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Hace
ahora ya cien años
se ha retirado el campo
de
los lirios de mayo
al ver abalanzarse
sobre
las verdes frutas
crispadamente al hombre
sin
palabras ni gestos
¡Que abismo entre el olivo
de
callada quietud
y el hombre se descubre!
Mientras
el sol que mira
el animal que canta:
pese
a su luz él calla y
el animal que puede
desde
su nacimiento
llorar y echar raíces,
prefiere
lastimarnos
rememoró sus garras
ocultas
en el tiempo
garras que revestía
para
los otros ojos
de suavidad y flores,
y
aroma de azahares
pero que, al fin, desnuda
con
asesino instinto
en toda su crueldad.
No
median las palabras.
Crepitan en mis manos
cual
llamarada fría.
Aparta de ellas, hijo.
No
creas si te dicen que
estoy dispuesto a hundirlas,
jamás
podría verme
dispuesto a proyectarlas
con carnicera saña
sobre tu carne leve.
Es
cierto lo que dicen:
he regresado al tigre.
A
quien te agreda digo
aparta o te destrozo.
No
creas al que dice
hoy el amor es muerte,
porque
mi hijo es vida
y el hombre acecha al hombre
más
allá de la muerte.
(Esta glosa la escribí en el 2010, por el centenario del nacimiento del poeta, como mi personal homenaje al hombre y al poeta).
La historia de este dibujo que acompaña al poema es que, temiendo Miguel Hernández que su hijo, a quien llevaba sin ver mucho tiempo, no le reconociese, le pidió a su compañero de cárcel A. Buero Vallejo un retrato para enviar al pequeño. El eminente dramaturgo dibujó a lápiz, unos días después de la sentencia de muerte de Miguel, esta popularísima cabeza. La envía el padre a Josefina, el 4 de marzo de 1940) con una nota:
No quiero dejar de cumplir en lo que puedo mi palabra, y ya que no puedo ir de carne y hueso, iré de lápiz, o sea, dibujado por un compañero de fatigas, como verás, bastante bien. Se lo enseñarás al niño todos los días, para que vaya conociéndome, y así no me extrañará cuando me vea.
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