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En una ciudad cualquiera del mundo, cierto
día del año en que nos despedimos.
Amor:
Si es que aún puedo llamarte amor, porque
hoy me ha despertado la incertidumbre de que ya no lo seas. Después de días y noches
de insomnio y lágrimas reprimidas, me siento liberada; liberada de tu recuerdo,
de la nostalgia que sentía al escuchar alguna frase propia de ti, de cualquier
exclamación o canción que me hablara de cómo nos conocimos o nuestros primeros
encuentros.
¡Tantas veces me pediste que te olvidara!
Pues creo que tus deseos fueron escuchados más que los míos: nunca quise
olvidarte, no pude ni quise. He aquí que, de golpe, he recordado cómo se
olvida. Justo en este momento, cuando he comprendido que soy mejor persona
amándote en el silencio que olvidándote en el bullicio atolondrado de este
vacío que dejas.
Recuerdo que un día te dije, para
expresarte mi amor, que solo deseaba ser perfecta para que pudieras amarme. Ser
joven, hermosa y simpática para merecerte. Tal vez si hubieras respondido otra
frase te hubiera olvidado mucho antes, pero dijiste: “eres perfecta para mí”. Y
eso te hizo serlo a ti, si es que ya no lo eras. Porque la perfección no está
avalada por ninguna medida humana. Es perfecto el ser amado a los ojos de su
amor, y ese es el milagro. Así… eres perfecto para mí, de la manera en que
pueden ser perfectas las imperfecciones que nada tienen que ver con los
sentimientos. De un misterioso modo apreciaba que encontraba en ti las mejores
cualidades que anhelaba reunir en un hombre.
Me has hecho sentir de nuevo adolescente,
con esa primera pasión que se enciende en nosotros y provoca que nuestro
corazón salte como si jugáramos a la tacha: cuando esperamos que aparezca por
la esquina del colegio, y escuchar su voz nos estremece y tenerte delante
descubre un sudor inesperado en las manos que oculto tras mi espalda, para no
delatarme, y solo atino a sonreír, aunque quizás nada más hayas comentado que
hay mal tiempo. Y yo, con deseos de gritar que no hay mal tiempo cuando me miro
en tus ojos y te escucho.
Bien saben unos pocos lo que es estar en
cualquier sala de espera y sonreír de pronto, en medio del soliloquio, porque
en mi mente escuchaba frases o palabras que me dijiste en algún momento, sin
importar que los demás miren y sonrían también, por mi locura.
Caminar al amanecer por las calles de una
ciudad que se despierta, para sentir el olor del rocío que desprenden los
árboles, alegrarse por el rayo de sol que me encandila o la ráfaga de aire que
despeina mi cabello; respirar el aire puro y sentirse feliz solo por existir y
andar, y ver en todo eso la señal única que busco: existes y me amas.
Y de pronto, abrir los ojos y sentir que
estoy sola, no porque nadie más esté en la habitación, sino porque la dulce inquietud
de tu ausencia me ha abandonado. Solo la paz invade mis sentidos y es como
estar encerrada en una jaula de vidrio, adonde no llegan los sonidos del
exterior. No escucho el gorjear de un pájaro, ni el rumor de las hojas del
roble que crece junto a mi ventana, ni las voces de los muchachos que bailan el
trompo al lado de la cerca.
En medio de esta nada, donde el silencio
me ensordece y atormenta, solo atino a tomar papel y lápiz, como en tiempos de
Cyrano, y escribirte esta carta de amor.
Amado mío, necesito que vuelvas a
enamorarme como entonces. Te pido que repitas aquellas primeras palabras que me
hicieron amarte. No me animan motivos como el orgullo o la pasión carnal. Es un
asunto crucial, de vida o muerte: pude vivir con tu desamor un día tras otro,
pero no sobreviviré a olvidarte.
No quiero despedidas. Solo una esperanza
de reencuentro en la piel de este tiempo, infinito e inmenso sin la calidez de
tu recuerdo; tiempo que quiere ser siempre tuyo y nuestro.
Hasta que nos volvamos a amar, en
cualquiera de los mundos posibles o imposibles.
Hasta entonces.
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