Noche de Luna (Kandinsky) |
¿Qué hora será?
Ya hace rato que todo está en silencio. Hoy es viernes. Ayer tampoco me atreví
a salir, pero me muero de las ganas de ir hasta allá para ver si lo encuentro.
Voy a arriesgarme. Bajo de la cama sin hacer ruido. Camino en puntillas y abro
la puerta con cuidado. Suena un poco. Espero para ver si alguien escucha. Nada.
Salgo al pasillo y me deslizo por la escalera como un fantasma. Abajo también
está desierto. Voy hasta la escalera de atrás y ahora se oyen unas voces; me
pego a una columna. Es la enfermera hablando con la secretaria. Entonces es
ella quien está de guardia. Por suerte. Acostumbra a quedarse dentro de la
dirección oyendo música y no sale de recorrido. Debe ser por miedo. Camino con
cautela rumbo a la caseta. Es una noche clara y despejada. Cuando llego toco la
argolla y siento el roce de la rama en mi mano al tiempo que lo oigo preguntar.
—¿Eres tú, Luna?
Me pongo la mano
en el pecho porque el corazón me brinca.
—Sí, soy yo —es lo único que puedo responder para evitar
que se note en mi voz el temblor que me
recorre.
Su respuesta me
suena algo triste.
—Te extrañé. He
venido todas las noches con la esperanza de encontrarte.
«¡Qué
mentiroso!», pienso.
—Pero yo vine a
la noche siguiente y no estabas —le replico en tono de reproche.
—Solo falté esa
noche. Estaba en la enfermería, ingresado.
Ahora hay
ansiedad en mi pregunta:
—¿Estuviste
enfermo?
—No mucho. Me
intoxiqué. Seguro me hizo daño alguna comida.
Hago memoria y se
me escapa en alta voz lo que pienso.
—Esa noche yo fui
a la enfermería, pero nada más vi a la enfermera.
—Lo sé —responde
él—. Yo estaba en la sala de ingresos. Te oí hablar, pero cuando salí ya te
habías ido.
«Menos mal»,
pienso yo, aunque no estoy tan segura. Me hubiera gustado verlo. Pienso que si
depende de mi voluntad me va a costar decidir verlo.
—Si me hubieras
visto, sería una trampa. Ese no fue el trato. Además, yo sí no sabía que eras
tú.
—Eso me consoló.
Tengo deseos de verte, Luna.
Me estremezco. No
puedo dejar que me convenza. Acuérdate, me dice la conciencia, puede ser
mentira y solo estar jugando con la chiquita difícil para divertirse después.
—Estuve de
acuerdo en encontrarnos para hablar, no para vernos. Si no es así, no podré
venir más. Un trato es un trato.
Después de
decirle esto él calla y me da miedo de que no venga más, que se aburra de estos
encuentros porque le parezcan tontos.
No
puedo decir ni hacer algo que la haga desistir de estos encuentros. Al menos
así podemos hablar. Todo es cuestión de tiempo. Tiene miedo, aunque no sé a
qué. ¿A enamorarse? Pero me anima pensar que quiera venir aquí.
—No te
preocupes, solo digo cuál es mi deseo. No quiero tener secretos contigo.
Ahora quisiera
preguntarle entonces por qué viene, si le atrae algo de mí. Pero soy tonta de
remate. A los varones una le gusta por lo que ven y él no me ha visto. Debe ser
curiosidad lo que siente. Eso sí se lo puedo preguntar.
—¿Es por
curiosidad que sigues viniendo?
—¿Curiosidad? No
entiendo. Vengo porque me siento bien hablando contigo y… porque me gusta oír
tu voz.
—¿Oír mi voz?
¿Acaso tengo voz de locutora? —pregunto, irónica.
Él me desarma.
—Voz de ángel.
Nunca escuché ninguno, pero tienes la voz más dulce que haya oído.
No sé qué
responder. Es peligroso el rumbo de la conversación, así que cambio el tema.
—La semana que viene
empiezan los exámenes. No podremos venir.
Sabía que era de
las que se pasan todo el tiempo estudiando. Los exámenes duran como quince
días. ¿No podré verla en tanto tiempo? Se lo pregunto.
—A lo
mejor al final de semana. Es que yo le repaso Historia y Literatura a un
compañero mío.
¡Qué
suerte! Ojalá fuera yo. Me acuerdo del día de la enfermería.
—Supe
que tienes problemas para dormir. ¿Estás preocupada por algo?
—No
—responde ella—. Siempre he sido así. Dice mi mamá que cuando era recién nacida
estaba despierta hasta la madrugada, y dormía poco también por el día.
—Entonces,
¿por qué fuiste esa noche a la enfermería? —le pregunto.
—Por
Es…, por mi amiga. Dice que duermo muy
poco.
—¿Sabes?
Estas noches que he venido y no te he podido ver me di cuenta de que no tenemos
forma de hacernos llegar algún mensaje. ¿No se te ocurre algo? Una manera de
avisarnos si necesitamos vernos, si surge un imprevisto, ¿no crees?
De
nuevo estoy a punto de caer en una trampa. No puedo dar pie a que sepa quién
soy. Por ahora, al menos. ¡Oh! Yo misma me sorprendo. Pensé “por ahora”, o sea,
que ya estoy pensando que después pueda ser distinto. Estoy en un lío.
—No se
me ocurre. De repente no veo la manera de enviarnos mensajes sin saber quiénes
somos. Es difícil, pero mejor nos quedamos con la posibilidad de vernos aquí.
Nada más.
—Eres
terca. Está bien, voy a respetar el trato. ¿Tú bailas?
Me
sorprende otra vez. ¿Por qué querrá saberlo?
—Un
poco —le contesto—. Aunque no me gusta todo tipo de
música.
—Eso
pensé —me dice él—. Me gustaría poder
bailar alguna vez contigo.
—¿En
la escuela?
—En
cualquier lugar. Mi deseo no tiene que ver con la escuela. Tiene que ver
contigo.
Lo que no le
confieso es mi deseo de tenerla cerca y poder respirar ese olor que tiene a
flor mojada por la lluvia, pero se espantaría si se lo dijera. Me tiene miedo.
¿Por qué? ¿Mi voz sonará tan mal, tan terrible?
—¿Sabes
algo? —pregunta, como si me leyera el pensamiento—. Me gusta oírte reír y hoy
no has reído ni una sola vez. ¿Por qué?
Entonces
me río de su pregunta, sin llegar a contestarla.
Es cierto, muy
cierto. Me gusta oírlo reír, las cosas que dice, su voz… ¿Será eso enamorarse?
Y no poder hablar con Estela de él es terrible, pero si se lo cuento ahora se
va a poner furiosa, y con razón. Nunca hemos tenido secretos. Le voy a
preguntar a él.
—¿Te
has enamorado alguna vez?
Lo
cogí por sorpresa. Se demora en responder.
—Me
doy cuenta de que me han gustado algunas chi… muchachas, pero creo que no me he
enamorado. No antes. Entiendo que estar enamorado es necesitar ver a una
persona, extrañarla, sentir inquietud y paz a la vez.
No sé
qué decir. Es lo que yo pienso también. ¿Por qué lo sabe? Debe ser porque lo ha
sentido. ¿Qué quiso decir con “no antes”, que ahora sí lo siente? Esto es
peligroso. Tengo que irme.
Las
últimas palabras las digo en voz alta y me pongo de pie. Oigo cómo él se
levanta.
—¿Tan
rápido? —pregunta con ansiedad.
—No
nos damos cuenta, pero hace mucho que estamos aquí. Recuerda que si nos
sorprenden es un gran problema.
—Está
bien. Mañana nos vamos de pase. En todo el fin de semana no nos hablaremos. Si
quieres, te doy mi teléfono.
—Si te
llamo y tienes identificador de llamadas sabrás el número mío, así que ese lujo
no me lo puedo dar.
Se ríe
con deseos. Debe pensar que soy una tarada.
—No lo
tengo, te doy mi palabra, pero si desconfías, llama de un teléfono público.
—Déjame
aclararte algo. Aunque no me has visto aún, no estoy gorda ni necesito hacer ejercicios. Aquí hago
bastante. No me pidas que te llame desde un teléfono público.
Se extraña, porque no me entiende.
—Ni te
imaginas cuánto tendría que caminar para encontrar un teléfono público que
funcione.
—Si no
me vas a llamar, entonces prométeme venir aquí el lunes —la voz se nota ansiosa
otra vez—. Me has dicho que esa semana no vas a venir, por las pruebas. ¿Lo
prometes?
No quiero darle
seguridad. Tampoco la tengo. Venir aquí depende de muchas cosas. Hasta de si
puedo escaparme sin ser vista. Se lo explico, pero claro que no me entiende.
Logra arrancarme la promesa. Nos despedimos y yo me voy primero. Es increíble
cómo me he acostumbrado que ni siquiera me da la idea de mirar atrás. Llego al
dormitorio y, cuando voy a acostarme, veo una sombra al lado de mi cama. La
sombra es Estela. No veo su cara, pero la adivino. Me pregunta muy seria de
dónde vengo y yo susurro, para no despertar a las demás, que le cuento mañana.
“Entonces, mañana”, dice, y va para su cama.
Ahora sí se me
quitó el sueño. ¿Qué le cuento mañana a Estela, sin traicionarla? Me avergüenzo
de mí. Pero, qué digo, si ya la traicioné desde que no le conté de mis
escapadas, ni acerca de Merlín… ¿Por qué he sido tan boba, mi madre? A mí nada
más se me podía ocurrir ocultárselo a ella.