En el
arroyo que pasa cerca de Cueva Chiquita vive una jicotea que es igual a las
demás, pero también es distinta. Tiene el carapacho en colores; un pedazo azul,
otro verde, este amarillo, aquel morado y, cuando camina, parece un arco iris
echado a rodar por esos mundos.
Resulta
que una madrugada de luna llena se le ocurrió a Papirusa pasear mientras las
matas de pomarrosa conversaban de cuanto habían visto durante el día.
Cantaba
Papirusa con música de agua fresca y miraba hacia arriba. Contemplaba la rueda
rueda de las estrellas. ¡Qué dispareja! Por aquí están amontonadas y por allá
se alejan y se alejan, como si no quisieran
seguir jugando.
La luna
entera, las estrellas caprichosas y su propio canto, entretuvieron tanto a
Papirusa que no vio al Cangrejo Malas Muelas echado al lado de una piedra y le
pisó una pata.
—¡Jicotea
tonta! Me has lastimado mi pobre pata. ¡Tonta y retonta! Parece que no miras
por donde vas.
—Disculpe,
está la noche tan bonita que me entretuve y...
—¡Ah! Lo
que yo digo. Por esas boberías me has pisoteado.
Así
enfurecido le lanzó una tormenta de agua y tierra a la jicotea, le dio con sus
dos muelas en el carapacho y se fue corriendo hacia atrás, protestando sin
parar e insultando a todos por el camino.
—¡No
tiene seso! ¡No tiene seso!—gritaba sin parar.
Ella se
puso triste y fue a dormir. Por la mañana, cuando nadaba, sintió frío. El sol
le preguntó:
—Papirusa,
¿dónde está el pedazo anaranjado de tu carapacho?
La
jicotea se asustó al ver que era verdad y se sintió muy desgraciada. Hasta agua
le entraba por su caparazón.
Salió a
la orilla para tumbarse al sol. Enseguida todos sus amigos quisieron saber
quién le había quitado uno de sus colores. ¡El Cangrejo Malas Muelas! Él había
arrancado el pedazo al carapacho de la jicotea. Pero como los habitantes de
Cueva Chiquita son de pocas palabras y mucha acción, trataron de hacerle un
color a Papirusa.
Los
caracoles fueron los primeros en brindarse, pero cuando la jicotea se viraba en
la tierra, se rompían. Probaron las hojas de yagruma, lagartijas, los
camaroncitos rojos de la cueva. Todo fue inútil.
La lluvia
vino a saludarlos y al saber lo ocurrido fue en busca de ayuda. Al poco rato se
dibujó un arco iris desde el cielo hasta el arroyo de Cueva Chiquita y en medio
de la alegría de todos, un rayo de luz anaranjado envolvió a los árboles, a la
tierra y a todos los demás habitantes del lugar. Cuando los siete colores se
perdieron entre las nubes, todos pudieron ver cómo en el carapacho de Papirusa
había ahora un color naranja de lluvia.
A Malas
Muelas lo desterraron para siempre de Cueva Chiquita porque allí no quieren a
la gente inútil, de mal corazón y que no contemple las noches estrelladas.
La
jicotea es feliz porque completó su carapacho. Descansando junto al agua,
parece Papirusa un abanico de colores donde cada uno está muy pegadito al otro,
cuidándolo del frío y del viento fuerte como hacen los buenos amigos.
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