La noche estrellada sobre el Ródano,(Van Gogh) |
He pensado con
nostalgia en Merlín. No encuentro placer ni siquiera en los ocasionales juegos
de ping-pong que
nos permitimos Juanca y yo para relajarnos un poco de la tensión del estudio.
Estela no me ha dejado que le hable durante la semana, porque dice que tengo la
culpa de sentirme así. Es un desasosiego extraño, y apenas me concentro. Por
poco pierdo un punto en la prueba de Literatura y ¡por una falta de ortografía!
Escribí, hablando de Galileo, “los discorsi”. Por suerte, lo vi a última hora,
ya que la D era en mayúscula, porque es el título de la obra. Lo peor es que la
respuesta era como de una página. Me pasó por lucirme y hacerme la sabihonda,
porque en realidad la pregunta era sobre el teatro de Brecht. Si me puse mal yo, peor se puso el profe
Raúl. No quería creerlo. Me adora casi como a una diosa. Ese es el temor que me
da con todos: con Gilberto, que me imagina dulce y buena como una virgen; con
el profe Raúl, para quien soy una moderna Sor Juana; con Juanca, quien piensa
que soy la más bonita y la más inteligente. Al final, yo me veo como todo el
mundo y temo decepcionarlos. Lo peor es que cuando trato de sacarlos de su
error, piensan que también tengo la virtud de la modestia, y no es verdad. Soy
soberbia y me disgusta equivocarme. Lo que sí no tengo ningún ánimo de lastimar
a los demás, y siempre me acuso si soy dura o áspera con alguien.
Por eso aprovecho
que dieron permiso para estudiar hasta más tarde en las aulas y me escurro
hasta mi rincón de la caseta, con uniforme y todo. Daba por descontado que
Merlín no estaría, así que no tomé precauciones. Me siento en un cartón.
—Cuando
estaba la noche más oscura, salió la luna para alumbrar mi corazón.
—¡Merlín!
—Yo
mismo, sin vara mágica, sin la danza de los gigantes y como un simple mortal,
esperando, alimentado por una mínima esperanza. A veces, cuando te extraño,
quisiera llevar la noche en el bolsillo y sacarla, como un pañuelo, y agitarlo en el aire para extender las sombras y las
estrellas, para escucharte, Luna, y sentir ese olor tuyo, a flor, a madera, a
ti…
Tengo que decir
que para mí son estas las más románticas palabras del mundo y que no cambio a
mi Merlín por ningún personaje de novela. «¿Ni siquiera por el verdadero
Merlín?», preguntaría Estela. Dudo, pero no conozco al verdadero y la magia de
este la logra solo con tenerlo cerca, como ahora. Para mí, suena un arpa
dulcemente y flota en el espacio, a nuestro alrededor, un coro de voces
angelicales.
—Estar
a tu lado es como flotar en el tiempo, en contra de la gravedad.
¡Si es
como lo digo! Me lee el pensamiento. O tal vez es que siente lo que yo siento.
¿Será posible? A lo mejor es un falso y se ha aprendido esas frases para
engañar a bobas como yo. Me pongo en guardia.
—Yo
pensé que la astronomía era parte de la física.
—Así
es. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque
si desafías la gravedad, estás desconociendo una de las leyes físicas, lo cual
para ti es muy importante. A la hora de estudiar Astronomía, quiero decir.
Se
ríe, el muy bandido. Debe saber que eso me encanta.
—Solo
que el sentido del humor no es una ley de la física, es una cualidad humana y
por estar siempre a la defensiva, cuidándote de mí, perdemos los mejores
momentos de estar juntos. ¿Quieres que te proponga otro trato?
—Está
bien. Pero no te puedo prometer aceptarlo —respondo yo, sospechando.
—No
hace falta que prometas algo. Sé que te conviene.
—Claro,
como eres adivino…
—Adivino,
no, soy mago. Recuerda que me nombraste Merlín. Y las cosas, según una frase de
un cuento de Onelio Jorge, son como uno las va nombrando por el camino. Así que
soy mago, por obra y gracia tuya.
—Muy
gracioso —le arrugo la nariz, por gusto, porque él no puede verme.
—¿Sabes
que me parece que haces muecas? —respiro hondo, ¡también lo sabe!—. Lo que te
propongo es no decirte más piropos ni enamorarte. Hablar como dos amigos, al
final es lo que somos. Y podré conocerte y disfrutarte mejor. Dejarás de estar
a la defensiva. Quiero gozar de tus ocurrencias, de tu gracia.
Me
confunde. Es verdad que temo al enamoramiento, pero me gusta todo lo que me
dice.
—¿No
estaba en lo cierto? Es la mejor propuesta que puedo hacerte. Pero no me pidas
que deje de venir aquí. Todo, menos eso.
No
puedo decir nada en contra.
—Estoy
de acuerdo. Pero por ahora no podremos seguir viniendo. Hoy me escapé un rato
porque mañana no tenemos prueba. Hasta pasado, que es la de Historia, hay un
receso.
—¡Menos
mal! Ya me asfixio si no vengo acá alguna noche y, aunque no estés, hay algo en
el ambiente que te recuerda.
No
respondo. Me cuesta hablar ahora, porque no sé si será mejor tenerlo distante.
Creo que será peor. A uno siempre le gustan las cosas difíciles. ¡Mi madre!
Ahora sí seguro que me enamoro. Tengo que inventar algo para acabar con esto.
Después
de las pruebas haremos una caminata a la sierra Las Casas, porque termina el
semestre. Es en la madrugada del domingo, así que no salimos de pase. Después,
cuando vayamos a la casa, tenemos cuatro días de vacaciones.
—Ahora
vamos a estar tiempo sin vernos. Después de las pruebas, tendremos la caminata
y las vacaciones.
—No
son tantos días. Si no fueras así, tan caprichosa, pudiéramos ir a casa de tu
abuela en esos días. Me gustaría muchísimo.
A mí
algo se me mueve por dentro. No sé si el estómago o el corazón.
—¿Y
qué me dices de tu mamá? Ahora necesita compañía. Tu hermano es chiquito y
contigo podrá hablar mejor.
—Si
supieras, desde que por fin se separaron, las cosas están mejor. Y compañía,
tiene. Mi tía vino para la casa y se ha quedado un tiempo en mi casa. Ella vive
en Matanzas, porque trabaja en la termoeléctrica de allá, pero está haciendo un
curso sobre protección ambiental. Se va a quedar seis meses. Eso a mami le
viene muy bien. Además, Luna, ¿de qué va a hablar conmigo? Ella es diseñadora
de modas y de ahí a la astronomía, hay millones de años luz.
—No,
qué va. Hay millones de años hombres, y déjame decirte que es muchísimo, porque
el machismo viaja más rápido que la luz.
Pensé
que le iba a dar un ataque, porque no paraba de reírse.
—¿Ves
lo que te digo? Eres muy ocurrente. No soy machista, pero no tengo que ver con
el diseño de ropa, y ese es el mundo de mi mamá.
—Pues
mira, ahora que no tiene pareja, es cuando le hace falta que la acompañes a
desfiles o a presentaciones, que te intereses por lo que hace. No puedes ser
egoísta.
Se
hace un silencio corto.
—Quizás
algún día tú puedas salir con ella.
—Pudiera
ser. ¿Quién sabe? A lo mejor un día a las ranas le crecen barbas, y a ti, cuero
de ganado vacuno.
—¡Ay,
Luna! Qué cosas tienes. Está bien, pero si es ganado vacuno, que sea un toro.
—Te lo
decía ya. Enseguida supe que eras de ese grupo.
—Pues
te equivocaste. No me gusta el diseño de modas, pero tampoco me gustan las
carreras de motos, por ejemplo. Una actividad muy “masculina”, que yo sepa. Sin
embargo, me encanta el ballet y el teatro. Cuestión de gustos, Luna, no de
actitud ante la vida.
De
pronto se oyen unas voces y vemos la luz
de una linterna. Oigo cómo Merlín se levanta y viene hacia mí. Estoy tan
nerviosa que no atino a moverme. Me dice bajito: «Escóndete atrás. Yo veré
quiénes son».
Voy
hasta la parte de atrás de la caseta. En eso sale Merlín:
—¿Qué
hacen ustedes aquí a esta hora? —oigo que pregunta con voz de trueno, igual a
la de un profesor. Después llegan las respuestas, asustadas.
—Venimos
a coger aire —dice uno, con voz de niño chiquito, y hay otra voz detrás de la
de él, muy parecida, que trata de confirmar.
Se oye
entonces otra, muy diferente.
—¡Eh!
¿Qué te importa a ti, mi hermano, lo que estamos haciendo aquí? No eres profesor,
ni cura, ni policía —dice el sujeto que parece ser de los aseres de la escuela.
Oigo
un forcejeo y un ruido de cuerpos que chocan. ¡Mi madre! ¿Qué estará pasando?
Pero no puedo salir de mi escondite. Parece que ahora el guapo reconoció a
Merlín.
—¡Oye!
No sabía que eras tú, mi socio. Vine a abrirle unos huecos en las orejas a los
chamacos estos para que se pongan aretes.
—¿Aretes?¿Estás
loco, Pochi? Primero, esto está oscuro, capaz que le hagas el hueco fuera de
lugar y además, se le infecta. Eso tiene que ser en la enfermería.
El
socio se echa a reír.
—Yo no
soy enfermero, mi hermano. Y si es allá no me busco unos pesos.
«¡Qué
asco!», pienso. Ese tipo está cobrándole a esos dos novatos por echarle a
perder las orejas. Siempre encuentra uno a algún bobo.
Merlín
habla tranquilo, pero firme.
—Que
no se te ocurra hacerle nada a estos chamacos. Y ustedes, andando pa'la
escuela, ¡vamos!
Siento
como se van corriendo y el otro le dice algo que no logro oír. Pero sí oigo a
Merlín.
—Mira,
Pochi, por una cosa de esas te embarcas y te botan de la escuela, compadre. Usa
la cabeza, anda.
El
otro no contesta enseguida. Después, llega la pregunta.
—¿Y
qué tú haces aquí, mi hermano? Porque a
este lugar no se llega por casualidad.
—Estoy
esperando a alguien, mi socio. Por eso me hace falta que esto esté despejado.
—¿Alguna
jevita, asere?
—Eso
es asunto mío, Pochi. No me malees.
Todavía oigo un
murmullo y risas. Menos mal, pero se tienen que haber dado algunos golpes, por
los ruidos que sentí. ¡Qué susto! Merlín me habla.
—Luna,
ya no hay peligro.
—¿Te
hicieron daño?
—No
soy tan débil —responde, con voz cansada.
—Espero,
por tu bien, que sea así —le digo, y se me ocurre otra pregunta—. ¿Te gustan los piercings?
Contesta
muy socarronamente.
—¿Dónde?
—En la
nariz, en la ceja, en la lengua, dondequiera.
—No me
gustan. Ni tampoco me gustan los tatuajes. Todo eso sí me haría parecer ganado
vacuno.
¡Menos
mal! Yo no resisto esos chiquitos llenos de argollas. Ni los tatuajes tampoco.
Antes, los tatuajes se los hacían los marineros y los presos. Eso dice mi mamá.
Ahora se ha vuelto una moda. Y entre las muchachas, más. Se lo digo y ríe.
—Eres
una extremista, Luna. A las personas no se les puede juzgar porque quieran
marcarse el cuerpo, o usar una moda. ¿Tú ves que ahora cualquiera puede usar el
pelo largo? Pues dice mi mamá que cuando ellos eran jóvenes, si tenías el pelo
largo pensaban que eras un delincuente y hasta podías ir preso y todo.
—Eso
es una exageración, Merlín. A las personas las llevan presas por robar, golpear
a alguien, por hacer algo que está prohibido, pero no por el pelo.
Ríe a
carcajadas.
—Luna,
me preocupa tu inocencia. No siempre es así. La justicia y las leyes las hacen
las personas, y las personas se equivocan.
—Uno
puede equivocarse, pero no así.
—Desgraciadamente,
sí.
Entonces me habla
de los hippies, de los cantantes de la Nueva Trova, de los Beatles, de música
que no podía oírse sino a escondidas y me asombra saber cosas que pasaron hace solo
veintipico de años pero que parecen ser de la edad de las cavernas. Escucho
hablar a Merlín y me lo imagino viejo. Sí, habla como si fuera mayor: su vida
no debe haber sido fácil, es como si hubiera tenido que crecer de repente para
alcanzar el lugar donde se le permitía aspirar el oxígeno. He sentido esa
sensación cuando me zambullo y salgo a la superficie, solo que no es igual.
Salir del agua toma unos segundos, ¿cuánto le habrá costado a Merlín salir a
respirar? Me parece que muchas cosas no tan envidiables. Eso me acerca más a
él. Lo hace parecer un héroe ante los muros destruidos de mi fortaleza, porque
sí, es cierto, no me lo puedo ocultar a mí misma: estoy enamorada de él. No sé
si una puede saber la cantidad exacta del amor. Pero es muchísimo en mi caso.
No lo puedo medir. Es igual a cuando uno le dice a su mamá que la quiere mucho,
abre los brazos y señala de aquí al cielo. Creo que es así. Enamorada de aquí
al cielo, pero ida y vuelta un montón de veces, hasta el infinito. ¿Esto es
amor, de verdad? Temo que sí. Aunque de nada sirve temer en mi caso. «Para ti,
hija, el amor es una enfermedad contagiosa para la cual no se ha inventado
todavía una vacuna», me dijo Estela la última vez que hablamos del tema. Solo
siento mucho miedo: a sufrir, a perderlo…
Aunque también recuerdo algo que leí en algún lugar. Nos asustamos y
tememos a algo, pero cuando las cosas ocurren no son tan malas, o al menos, no
duelen tanto como uno se imagina.
Alejo
el silencio y mis cavilaciones cuando me levanto y le digo:
—Debo
irme, Merlín. Ya es tarde.
Él responde
desde la puerta de la caseta.
—Nos
quedamos mudos. Quédate otro rato, Luna. Todavía es temprano.
—Me
prometiste no insistir cuando decidiera irme.
Se
rinde. Siempre consigo rendirlo con esa suerte de propuesta amenaza que lo
asusta, porque piensa que puede dejar de verme, digo, oírme.
—Está
bien. Me voy primero. ¿Cuándo vuelves?
—No lo
sé. Creo que será antes de las vacaciones. La caminata es el sábado. Podríamos
venir el domingo. No salimos hasta el lunes esta vez.
—De
acuerdo. ¿Vas a cuidarte?
—¿En
la caminata? No soy tan débil. Me canso un poco, pero nada más.
—Lo
sé. Pero cuídate de todos modos. ¿Lo prometes?
—Prometido.
Adiós.
—Adiós.
Oigo sus pasos
que se alejan y siento deseos de gritarle que vuelva, pero nada digo. ¡Si
pudiera tenerlo cerca durante la caminata! Saber que estará al tanto de mí. De
todas formas sería imposible, porque están Gilberto y Estela que no me dejarán
sola.
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