En otros años, al hablar de
la celebración de Halloween, me he referido a sus orígenes celtas, pues esa fecha estaba dedicada, según la tradición y los historiadores, a celebrar el final del verano y la
cosecha. Por su parte, la noche de Samhain (que era como se le llamaba a ese 31 de octubre), los espíritus de los muertos
vagaban por la tierra y los vivos, por temor, apagaban las luces y cerraban sus casas,
usando ropas oscuras que los hicieran pasar inadvertidos, para evitar que los
muertos se los llevaran al Más allá.
Aunque veo una contradicción
entre estos dos hechos, cuyas naturalezas no concuerdan del todo, demos por
sentado que les rendían culto a sus deidades de la muerte y de la abundancia en
ese día (Morrigan y Dagda). Que por el día celebraban la cosecha y la abundancia y, por la noche, se encerraban por miedo a los espíritus. Algo de ese temor es el que insufla la actual celebración, orientada a los disfraces de brujas, seres maléficos y extraños.
La tradición, llevada
primeramente a Estados Unidos por los emigrantes irlandeses, con muchas otras
de sus tradiciones de origen celta, durante la masiva emigración por la fatal
hambruna que padeció ese pueblo con motivo de la plaga del cultivo de la papa entre los años 1845 y 1849, fue
transformándose hasta la fiesta que se conoce hoy día.
De los símbolos asociados a la celebración, sin dudas el más identificativo
es el de la calabaza gigante que se asemeja a una cara, con ojos y boca, por
donde se ve la luz que brilla dentro de ella.
Indagando por su origen y significado, he consultado varias fuentes.
Casi todas coinciden en afirmar que el origen tiene que ver con la leyenda de Jack,
parte del folclor irlandés, según la cual existió un personaje de tal nombre; algunos dicen que un granjero astuto, otros que un famoso bebedor y jugador a
quien el diablo consiguió comprar su alma, pero el listo de Jack consiguió
hacer subir al diablo a un manzano para alcanzarle una fruta como último deseo,
dibujó una cruz en el tronco y Satanás pudo bajar solo prometiendo que lo
dejaría en paz. Como no podía ir al cielo por sus pecados, ni al infierno (pues
el diablo lo había liberado), su alma vagaría eternamente por el mundo. El
diablo le dio una brasa encendida para que no anduviera a oscuras, la cual Jack
colocó dentro de un nabo ahuecado, que se convirtió en un farol.
Al traer la tradición a Norteamérica, siendo más común en esta época
del año la calabaza que el nabo, el farol cambió. Entonces, se ahuecan y tallan
calabazas en vez de nabos, y dentro se colocan velas o luces para mantenerlas
encendidas. Entonces se le llama jack-o’-lantern (linterna
de Jack en inglés) y existen tradiciones parecidas en otros países de Europa, con la remolacha, el nabo, etc.
Algunos historiadores no consideran que específicamente este símbolo
haya existido en las celebraciones originales, lo que es lógico suponer, porque
los vivos no deseaban atraer la atención de los muertos, sino todo lo
contrario.
Por toda la imaginería popular que ha despertado durante los dos últimos
siglos, habiéndose comenzado a celebrar en los Estados Unidos desde la década
del 40 del siglo XIX (aunque masivamente solo ha sido desde 1921) y
extendiéndose a otros países de América y Europa, se ha convertido en una
tradición que convoca a la fantasía y, por tanto, es bien recibida para romper
la inercia de los días iguales.
Cuando veo esa calabaza gigante, con aspecto terrorífico, me recuerda una
frase popular en Cuba, presente incluso en rondas infantiles: Calabaza, calabaza: cada uno pa´su casa.
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