He salido del
aula porque me ahogo. No es calor, es una sensación de sofocación, de angustia.
Total, que apenas me concentro para estudiar. Lo que no me sepa ya, no me lo
aprenderé. Además, nunca me ha gustado estudiar de noche. Aquí no me queda otro
remedio porque el horario de autoestudio es obligatorio. En el balcón hay un
poco de frío. Es enero y, al parecer,
será un mes de invierno leve, lo que ocurre casi siempre en los últimos años.
Oigo unos pasos detrás de mí y antes de volverme, siento una mano en mi hombro.
—¿Te
sientes mal?
Es
Juan Carlos. No me vuelvo: siento su respiración agitada en mi nuca. Cuando lo
veo así, como un macho en celo, me da miedo. Por eso Estela me dice que le
corte las aspiraciones, pero me da pena con él. Es muy cariñoso conmigo. Me
cuida, lo quiero como a un hermano.
Me
coge una mano y la besa. Este gesto es típico de él. Y esas cosas me gustan,
pero él no. Me parece muy niño, siempre sé lo que piensa. Me viro y quedo entre
el muro y él.
—Juanca,
¿terminaste de estudiar?
—No he
terminado, pero no quiero seguir. O mejor, no puedo.
No
quiero preguntar por qué, lo sé. Anoche me miraba de una manera y no paraba de
suspirar. Pero que no hable de eso, por favor.
—Vamos
a entrar —digo y doy el primer paso en dirección al aula, pero él se acerca más a mí.
—No.
Tengo que preguntarte algo.
¡Lo
sabía! Ahora no me quedará más remedio que rechazarlo.
—Mira,
sabes que me gustas mucho —aprieta mi mano— y aunque estamos casi todo el
tiempo juntos quiero algo más. ¿Quieres ser mi novia?
Ya
está dicho. ¡Dios mío! ¿Ahora qué hago? No me salen las palabras. Él insiste:
—Dime
que aceptas.
—Es
que yo…
Entonces
él interpreta mal mi confusión y me besa. Por instinto lo rechazo con
brusquedad y no necesito darle una respuesta. Se pone serio y triste al mismo
tiempo.
—¿No
te gusto, verdad?
—Mira, Juanca, yo…
Pero
no me da tiempo a terminar.
—Soy
un bruto, disculpa. Pensé que el tiempo que pasamos juntos, tu cariño, era otra
cosa. No importa.
Sale
caminando como un loco y se va, dejándome a mí con la tristeza de su dolor.
¿Por qué nos enamoramos casi siempre de la persona equivocada? Él es muy bueno.
Merece que lo quieran, pero no puedo quererlo y no me lo explico. Es cierto que
el amor es un misterio. Contemplo la noche y pienso en Merlín. ¡Si él me
quisiera como Juan Carlos!
Otra vez oigo mi
nombre. Es Gilberto, por suerte. Sus manos son grandes y rugosas. Parece más un
trabajador del campo que un estudiante.
—¿Qué
tienes? —pregunta con ansiedad.
—Nada,
Gilber. Estoy aburrida en el aula. Ya no tengo deseos de estudiar.
—No te
hablo de eso. Vi irse a Juan Carlos. ¿Qué pasó?
—¿Qué
tú crees?
—Que
has hecho mal alentándolo. Todo el mundo sabe que está enamorado de ti como un
bobo.
—No lo
he alentado. Somos amigos. Me gusta estar con él, jugar juntos, ¿qué tiene de
malo?
Gilberto
tuerce los ojos.
—A
veces eres egoísta y haces daño sin darte cuenta.
—No
quiero hacerle daño. Es mi amigo y lo quiero.
—Entonces
déjalo tranquilo. No lo mortifiques. Ni juegues más con él… al tenis. Ya te
tocará sufrir. Y bastante.
Me
suena a profecía. No había visto antes a Gilberto así.
—No
tienes razón tú tampoco. Nunca lo alenté. Simplemente sucedió.
Él
mueve la cabeza como diciendo “nada se puede hacer” y entra al aula. Yo sí que
ahora no puedo entrar. Aunque me cueste un regaño voy para el dormitorio.
Bajo
al segundo piso y atravieso el pasillo aéreo. En eso veo venir a los maleantes
de doce: los de nombres raros. También viene el rubio narizón. Se paran delante
y me cortan el paso. ¿Qué inventarán ahora? Está oscuro aquí, pero pienso que no estén locos.
—Mira
quien está aquí —dice el de las motas—. La tenista. ¿Dónde dejaste al
guardaespaldas hoy?
No
contesto y trato de llegar a la esquina del pasillo para esquivarlo, pero ellos
también se corren. Me asustan cuando veo que el gordo bajito alarga la mano en
dirección mía, pero en ese momento el rubio se aparta y me deja pasar. Salgo
corriendo hacia la escalera.
Mira la chiquita
del once. ¿Por qué me recordará a Luna? Es distinto. A esta me gusta mirarla
nada más. A Luna la quisiera para estar tiempo con ella. Ahora los pesados
estos quieren interrumpirle el paso. Ella se ve asustada, claro. Nápoles y el
Bala se extreman. ¿Qué hago sin ponerme en contra de ellos? Aprovecho que ella
trata de irse y la ayudo.
—¿Estás
loco? ¿Por qué dejaste que se fuera?
—¿Y
para qué querían ustedes que se quedara? Ya veo que últimamente están muy
extraños. Ubíquense, que están en la escuela. Nos cogen en un brinco de esos y nos
botan. ¿Qué querían hacerle, asustarla? Pues lo consiguieron. ¡Si parecen unos
asaltantes de película!
Nápoles
da un silbido:
—¡Pssss!
Pareces una niña, asere. ¿Qué te está pasando? Yo creo que ya no quieres andar
con nosotros. Tú tienes otra onda.
Me molesta
lo que me dice y tiene razón: no tengo ganas de seguir andando con ellos. Pero
tampoco quiero buscarme problemas.
—Mi
socio, si crees eso, para luego es tarde. Yo nací solo.
Oigo a Ramón, al
Pincho y al Bala que protestan: «Oye, no le hagas caso a Nápoles, que es un
atravesa'o». «Nosotros no pensamos eso, socio»… pero yo aprovecho para
desaparecer. Ya veremos luego cómo arreglo esto. Salgo medio escondido por la
escalera del fondo de la escuela y voy al lugar de los encuentros. Sé que ella
no va a ir, pero no importa. Estar allí me acerca a Luna. Claro, no me imaginé
lo que veo ahora. El director en persona parado en medio de la oscuridad del
área de voleibol. Me dura todavía la confusión con los socios y mi ánimo no me deja
inventar un buen pretexto. De todas maneras hago como si no lo hubiera visto y
me siento en la base de la farola apagada. Espero que venga hasta
mí; bajo la cabeza, y seguro parezco un desahuciado de la vida. De todas formas
no está lejos de lo que siento en estos momentos: renegando de lo que he sido
hasta ahora y enamorado de una niña buena que, seguro, seguro, no querrá saber
de mí.
Los pasos ya
llegan. Estoy acabado porque solo un milagro me salvaría. Oigo la voz del
director.
—Alumno,
¿puede explicarme qué hace aquí en vez de estar en el aula?
Me
siento sin ánimos para inventar. Creo que me voy a buscar una buena ahora,
porque estamos en semana de pruebas, casi al final del semestre, y ando
faroleando; así que le digo la verdad, después de haberme puesto de pie, claro.
—Director,
es que he tenido una discusión en el aula, me duele la cabeza y he salido a
coger un poco de aire para que se me pase.
Me
quedo callado, esperando su respuesta, la amenaza segura, pero no llega. Tal
vez los milagros sí existan.
—Vaya a
la enfermería a pedir una aspirina; no se quede aquí —dice, mientras me da una
palmada en el hombro.
Sale caminando
hacia la escuela y yo detrás de él. Al menos para disimular cojo por la
escalera que va a la enfermería, pero no entro, sigo para el dormitorio.
No hay aspirinas
que me alivien mi dolor, que tampoco es de cabeza. Llego a la cama y, cuando
quito la sábana, cae algo al suelo. Es un papel. Las luces están apagadas,
porque los demás no han llegado; así que no las enciendo y voy al baño a ver qué
es.
Es la hoja de una
libreta y alguien ha escrito con letra de molde, para que se entienda y creo
que también para no ser reconocido:
QUIERO AYUDARTE. CUANDO VAYAS A LA
CAMINATA
BUSCA A UNA MUCHACHA QUE TENGA UN
PAÑUELO
ROJO
CON LISTAS BLANCAS.
ESA ES
LUNA. ESTARÉ CERCA, PERO TODAVÍA
NO TE
DESCUBRAS. LA PODRÁS VER Y ESPERA
UN
MEJOR MOMENTO PARA DECIRLE QUIÉN ERES.
UNA AMIGA
¡Ahora sí está
bueno! ¿Quién puede saber que yo soy quien me encuentro con Luna? Tiene que ser
la amiga de ella, esa de quien habla siempre. Seguro ella le ha contado y me ha
seguido. Al menos ahora tengo una esperanza, pero debo esperar al sábado.
Me parece que
falta una vida de aquí al sábado, porque hoy es miércoles.
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