —pregunta Dianamari.
—¿El aljibe? —pregunta el pintor,
y no espera la respuesta para explicar—: esa era la manera de guardar agua en
las fortalezas y los castillos. Había un sistema de canales que llevaban el
agua hasta un depósito. En las casas de ese tiempo también recogían el agua
así. Por eso hay ese pozo en el centro del patio de abajo.
—Pues no veo ningún lugar,
Donjuán, donde el gato pueda esconderse. A lo mejor antes sí, cuando la
fortaleza estaba abandonada, pero ya no.
Ahora pasan por al lado de un
torreón y descubren una escalera de piedra.
—¿Y esta escalera? —pregunta
Peruso y los otros vienen a mirarla.
Está limitado el paso por un
aviso:
PELIGRO
NO PASAR
—¡Apártense, muchachos! Ha
habido muchas caídas en esa escalera y no lleva a ningún sitio —les dice el
pintor.
Ponen cara de extrañeza todos y
Ana Carla se atreve a preguntar:
—¿Seguro que no llega a
ninguna parte?
—Se los aseguro. Vámonos ya,
que Nena va a preocuparse.
Atraviesan la plaza de los
cañones para irse y Peruso le habla a Dianamari al oído.
—Donjuán —lo llama la
muchachita—, usted no vino con nosotros al muro. ¿Qué son esas torres que echan
humo por allá? —le pregunta, señalando con el dedo unas columnas que sobresalen
en medio del paisaje.
—Vamos hasta allí, muchachos,
para decirles.
Peruso aprovecha que van para
el muro y rapidísimo llega a la escalera, brinca el cordel y empieza a bajar.
El pintor termina de señalar
los lugares y salen. No ha notado la ausencia de Peruso pero ya en la entrada
va a preguntarle algo y no lo ve.
—¿Dónde está Peruso? —les
pregunta.
En la pandilla son buenos
actores y nadie les gana en hacerse los desentendidos. Hay frentes que se
arrugan, miradas alrededor, pero Dianamari le contesta tranquila:
—Ya debe estar esperándonos
afuera. Seguro estaba cansado de no descubrir pistas.
Donjuán piensa que sí y salen,
después de despedirse de la guía. Cuando ven que Peruso no está afuera, Donjuán
se alarma.
—¿Dónde se habrá metido este
muchacho? —se pregunta en alta voz.
El Guille le toca el brazo.
—¡Ay, Donjuán! Todavía no lo
conoce. Ese debe estar llegando a su casa. No tiene paciencia para esperar.
Sí, sí, confirman los otros y
convencen al abuelo de Marilope quien está callada, porque ella sí vio cómo
Peruso se escurría por la escalera, pero no quiere delatarlo.
Ya casi llegan a la casa
cuando Peruso sale por un callejón a su encuentro.
—¡Muchacho! Me has dado
tremendo susto —le dice Donjuán.
—Perdone, es que salí antes y
no pensé que había caminado tan rápido.
Si no llega a ser por lo que
ven entrando al callejón, quizás Donjuán se fijaría en la cara sudada y roja de
Peruso, en la rodillera del pantalón rota y hasta manchada de un poquito de
sangre que lo desmienten. Pero ahora no es lo más importante, porque encima de
un latón de basura que hay en el callejón está el gato ¡con su tabaco en la
boca!
Los mira; luego salta y se
escurre como una sombra.
—¡Caray, vaya con el dichoso
gato! —exclama Donjuán.
Todos tienen frases de
admiración o asombro, pero se callan cuando oyen preguntar a Marilope:
—Abuelo, ¿los gatos se ríen?
Porque creo que ese gato se está riendo de nosotros.
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