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No he podido
resistir la tentación de venir. Claro, Estela también ayudó a convencerme. Hoy
llegué primero que Merlín. Imagino que luego de su insistencia para
encontrarnos no faltará a la cita. Escucho unas pisadas y luego su voz.
—Hola,
¿estás ahí, Luna?
—Sí,
aquí estoy, hola.
—Gracias
por venir. Me he pasado estos tres días pensando en nuestro encuentro de esta
noche. ¿Estás bien?
—Sí.
No tienes que dar las gracias. No he venido por ti —le digo y enseguida me
arrepiento, porque creo oír a Estela diciendo “¡qué burra eres!” y trato de
arreglarlo—: es decir, no solo he venido por ti. Recuerda que antes de
conocerte venía aquí, para escaparme del dormitorio.
Se
queda callado un momento. Pienso que, aunque traté de arreglarlo, le he querido
decir que hubiera venido igual sin él.
—Soy
un bobo. Cuando te escuché, pensé que venir hoy, después de habértelo pedido
yo, era una manera de hacerme ver que te gusta hablar conmigo.
No
cabe duda. Es inteligente, y sabe recuperarse rápido.
—También
eso es verdad, no estás equivocado.
—¿Qué
es verdad, Luna?
—Eso,
que me gusta hablar contigo.
Otro
silencio, esta vez más largo.
—Es
cierto, pero que no pase de largo —dijo
y rió bajito.
Ahora
sí no entendí lo que quiso decir.
—¿Quién
no debe pasar de largo?
—El
ángel. ¿No dicen que cuando hay un silencio entre dos es porque pasa un ángel?
Solo que no quiero verlo partir. Lo quiero conversando conmigo, como ahora.
Entiendo,
y como cada vez que la conversación toma ese giro, cambio el tono.
—Muy
gracioso. Y nada original.
—Creo
que contigo me va a costar mucho ser original. Todo lo cursi ahora me parece
bonito para decírtelo.
No
puedo evitar un estremecimiento. Ha hecho un pacto con el diablo. Es como si me
leyera el pensamiento.
—Como
te das cuenta de lo que digo, cambiemos el rumbo. ¿No estás estudiando para las
pruebas?
—¿Sabes
algo? Estudio poco. Para las pruebas, te digo. Me gusta leer y aprendo sobre lo
que me gusta.
—¿Y
qué te gusta, Merlín?
—La
astronomía. Estoy al tanto de cualquier noticia, y cuando puedo entrar a
Internet, busco información sobre el tema: los últimos descubrimientos,
artículos interesantes…
—Es
linda la astronomía. Yo quiero ser escritora. Solo que eso no es una profesión.
Tú sí podrás ser físico y dedicarte a investigar. Claro, eso no tiene que ver
con el baile.
—¿Por
qué no, si me gusta la música?
—A mí
me gusta la música, pero oírla, no
bailarla.
—Esa
es nuestra diferencia, pero me sigues
gustando.
Menos
mal que está oscuro, porque debo haberme puesto roja.
—¿Cómo
puedo gustarte, si no sabes nada de mí, ni me has visto?
—Sí te
he visto. En mi imaginación.
—¿Y si
no soy como te imaginas?
—Serás
como eres. Así me gustas.
— A
ver, descríbeme.
—Eres
sincera, apasionada e inteligente, además de una persona sensible: es
suficiente. Te gusta la noche y es nuestro gusto común. Ahora mismo podría
salir a enseñarte los nombres de las constelaciones que se ven desde aquí.
—¡Ni
pensarlo! Siempre buscas la forma de verme.
Se
ríe, para que yo me erice.
—Y tú
siempre piensas mal. Pero es verdad que quiero verte. Y también me gustaría
compartir contigo mi amor por las estrellas.
—Es
muy temprano aún. Debemos esperar un poco más.
—¿Temprano
para verte o para ver las estrellas?
Vuelve
a enredar las cosas, con su sentido del humor que voy conociendo.
—Para
las dos cosas.
—No
siempre. Observa la noche y verás.
—¿Por
eso me llamaste Luna?
—Claro,
es inconsciente relacionarlo todo con la mayor pasión nuestra, ¿no crees?
—Puede
ser. A Merlín también le fascinaba la astronomía.
—Y si
pienso como tú, me llamaste Merlín por tu amor a la literatura, a la mitología,
porque al final, Merlín es una leyenda.
—Puede
ser —repito, haciéndole el juego—, y porque eres un misterio…
Me
interrumpe:
—…o un
mago. O es este un acto de magia: el encontrarnos por casualidad, conocernos.
—Mi
abuela dice que la casualidad no existe.
—Sí
creo en la casualidad. Pero nosotros luego seguimos un camino. Eso hicimos. Es
raro que tu abuela no crea en la casualidad. Las personas mayores son
supersticiosas y creen en muchas cosas.
Ahora
soy yo quien ríe.
—No
conoces a mi abuela. Es toda una científica. Se dedicó a la botánica porque
vivía en el campo y ama la naturaleza. Todavía hoy, que está jubilada,
pertenece a un grupo ecologista, escribe para revistas científicas y se
mantiene al día en todo.
—Me va
a gustar tu abuela. Es una lástima que no pueda conocerla. ¿Llegará ese día?
—No lo
sé. Depende de muchas cosas.
—Depende
de nosotros, Luna. De que no seas tan desconfiada. Y que dejes de tenerle miedo
a la vida.
—No le
tengo miedo a la vida. En eso te equivocas.
—Me
tienes miedo a mí. Y la vida es eso: emprender, amar, equivocarse y hasta
sufrir. Cada vez que te digo algo que pueda significar pensar en otra relación
entre nosotros, huyes.
—Yo no
huyo de ti. Vengo para encontrarme y hablar contigo.
—¡Al
fin lo reconociste! —logra hacerme caer en la trampa—. Estás aquí y sin
moverte, me huyes todo el tiempo. Nada más te digo algo que nos acerque y
cambias el tema.
—Vinimos
para hacernos compañía y tener con quien hablar. En eso quedamos la primera
vez.
—Pero
ha cambiado. Pienso mucho en ti. Quiero conocerte. No puedo decir que estoy
enamorado —aquí respiro, porque una declaración de amor sí no la resistiría—,
pero tampoco puedo decirte que no lo estoy. Me siento bien hablando contigo,
respirándote…
—No te
conozco. Y tienes razón en algo. No quiero sufrir. No ahora. Me tomo las cosas
muy a pecho. Estoy en esta escuela para estudiar. Para mí es lo más importante.
—¿Sabes
algo? Estás fuera de época. Ninguna chiqui… muchacha piensa como tú ahora.
—Y
tienen un novio todos los días. No pienso así. Y no sé si es por la forma en
que he vivido, por mi familia, o por qué. Por lo menos, respeta que sea así.
—Lo
respeto. Solo que eso no me hace sentir mejor, ni dejo de pensar en que ahora
mismo quisiera poder hacerte mi novia, besarte…
Me
levanto con rapidez.
—Por
favor, está bien. Ya es muy tarde. Vete ahora, para irme luego yo.
Se
queda en silencio. Por su voz no parece que esté bravo. Parece triste.
—Como
quieras. Pero no te ofendas. Vamos a estar muchos días sin vernos. Ahora ni
siquiera puedo preguntarte cuándo nos veremos. También le tienes miedo a algo
más: a ti misma.
Voy a
responderle cuando siento que sus pasos se alejan. Estoy furiosa conmigo. No
puedo controlar mis impulsos.
Claro
que en el dormitorio me espera Estela. Sabía que ahora iba a vigilar mis
salidas.
—Ay,
Estela, soy una boba. Lo he echado todo a perder.
Ella
se asusta y me cuchichea «vamos para el baño». En el baño también tenemos que
hablar bajito, para que no se despierte alguien.
—Cuéntame
qué pasó —dice y me mira asustada—.
¿Te sorprendió algún profesor?
—Ojalá
hubiera sido eso —respondo con voz trágica de telenovela.
—¿Peor
que eso? Entonces la cosa debe ser grave. Acaba de decirme, niña, que me vas a
matar del corazón, y a esta hora no hay ambulancias para correr conmigo.
Sonrío.
Estela es única. No sé cómo logra tranquilizarla a una con sus disparates.
—No,
Este. Es que armé tremendo lío y, al final, casi terminamos bravos. No puedo
evitar ponerme nerviosa, decir lo que no quiero decir, o empeorarlo todo para
que no vaya a pensar que me derrito por él.
—¿Y te
derrites? —me mira como si tuviera un rayo láser en los ojos, para saber si le
digo la verdad.
Muevo
la cabeza como Steve Wonder al cantar Somos
el mundo y soy sincera:
—Me
derrito. No sé si como mantequilla o helado, pero me pasa. Entonces me enfurece
sentirme así y soy brusca.
Ella
no me contradice. Busca información, como moderna Sherlock Holmes que es.
—¿Qué
hace él?
—Ser
divino, qué puedo decirte. Se calla, me dice después palabras más tiernas
todavía, se recupera y lo siento humilde, como si se arrodillara ante mí.
Estela
da una palmada.
—¡Dios
mío! ¡Qué mujer más burra esta! Tienes que dejar de ser así. No puedes cerrarte
tanto. Los sentimientos son los sentimientos. El amor es lindo, mi ángel.
—Pero
me da miedo. ¿Cómo crees que se va a enamorar de mí, y si se burla?
—Menos
mal que las personas normales no piensan como tú, porque la especie humana no
existiría ya en el planeta Tierra. Todos pasamos por eso, todos nos
arriesgamos. De eso se trata. No puedes evitar el dolor, el desengaño. Por
favor, ya no eres una niña. Crece.
Ahora
me mortifica oírla decir esas cosas. Lo recuerdo a él.
—Hablas
como Merlín.
—Merlín
se enamoró, pero renunció al amor terrenal por su magia. Imposible que yo hable
como él, aunque suena lógico. Merlín era muy sensato.
—Te
hablo de mi Merlín. Eso fue lo que me
dijo hoy. Y el tuyo no renunció al amor. Fue traicionado, que es otra cosa.
—Ay,
chica, es que me has robado hasta el nombre del mago que adoro para dárselo a
ese muchacho. Y que conste, procura que lo merezca. Cuenta, vamos, cuenta.
Le
digo más o menos lo que recuerdo, y tengo que taparle la boca de vez en cuando
porque sus exclamaciones van a despertar al dormitorio completo. A las personas
que ahora duermen, claro.
—A ver
si te he entendido. Te aguantó que hablaras de tu abuela y hasta quiere
conocerla, dice que le gusta estar hablando contigo como un bobo sin saber
quién eres, sin tocarte ni la mano y arriesgándose a que lo boten de la escuela
por andar afuera de noche. Si lo sorprenden como el otro día, porque seguro fue
él quien pasó la noche esperándote y lo vio el subdirector —no sé cómo puede
deducirlo todo, coge aire y sigue—. Chica, ¡ese niño está enamorado! Mira:
estar enamorado es un estado especial del alma, hija mía. Se ha enamorado de tu
voz, de lo que le dices, está enamorado de un fantasma, pero lo está. Te toca
ahora hacer que la verdadera tú sea el fantasma que él ama.
—A eso
le tengo miedo. ¿Y si cree que soy más bonita? Si no soy su tipo,… en fin, si
se desilusiona cuando me conozca.
—Entonces,
ahí acaba todo. ¿Y si no? ¿Si por tu bobería estás perdiendo vivir un amor con
ese tal Merlín? Además, ¿de dónde sacaste la bobería esa de preferencias por
tipo? Si me entero que estás leyendo las revistas esas Hola o Vanidades que trae
la sesohueco de Mariela, eso sí no te lo perdono. A mí me encantan los rubios y
me enamoré de Roberto que no se sabe si es indio, mulato o tostado por el sol.
El amor es otra cosa, piénsalo. Si es que tú en realidad pareces una monja del
siglo quince cuando ya hay estaciones espaciales.
—No
sé, Estela. Estoy tan confundida, que dentro de la cabeza tengo un torbellino y
un ruido, como si hubiera alguien estrujando papeles.
Me
hace la mueca de “no tienes remedio”.
—No
voy a atormentarte más, pero eso de que estás aquí para estudiar nada más, no
tiene que ver con lo otro. Mira la hora que es y nosotras aquí, hablando de
Merlín. Mañana a nuestro grupo le toca el matutino, y tú tienes que leer las
noticias. Así que te acuestas y duermes, porque después te pones más nerviosa y
mueves el periódico como si tuvieras el mal de Parkinson.
—¡Ay,
no! —digo desesperada—. Tienes que ayudarme. No puedo leer las noticias. Me va
a reconocer la voz.
—¡Ahora
sí está bueno esto! Vas a convertirte en una apática por ese chiquito. En mí ni
pienses. Sabes que ayer se me rompieron los espejuelos. Casi estoy de oyente en
las clases hasta el fin de mes. Ni pensar que pueda leer el periódico.
—¿Qué
hacemos, Estela?
—Hablar
con Flor. Ella sueña con ser locutora, así que mañana nos levantamos. Te quedas
muda, y yo le digo que te quedaste sin voz. Eso sí, por lo menos hasta la tarde
no puedes recuperar el habla, si no, quedo como mentirosa.
Me río
al final. ¡Qué cosas se le ocurren! Pues sí, es una buena solución.
Salimos
del baño y miro a la noche desde la ventana. Se ve una estrella grande,
haciendo guiños desde lejos. ¿Será Venus, la diosa del amor?
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