El estanque de los nenúfares (Claude Monet) |
Apenas amanece viene Estela a buscarme.
Se porta como siempre, me apura para ir a tomar café y yo, con mi sentimiento
de culpa en la mente, solo atino a vestirme lo más rápido que puedo para darle
gusto a ella. Nos sentamos en la escalera. Me mira y se las arregla como una
malabarista para aguantar el cigarro y sonar las uñas al mismo tiempo. No tiene
que hablar para que yo comprenda que espera la explicación de mi salida. Esa
mirada lo dice todo, o mejor, lo pregunta. Hago lo único posible: ser sincera y
reconocer que soy una basura por guardarle un secreto.
—Estela, sabes que eres mi mejor amiga y
te quiero como a una hermana…
Abre los ojos y parece que el globo
blanco va a saltar de pronto y emprender vuelo.
—¿A qué viene eso ahora, mi ángel?
Esa costumbre de ella me deja sin
respiro, nunca nadie ha hecho tan real el refrán ese de coger al toro por los
cuernos. Por eso hago lo que decidí anoche.
—No sabes que, cuando no puedo dormir,
salgo de la escuela…
Me interrumpe, asombrada:
—¿Que tú sales de la escuela por las
noches, después del silencio? ¡Dios mío! Ahora sí sé que el mundo se acaba, que
viene el Armagedón o el segundo gran diluvio. ¿Para qué sales? ¿Adónde vas?
Entonces le cuento todo. Mis escapadas,
lo de Merlín. Estela es una actriz por naturaleza. Mi relato va haciendo que
ella ponga distintas caras. Primero está furiosa, después decepcionada, pero al
final, tiene los ojos húmedos.
—¡Pero si esto es una novela rosa,
querida! —por sus frases, parece que de verdad está en el escenario—. No sé qué
decir.
Baja la vista al suelo, callada y
pensativa. A mí la voz casi no me sale de la garganta.
—¿Me perdonas? Sabes que yo misma no me
perdono, pero me daba pena contártelo. Después, cuando me encontré con Merlín,
fue peor. Ya eso era un secreto más grande y no sabía por dónde empezar.
—Tenías que haber empezado por el
principio, ¿no? Ven acá, cabeza loca —dijo, mientras me abrazaba—. ¿Qué es eso
de pena conmigo? Pero te conozco y sé que es verdad. Algún día tendrás que
dominar esa timidez. Uno actúa de acuerdo con su cabeza —se llevó la mano
izquierda al pecho— o con su corazón. Nada tengo que perdonarte. ¡Ay, chica,
cómo me he perdido cosas por no contarme!
Lloro de alivio y ella me seca las
lágrimas, pero después levanta el dedo índice con su uña de bruja y me dice:
—Lo que no te perdono es el nombre.
Trata de que sea una estrella el chiquito ese, porque tú sabes que Merlín es mi
ideal —entonces se da un golpe en la frente, muy teatral—. ¿Y Juan Carlos?
Ahora sí que a ese pobre le da un infarto masivo.
Me hace reír. ¡Qué cosas se le ocurren!
—Este, yo quiero mucho a Juanca, pero
sabes que no me gusta como para ser su novia.
—Qué se le va a hacer. Una nunca se
enamora de quien debe —cuando dice cosas así parece que tuviera sesenta años y
toda la experiencia del mundo—. Vamos, que ya casi es la hora de la formación y
nos van a coger fuera de base. ¿Vas a ir a casa de Rebeca el domingo?
—No, Estela. El domingo es el cumpleaños
de mi abuela y vamos para su casa. Como es tan lejos regresaremos tarde, por la
noche. No me va a dar tiempo.
—Niña, cualquiera piensa que San José es
el fin del mundo si se guía por ti.
—No será el fin del mundo, pero sí está
lejos. Al menos, para hacer las dos cosas.
Subimos corriendo las escaleras a buscar
las mochilas. Bajamos al área de formación en el mismo instante en que el
director hablaba. El mismo teque de siempre sobre el estudio y las pruebas. De
lejos veo al de los ojos verdes, pero está ausente. En eso mira para acá y
desvía pronto la mirada, como si lo hubieran cogido en falta. ¿Tendrá novia?
Seguro. Hace un tiempo lo veía mucho con la pesada de Mariela, pero ahora
siempre anda con los extraterrestres de sus amigos.
Por fin dan la salida. Me espera un fin
de semana solitario. Y sin Merlín.
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