La niña entra a la casa y se despide de su mamá. No le queda más remedio
que cargar con una mochila de explorador para llevar agua y comida. Sale por el camino del norte y ve, a lo lejos, la
silueta de una ciudad. Parece una fortaleza gris. Al entrar, se deslumbra: los
edificios son tantos y tan altos, que si uno mira al cielo no consigue
descubrirlo y la cabeza empieza a darle vueltas. Como el sol no se ve, se vive
en una noche interminable y hay luces brillando hasta a lo largo de las aceras.
Después de recorrer dos o tres calles siente mucho
más el mareo; tiene que sentarse a descansar en un banco. Se le acerca un niño
que trae su perro atado a una cadena brillante.
―¿Puedo sentarme en este banco?― pregunta.
―Claro que sí ―responde ella―. Es lindo tu perro,
pero demasiado tranquilo.
El niño toca la oreja del animal y éste empieza a
ladrar.
―¡Uf! ―exclama la niña―. Este perro ladra muy raro.
―Es que la batería está un poco gastada, tengo que
comprar una nueva.
―¿Batería? ―se asombra nuestra niña―. ¿No es un
perro de verdad?
El chico le cuenta que aquí los perros son
automáticos, porque no hay jardines ni árboles para arrimarse, levantar la pata
y orinar. Eso no le gusta a los perros.
―Se han traído algunos perros de verdad, pero al
poco tiempo escapan, en cuanto dejan de ser cachorritos― explica él.
“Por eso me siento ahogada en este lugar”, piensa
ella. “Esto no es una ciudad: es una locura”.
―¡Aluminito! ―grita una mujer.
―¡Ya voy, mamá!
El niño le dice que va para su casa.
―¿Te llamas Aluminio?
―Sí― responde él― ¿Te parece bonito mi nombre?
A la niña le da pena ofenderlo.
―Me parece... metálico.
Aluminio se va con su perro automático y ella
tiene ahora un mareo grande como un edificio. Baja la cabeza y la pone entre
sus rodillas.
Una señora le habla.
―Pobrecita, deben ser las luces ―dice―. Atraviesa
por esta calle y anda hasta que puedas ver la chimenea.
Aunque no entiende qué quiere decir con eso la
mujer, la niña sigue el camino indicado. Intrigada ve cómo muchas personas
siguen su dirección.
Llega a un espacio libre de edificios donde se
alza sólo una chimenea de ladrillos rojos, igual a las chimeneas antiguas que
ha visto en los libros donde se cuentan historias de países de nieve.
Lo mejor es que sobre la chimenea se asoma el sol,
y a ella le parece que es más amarillo y brillante. Sin saber por qué la niña
siente que la nostalgia entra en su corazón y se lo estruja. Tiene deseos de llorar
y piensa en su madre. ¿La extrañaría tanto así?
Esta chimenea la construyó un artista. Él mismo
moldeó los ladrillos de barro, ayudado por un viejo alfarero.
En este momento la niña ve una cara conocida y se
angustia. Es Cálculo Pérez, sólo que no viene con su secretaria ni tiene la
calculadora. Empiezan a escucharse sus comentarios.
―A estas alturas, una chimenea no sirve para nada.
―Pero es linda― dicen quienes le oyen.
―Sí, pero un edificio sería mejor. Podrían vivir
muchas personas, o poner tiendas que vendan cosas útiles― contesta Cálculo
Pérez, seguramente calculando ganancias para él y para su empresa.
―Estamos cansados de ver sólo edificios y luces;
desde aquí se ve el sol― dicen los habitantes.
Cálculo saca su calculadora del bolsillo y una
libreta para notas, pero no va a suceder lo mismo que con los árboles. Lo
rodean muchas personas y sin saber cómo, desaparecen la libreta y su
calculadora. Asustado, echa a correr hacia los edificios.
La niña descubre un camino al costado de la
chimenea y lo sigue. Al final se abre un prado extenso por donde caminan muchas
personas. Por todos lados hay hornos de los que sacan decenas de ladrillos y
puede ver algunas casas que enseñan sus aleros al sol.
Estas personas encontraron el camino, se dice
ella, algún día podrán mojarse en un aguacero y crecerán los árboles. Entonces
Aluminio tendrá un perro de verdad. ¿Se cambiará el nombre ese día?
(De La niña que salió a buscar un cuento)
(De La niña que salió a buscar un cuento)
No hay comentarios:
Publicar un comentario