El primero de mayo es un día luctuoso. La
Internacional Socialista en 1889 lo proclamó como jornada universal por las 8
horas de trabajo y en homenaje a los llamados "Mártires de Chicago":
Engel, Spies, Parsons, Fischer y Lingg. Cuatro fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887 y Lingg se suicidó en su celda. José Martí, como periodista cubrió la noticia y su nota fue publicada por el
diario La Nación, de Buenos Aires.
Afortunados somos de conocer hechos de la
historia gracias a su pluma. Más que escuchar el ruido infernal de los sucesos,
trepida la palabra y nos transporta.
Como dice el Maestro: Sólo sirve dignamente a la libertad
el que, a riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los
que la comprometen con sus errores.
Nueva York, Noviembre 13 de 1887.
Señor Director de La Nación:
Ni el miedo a las justicias sociales, ni la simpatía ciega por los que
las intentan, debe guiar a los pueblos en sus crisis, ni al que las narra.
Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por
su enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores.
No merece el dictado de defensor de la libertad quien excusa sus vicios y
crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su defensa.
Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía que
el crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas
históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En procesión solemne, cubiertos los féretros de flores y los rostros de
sus sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro anarquistas
que sentenció Chicago a la horca, y el que por no morir en ella hizo estallar
en su propio cuerpo una bomba de dinamita que llevaba oculta en los rizos
espesos de su cabello de joven, su selvoso cabello castaño.
Acusados de autores o cómplices de la muerte espantable de uno de los
policías que, intimó la dispersión del concurso reunido, para protestar contra
la muerte de seis obreros, a manos de la policía, en el ataque a la única
fábrica que trabajaba a pesar de la huelga: acusados de haber compuesto y
ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que
tendió por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto,
causó después la muerte a seis más y abrió en otros cincuenta heridas graves,
el juez, conforme al veredicto del jurado, condenó a uno de los reos a quince
años de penitenciaría y a pena de horca a siete.
Jamás, desde la guerra del Sur, desde los días trágicos en que John Brown
murió como criminal por intentar solo en Harper’s Ferry lo que como corona de
gloria intentó luego la nación precipitada por su bravura, hubo en los Estados
Unidos tal clamor e interés alrededor de un cadalso.
La república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para
que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los
presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas contra el país
iracundo, no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos humanos que creía
esenciales a su mantenimiento.
Amedrentada la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo súbito de las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al crimen, junto con el acerbo encono del irlandés despótico que mira a este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de remediarlos que les embotó el juicio.
Amedrentada la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo súbito de las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al crimen, junto con el acerbo encono del irlandés despótico que mira a este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de remediarlos que les embotó el juicio.
Avergonzados los unos y temerosos de la venganza bárbara los otros,
acudieron, ya cuando el carpintero ensamblaba las vigas del cadalso, a pedir
merced al gobernador del Estado, anciano flojo rendido a la súplica y a la
lisonja de la casta rica que le pedía que, aun a riesgo de su vida, salvara a
la sociedad amenazada.
Tres voces nada más habían osado hasta entonces interceder, fuera de sus
defensores de oficio y sus amigos naturales; por los que, so pretexto de una
acusación concreta que no llegó a probarse, so pretexto de haber procurado
establecer el reino del terror, morían victimas del terror social: Howells, el
novelista bostoniano que al mostrarse generoso sacrificó fama y amigos; Adler,
el pensador cauto y robusto que vislumbra en la pena de nuestro siglo el mundo
nuevo; y Train, un nomaníaco que vive en la plaza pública dando pan a los
pájaros y hablando con los niños.
Ya, en danza horrible, murieron dando vueltas en el aire, embutidos en
sayones blancos.
Ya, sin que haya más fuego en las estufas, ni más pan en las despensas,
ni más justicia en el reparto social, ni más salvaguardia contra el hambre de
los útiles, ni más luz y esperanza para los tugurios, ni mas bálsamo para todo
lo que hierve y padece, pusieron en un ataúd de nogal los pedazos mal juntos
del que, creyendo dar sublime ejemplo de amor a los hombres aventó su vida, con
el arma que creyó revelada para redimirlos. Esta república, por el culto
desmedido a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en
la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos.
Como gotas de sangre que se lleva la mar eran en los Estados Unidos las
teorías revolucionarias del obrero europeo, mientras con ancha tierra y vida
republicana, ganaba aquí el recién llegado el pan, y en su casa propia ponía de
lado una parte para la vejez.
Pero vinieron luego la guerra corruptora, el hábito de autoridad y
dominio que es su dejo amargo, el crédito que estimuló la creación de fortunas
colosales y la inmigración desordenada, y la holganza de los desocupados de la
guerra, dispuestos siempre, por sostener su bienestar y por la afición fatal del
que ha olido sangre, a servir los intereses impuros que nacen de ella.
De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada.
Los inmigrantes europeos denunciaron con renovada ira los males que creían haber dejado tras sí en su tiránica patria.
De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada.
Los inmigrantes europeos denunciaron con renovada ira los males que creían haber dejado tras sí en su tiránica patria.
El rencor de los trabajadores del país, al verse víctimas de la avaricia
y desigualdad de los pueblos feudales, estalló con más fe en la libertad que
esperan ver triunfar en lo social como triunfa en lo político.
Habituados los del pais a vencer sin sangre por la fuerza del voto, ni
entienden ni excusan a los que, nacidos en pueblos donde el sufragio es un
instrumento de la tiranía, sólo ven en su obra despaciosa una faz nueva del
abuso que flagelan sus pensadores, desafían sus héroes, y maldicen sus poetas.
Pero, aunque las diferencias esenciales en las prácticas políticas y el
desacuerdo y rivalidad de las razas que va se disputan la supremacía en esta
parte del continente, estorbasen la composición inmediata de un formidable
partido obrero con unánimes métodos y fines, la identidad del dolor aceleró la
acción concertada de todos los que lo padecen, y ha sido necesario un acto
horrendo, por más que fuese consecuencia natural de las pasiones encendidas,
para que los que arrancan con invencible ímpetu de la misma desventura
interrumpan su labor, su labor de desarraigar y recomponer, mientras quedan por
su ineficacia condenados los recursos sangrientos de que por un amor insensato
a la justicia echan mano los que han perdido fe en la libertad.
En el Oeste recién nacido, donde no pone tanta traba a los elementos
nuevos la influencia imperante de una sociedad antigua, como la del Este,
reflejada en su literatura y en sus hábitos; donde la vida como más
rudimentaria facilita el trato íntimo entre los hombres, más fatigados y
dispersos en las ciudades de mayor extensión y cultura; donde la misma rapidez
asombrosa del crecimiento, acumulando los palacios de una parte y las factorías,
y de otra la miserable muchedumbre, revela a las claras la iniquidad del
sistema que castiga al más laborioso con el hambre, al más generoso con la
persecución, al padre útil con la miseria de sus hijos, en el Oeste, donde se
juntan con su mujer y su prole los obreros necesitados a leer los libros que
enseñan las causas y proponen los remedios de su desdicha; donde justificados a
sus propios ojos por el éxito de sus fábricas majestuosas, extreman los dueños,
en el precipicio de la prosperidad, los métodos injustos y el trato áspero con
que la sustentan; donde tiene en fermento a la masa obrera la levadura alemana,
que sale del país imperial, acosada e inteligente, vomitando sobre la patria
inicua las tres maldiciones terriblea de Heine; en el Oeste y en su metrópoli
Chicago sobre todo, hallaron expresión viva los descontentos de la masa obrera,
los consejos ardientes de sus amigos, y la rabia amontonada por el descaro e
inclemencia de sus señores.
Y como todo tiende a la vez a lo grande y a lo pequeño, tal como el agua
que va de mar a vapor y de vapor a mar, el problema humano, condensado en
Chicago por la merced de las instituciones libres, a la vez que infundía miedo
o esperanza por la república y el mundo, se convertía, en virtud de los sucesos
de la ciudad y las pasiones de sus hombres, en un problema local, agrio y colérico.
El odio a la injusticia se trocaba en odio a sus representantes.
El odio a la injusticia se trocaba en odio a sus representantes.
La furia secular, caída por herencia, mordiendo y consumiendo como la
lava, en hombres que, por lo férvido de su compasión, veíanse como entidades
sacras, se concentró, estimulada por los resentimientos individuales, sobre los
que insistían en los abusos que la provocan. La mente, puesta a obrar, no cesa;
el dolor, puesto a bullir, estalla; la palabra, puesta a agitar, se desordena;
la vanidad, puesta a lucir, arrastra; la esperanza, puesta en acción, acaba en
el triunfo o la catástrofe: “¡para el revolucionario, dijo Saint-Just, no hay
más descanso que la tumba!”
¿Qué revela apenas a las mentes sumas que ven hervir el mundo sentados,
con la mano sobre el sol, en la cumbre del tiempo? ¿Quién que trata con hombres
no sabe que, siendo en ellos más la carne que la luz, apenas conocen lo que
palpan, apenas vislumbran la superficie, apenas ven más que lo que les lastima
o lo que desean; apenas conciben más que el viento que les da en el rostro, o
el recurso aparente, y no siempre real, que puede levantar obstáculo al que
cierra el paso a su odio, soberbia o apetito? ¿Quién que sufre de los males
humanos, por muy enfrenada que tenga su razón, no siente que se le inflama y
extravia cuando ve de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubriesen de
lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales
que bien pueden mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse
en ellas a sus hijos y a sus mujeres?
Una vez reconocido el mal, el ánimo generoso sale a buscarle remedio:
una vez agotado el recurso pacifico, el ánimo generoso, donde labra el dolor
ajeno como el gusano en la llaga viva, acude al remedio violento.
¿No lo decía lo decía Desmoulins? “Con tal de abrazar la libertad, ¿qué
importa que sea sobre montones de cadáveres?”
Cegados por la generosidad, ofuscados por la vanidad, ebrios por la
popularidad, adementados por la constante ofensa, por su impotencia aparente en
las luchas del sufragio, por la esperanza de poder constituir en una comarca
naciente su pueblo ideal, las cabezas vivas de esta masa colérica, educadas en
tierras donde el voto, apenas nace, no se salen de lo presente, no osan parecer
débiles ante los que les siguen, no ven que el único obstáculo en este pueblo
libre para un cambio social sinceramente deseado está en la falta de acuerdo de
los que lo solicitan, no creen, cansados ya de sufrir, y con la visión del
falansterio universal en la mente, que por la paz pueda llegarse jamás en el
mundo a hacer triunfar la justicia.
Júzganse como bestias acorraladas. Todo lo que va creciendo les parece
que crece contra ellos. “Mi hija trabaja quince horas para ganar quince
centavos.” “No he tenido trabajo este invierno porque pertenezco a una junta de
obreros”.
El juez los sentencia.
La policía, con el orgullo de la levita de paño y la autoridad, temible
en el hombre inculto, los aporrea y asesina.
Tienen frio y hambre, viven en casas hediondas.
¡América es, pues, lo mismo que Europa!
No comprenden que ellos son mera rueda del engrane social, y hay que
cambiar, para que ellas cambien, todo el engranaje. El jabalí perseguido no oye
la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar grandioso de
la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un tronco oscuro, hunde el
colmillo en el vientre de su perseguidor, y le vuelca el rebaño.
¿Dónde hallará esa masa fatigada, que sufre cada día dolores crecientes, aquel divino estado de grandeza a que necesita ascender el pensador para domar la ira que la miseria innecesaria levanta? Todos los recursos que conciben, ya los han intentado. Es aquel reinado del terror que Carlyle pinta, “la negra y desesperada batalla de los hombres contra su condición y todo lo que los rodea”.
¿Dónde hallará esa masa fatigada, que sufre cada día dolores crecientes, aquel divino estado de grandeza a que necesita ascender el pensador para domar la ira que la miseria innecesaria levanta? Todos los recursos que conciben, ya los han intentado. Es aquel reinado del terror que Carlyle pinta, “la negra y desesperada batalla de los hombres contra su condición y todo lo que los rodea”.
Y así como la vida del hombre se concentra en la médula espinal, y la de
la tierra en las masas volcánicas, surgen de entre esas muchedumbres, erguidos
y vomitando fuego, seres en quienes parece haberse amasado todo su horror, sus
desesperaciones y sus lágrimas.
Del infierno vienen: ¿qué lengua han de hablar sino la del infierno?
Sus discursos, aun leídos, despiden centellas, bocanadas de humo, alimentos a medio digerir, vahos rojizos.
Sus discursos, aun leídos, despiden centellas, bocanadas de humo, alimentos a medio digerir, vahos rojizos.
Este mundo es horrible: ¡créese otro mundo!; como en el Sinaí, entre
truenos: como en el Noventa y Tres, de un mar de sangre: “¡mejor es hacer volar
a diez hombres con dinamita, que matar a diez hombres, como en las fábricas,
lentamente de hambre!”
Se vuelve a oír el decreto de Moctezuma: “¡Los dioses tienen sed!”
Un joven bello, que se hace retratar con las nubes detrás de la cabeza y el sol sobre el rostro, se sienta a una mesa de escribir, rodeado de bombas, cruza las piernas, enciende un cigarro, y como quien junta las piezas de madera de una casa de juguete, explica el mundo justo que florecerá sobre la tierra cuando el estampido de la revoluciln social de Chicago, símbolo de la opresión del universo, reviente en átomos.
Un joven bello, que se hace retratar con las nubes detrás de la cabeza y el sol sobre el rostro, se sienta a una mesa de escribir, rodeado de bombas, cruza las piernas, enciende un cigarro, y como quien junta las piezas de madera de una casa de juguete, explica el mundo justo que florecerá sobre la tierra cuando el estampido de la revoluciln social de Chicago, símbolo de la opresión del universo, reviente en átomos.
Pero todo era verba, juntas por los rincones, ejercicios de armas en uno
que otro sótano, circulación de tres periódicos rivales entre dos mil lectores
desesperados y, propaganda de los modos novísimos de matar ¡de que son más
culpables los que por vanagloria de libertad la permitían que los que por
violenta generosidad la ejercitaban!
Donde los obreros enseñaron más la voluntad de mejorar su fortuna, más
se enseñó por los que la emplean la decisión de resistirlos.
Cree el obrero tener derecho a cierta seguridad para lo porvenir, a
cierta holgura y limpieza para su casa, a alimentar sin ansiedad los hijos que
engendra, a una parte más equitativa en los productos del trabajo de que es
factor indispensable, alguna hora de sol en que ayudar a su mujer a sembrar un
rosal en el patio de la casa, a algún rincón para vivir que no sea un tugurio
fétido donde, como en las ciudades de Nueva York, no se puede entrar sin
bascas. Y cada vez que en alguna forma esto pedían en Chicago los obreros,
combinábanse los capitalistas, castígábanlos negándoles el trabajo que para
ellos es la carne, el fuego y la luz; echábanles encima la policía, ganas
siempre de cebar sus porras en cabezas de gente mal vestida; mataba la policía
a veces a algún osado que le resistía con piedras, o a algún niño; reducíanlos
al fin por hambre a volver a su trabajo, con el alma torva, con la miseria
enconada, con el decoro ofendido, rumiando venganza.
Escuchados sólo por sus escasos sectarios, año sobre año venían
reuniéndose los anarquistas, organizados en grupos, en cada uno de los cuales
había una sección armada. En sus tres periódicos, de diverso matiz, abogaban
públicamente por la revolución social; declaraban, en nombre de la humanidad,
la guerra a la sociedad existente; decidían la ineficacia de procurar una
conversión radical por medios pacíficos, y recomendaban el uso de la dinamita,
como el arma santa del desheredado, y los modos de prepararla.
No en sombra traidora, sino a la faz de los que consideraban sus enemigos se proclamaban libres y rebeldes, para emancipar al hombre, se reconocían en estado de guerra, bendecían el descubrimiento de una sustancia que por su poder singular había de igualar fuerzas y ahorrar sangre, y excitaban al estudio y la fabricación del arma nueva, con el mismo frio horror y diabólica calma de un tratado común de balística: se ven círculos de color de hueso, -cuando se leen estas enseñanzas, en un mar de humareda: por la habitación, llena de sombra, se entra un duende, roe una costilla humana, y se afila las uñas: para medir todo lo profundo de la desesperación del hombre, es necesario ver sí el espanto que suele en calma preparar supera a aquel contra el que, con furor de siglos, se levanta indignado, -es necesario vivir desterrado de la patria o de la humanidad.
No en sombra traidora, sino a la faz de los que consideraban sus enemigos se proclamaban libres y rebeldes, para emancipar al hombre, se reconocían en estado de guerra, bendecían el descubrimiento de una sustancia que por su poder singular había de igualar fuerzas y ahorrar sangre, y excitaban al estudio y la fabricación del arma nueva, con el mismo frio horror y diabólica calma de un tratado común de balística: se ven círculos de color de hueso, -cuando se leen estas enseñanzas, en un mar de humareda: por la habitación, llena de sombra, se entra un duende, roe una costilla humana, y se afila las uñas: para medir todo lo profundo de la desesperación del hombre, es necesario ver sí el espanto que suele en calma preparar supera a aquel contra el que, con furor de siglos, se levanta indignado, -es necesario vivir desterrado de la patria o de la humanidad.
Los domingos, el americano Parsons, propuesto una vez por sus amigos
socialistas para la Presidencia de la República, creyendo en la humanidad como
en su único Dios, reunía a sus sectarios para levantarles el alma basta el
valor necesario a su defensa. Hablaba a saltos, a latigazos, a cuchilladas: lo
llevaba lejos de sí la palabra encendida.
Su mujer, la apasionada mestiza en cuyo corazón caen como puñales los
dolores de la gente obrera, solía, después de él, romper en arrebatado
discurso, tal que dicen que con tanta elocuencia, burda y llameante, no se
pintó jamás el tormento de las clases abatidas; rayos los ojos, metralla las
palabras, cerrados los dos puños, y luego, hablando de las penas de una madre
pobre, tonos dulcísimos e hilos de lágrimas.
Spies, el director del Arbeiter
Zeitung, escribía como desde la cámara de la muerte, con cierto frío de
huesa: razonaba la anarquía: la pintaba como la entrada deseable a la vida
verdaderamente libre: durante siete años explicó sus fundamentos en su
periódico diario, y luego la necesidad de la revolución, y por fin como Parsons
en el “Alarm”, el modo de organizarse para hacerla triunfar.
Leerlo es como poner el pie en el vacío. ¿Qué le pasa al mundo que da vueltas?
Spies seguía sereno, donde la razón más firme siente que le falta el pie. Recorta su estilo como si descascarase un diamante. Narciso fúnebre, se asombra y complace de su grandeza. Mañana le dará su vida una pobre niña, una niña que se prende a la reja de su calabozo como la mártir cristiana se prendía de la cruz, y él apenas dejará caer de sus labios las palabras frias, recordando que Jesús, ocupado en redimir a los hombres, no amó a Magdalena.
Cuando Spies arengaba a los obreros, desembarazándose de la levita que llevaba bien, no era hombre lo que hablaba, sino silbo de tempestad, lejano y lúgubre. Era palabra sin carne. Tendía el cuerpo hacia sus oyentes, como un árbol doblado por el huracán: y parecía de veras que un viento helado salía de entre las ramas, y pasaba por sobre las cabezas de los hombres.
Leerlo es como poner el pie en el vacío. ¿Qué le pasa al mundo que da vueltas?
Spies seguía sereno, donde la razón más firme siente que le falta el pie. Recorta su estilo como si descascarase un diamante. Narciso fúnebre, se asombra y complace de su grandeza. Mañana le dará su vida una pobre niña, una niña que se prende a la reja de su calabozo como la mártir cristiana se prendía de la cruz, y él apenas dejará caer de sus labios las palabras frias, recordando que Jesús, ocupado en redimir a los hombres, no amó a Magdalena.
Cuando Spies arengaba a los obreros, desembarazándose de la levita que llevaba bien, no era hombre lo que hablaba, sino silbo de tempestad, lejano y lúgubre. Era palabra sin carne. Tendía el cuerpo hacia sus oyentes, como un árbol doblado por el huracán: y parecía de veras que un viento helado salía de entre las ramas, y pasaba por sobre las cabezas de los hombres.
Metía la mano en aquellos pechos revueltos y velludos, y les paseaba por
ante los ojos, les exprimía, les daba a oler las propias entrañas.
Cuando la policía acababa de dar muerte a un huelguista en una refriega,
lívido subía al carro, la tribuna vacilante de las revoluciones, y con el
horrendo incentivo su palabra seca relucía pronto y caldeaba, como un carcaj de
fuego. Se iba luego solo por las calles sombrías.
Engel, celoso de Spies, pujaba por tener al anarquismo en pie de guerra,
él a la cabeza de una compañía: él donde se enseñaba a cargar el rifle o
apuntar de modo que diera en el corazón: él, en el sótano, las noches de
ejercicio, “para cuando llegue la gran hora”: él, con su “Anarchist” y sus
conversaciones, acusando a Spies de tibio, por envidia de su pensamiento: él
solo era el puro, el inmaculado, el digno de ser oído: la anarquía, la que sin
más espera deje a los hombres dueños de todo por igual, es la única buena:
perinola el mundo y él, y él, el mango: ¡bien iría el mundo hacia arriba,
“cuando los trabajadores tuvieran vergüenza”, como la pelota de la perinola!
El iba de un grupo a otro: él asistía al comité general anarquista,
compuesto de delegados de los grupos: él tachaba al comité de pusilánime y
traidor, porque no decretaba “con los que somos, nada más, con estos ochenta
que somos” la revolución de veras, la que quería Parsons, la que llama a la
dinamita “sustancia sublime”, la que dice a los obreros que “vayan a tomar lo
que les haga falta a las tiendas de State Street, que son suyas las tiendas,
que todo es suyo”: él es miembro del Lehr
und Wehr Verein, de que Spies es también miembro, desde que un ataque
brutal de la policía, que dejó en tierra a muchos trabajadores, los provocó a
armarse, a armarse para defenderse, a cambiar, como hacen cambiar siempre los
ataques brutales, la idea del periódico por el rifle Springfield. Engel era el
sol, como su propio rechoncho cuerpo: el “gran rebelde”, el “autónomo”.
¿Y Lingg? No consumía su viril hermosura en los amorzuelos enervantes
que suelen dejar sin jugo al hombre en los años gloriosos de la juventud, sino
que criado en una ciudad alemana entre el padre inválido y la madre hambrienta,
conoció la vida por donde es justo que un alma generosa la odie. Cargador era
su padre, y su madre lavandera, y él bello como Tannhauser o Lohengrin, cuerpo
de plata, ojos de amor, cabello opulento, ensortijado y castaño. ¿A qué su
belleza, siendo horrible el mundo? Halló su propia historia en la de la clase
obrera, y el bozo le nació aprendiendo a hacer bombas. ¡Puesto que la infamia
llega al riñón del globo, el estallido ha de llegar al cielo!
Acababa de llegar de Alemania: veintidós años cumplía: lo que en los demás era palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas, porque, salvo en los hombres, de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para libertarse de ella halla natural dar la muerte.
Acababa de llegar de Alemania: veintidós años cumplía: lo que en los demás era palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas, porque, salvo en los hombres, de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para libertarse de ella halla natural dar la muerte.
Y mientras Schwab, nutrido en la lectura de los poetas, ayuda a escribir
a Spies, mientras Fielden, de bella oratoria, va de pueblo en pueblo levantando
las almas al conocimiento de la reforma venidera, mientras Fischer alienta y
Neebe organiza, él, en un cuarto escondido, con cuatro compañeros, de los que
uno lo ha de traicionar, fabrica bombas, como en su “Ciencia de la guerra
revolucionaria” manda Most, y vendada la boca, como aconseja Spies en el
“Alarm”, rellena la esfera mortal de dinamita, cubre el orificio con un
casquillo, por cuyo centro corre la mecha que en lo interior acaba en
fulminante, y, cruzado de brazos, aguarda la hora.
Y así iban en Chicago adelantando las fuerzas anárquicas, con tal
lentitud, envidias y desorden intestinos, con tal diversidad de pensamientos
sobre la hora oportuna para la rebelión amada, con tal escasez de sus
espantables recursos de guerra, y de los fieros artífices prontos a
elaborarlos, que el único poder cierto de la anarquía, desmelenada dueña de
unos cuantos corazones encendidos, era el furor que en un instante extremo
produjese el desdén social en las masas que la rechazan. El obrero, que es
hombre y aspira, resiste, con la sabiduría de la naturaleza, la idea de un
mundo donde queda aniquilado el hombre; pero cuando, fusilado en granel por
pedir una hora libre para ver a la luz del sol a sus hijos, se levanta del
charco mortal apartándose de la frente, como dos cortinas rojas, las crenchas
de sangre, puede el sueño de muerte de un trágico grupo de locos de piedad,
desplegando las alas humeantes, revolando sobre la turba siniestra, con el
cadáver clamoroso en las manos, difundiendo sobre los torvos corazones la
claridad de la aurora infernal, envolver como turbia humareda las almas
desesperadas.
La ley, ¿no los amparaba? La prensa exasperándolos con su odio en vez de
aquietarlos con justicia, ¿no los popularizaba? Sus periódicos, creciendo en
indignación con el desden y en atrevimiento con la impunidad, ¿no circulaban
sin obstáculos? Pues ¿qué querían ellos, puesto que es claro a sus ojos que se
vive bajo abyecto despotismo, que cumplir el deber que aconseja la declaración
de independencia derribándolo, y sustituirlo con una asociación libre de
comunidades que cambien entre si sus productos equivalentes, se rijan sin
guerra por acuerdos mutuos y se eduquen conforme a ciencia sin distinción de
raza, iglesia o sexo? ¿No se estaba levantando la nación, como manada de
elefantes, que dormía en la yerba, con sus mismos dolores y sus mismos gritos?
¿No es la amenaza verosímil del recurso de fuerza, medio probable aunque
peligroso, de obtener por intimidación lo que no logra el derecho? Y aquellas
ideas suyas, que se iban atenuando con la cordialidad de los privilegiados tal
como con su desafio w iban trocando en rifle y dinamita, ¿no nacían de lo más
puro de cm piedad, exaltada hasta la insensatez por el espectáculo de la
miseria irremediable, y ungida, por la esperanza de tiempos justos y sublimes?
¿No había sido Parsons, el evangelista del jubileo universal, propuesto para la
Presidencia de la República? ¿No había luchado Spies con ese programa en las
elecciones como candidato a un asiento en el Congreso? ¿No les solicitaban los
partidos políticos sus votos, con la oferta de respetar la propaganda de sus
doctrinas? ¿Cómo habían de creer criminales los actos y palabras que les
permitía la ley? Y ¿no fueron las fiestas, de sangre de la policía, ebria del
vino del verdugo como toda plebe revestida de autoridad, las que decidieron a
armarse a los más bravos?
Lingg, el recién llegado, odiaba con la terquedad del novicio a Spies,
el hombre de idea, irresoluto y moroso: Spies, el filósofo del sistema, lo
dominaba por aquel mismo entendimiento superior; pero aquel arte y grandeza que
aun en las obras de destrucción requiere la cultura, excitaban la ojeriza del
grupo exiguo de irreconciliables, que en Engel, enamorado de Lingg, veían su
jefe propio. Engel, contento de verse en guerra con el universo, medía su valor
por su adversario.
Parsons, celoso de Engel que le emula en pasión, se une a Spies, como el
héroe de la palabra y amigo de las letras. Fielden, viendo subir en su ciudad
de Londres la cólera popular creía, prendado de la patria cuyo egoísta amor
prohíbe su sistema, ayudar con el fomento de la anarquia en América el triunfo
difícil de los ingleses desheredados. Engel -“Ha llegado la hora”: Spies: -“¿Habrá
llegado esta terrible hora?“: Lingg, revolviendo con una púa de madera arcilla
y nitroglicerina:-“¡ya verán, cuando yo acabe mis bombas, si ha llegado la
hora!“: Fielden, que ve levantarse, contusa y temible de un mar a otro de los
Estados Unidos, la casta obrera, determinada a pedir como prueba de su poder
que el trabajo se reduzca a ocho horas diarias, recorre los grupos, unidos sólo
hasta entonces en el odio a la opresión industrial y a la policía que les da
caza y muerte, y repite: – “Sí, amigos, si no nos dejan ver a nuestros hijos al
sol, ha llegado la hora”.Entonces vino la primavera amiga de los pobres; y sin
el miedo del frío, con la fuerza que da la luz, con la esperanza de cubrir con
los ahorros del invierno las primeras hambres, decidió un millón de obreros,
repartidos por toda la república, demandar a las fábricas que, en cumplimiento
de la ley desobedecida, no excediese el trabajo de las ocho horas legales.
¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí; véalos volver, como
bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche; véalos venir de sus
tugurios distantes, tiritando los hombres, despeinadas y lívidas las mujeres,
cuando aún no ha cesado de reposar el mismo sol!
En Chicago, adolorido y colérico, segura de la resistencia que provocaba
con sus alardes, alistado el fusil de motín, la policía, y, no con la calma de
la ley, sino con la prisa del aborrecimiento, convidaba a los obreros a duelo.
Los obreros, decididos a ayudar por el recurso legal de la huelga su derecho, volvían la espalda a los oradores lúgubres del anarquismo y a los que magullados por la porra o atravesados por la bala policial, resolvieron, con la mano sobre sus heridas, oponer en el próximo ataque hierro a hierro.
Llegó marzo. Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los obreros que fueron a presentarles su demanda. En masa, como la orden de los Caballeros del Trabajo lo dispuso, abandonaron los obreros las fábricas. El cerdo se pudría sin envasadores que lo amortajaran, mugían desatendidos en los corrales los ganados revueltos; mudos se levantaban, en el silencio terrible, los elevadores de granos que como hilera de gigantes vigilan el río. Pero en aquella sorda calma, como el oriflama triunfante del poder industrial que vence al fin en todas las contiendas, salía de las segadoras de McCormick, ocupadas por obreros a quienes la miseria fuerza a servir de instrumentos contra sus hermanos, un hilo de humo que como negra serpiente se tendía, se enroscaba, se acurrucaba sobre el cíelo azul.
A los tres días de cólera, se fue llenando una tarde nublada el Camino Negro, que así se llama el de McCormick, de obreros airados que subían calle arriba, con la levita al hombro, enseñando el puño cerrado al hilo de humo: ¿no va siempre el hombre, por misterioso decreto, adonde lo espera el peligro, y parece gozarse en escarbar su propia miseria?: “¡allí estaba la fábrica insolente, empleando, para reducir a los obreros que luchan contra el hambre y el frío, a las mismas víctimas desesperadas del hambre!: ¿no se va a acabar, pues, este combate por el pan y el carbón en que por la fuerza del mal mismo se levantan contra el obrero sus propios hermanos?: pues ¿no es esta la batalla del mundo, en que los que lo edifican deben triunfar sobre los que lo explotan?: ¡de veras, queremos ver de qué lado llevan la cara esos traidores!” Y hasta ocho mil fueron llegando, ya al caer de la tarde; sentándose en grupos sobre las rocas peladas; andando en hileras por el camino tortuoso; apuntando con ira a las casuchas míseras que se destacan, como manchas de lepra, en el áspero paisaje.
Los obreros, decididos a ayudar por el recurso legal de la huelga su derecho, volvían la espalda a los oradores lúgubres del anarquismo y a los que magullados por la porra o atravesados por la bala policial, resolvieron, con la mano sobre sus heridas, oponer en el próximo ataque hierro a hierro.
Llegó marzo. Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los obreros que fueron a presentarles su demanda. En masa, como la orden de los Caballeros del Trabajo lo dispuso, abandonaron los obreros las fábricas. El cerdo se pudría sin envasadores que lo amortajaran, mugían desatendidos en los corrales los ganados revueltos; mudos se levantaban, en el silencio terrible, los elevadores de granos que como hilera de gigantes vigilan el río. Pero en aquella sorda calma, como el oriflama triunfante del poder industrial que vence al fin en todas las contiendas, salía de las segadoras de McCormick, ocupadas por obreros a quienes la miseria fuerza a servir de instrumentos contra sus hermanos, un hilo de humo que como negra serpiente se tendía, se enroscaba, se acurrucaba sobre el cíelo azul.
A los tres días de cólera, se fue llenando una tarde nublada el Camino Negro, que así se llama el de McCormick, de obreros airados que subían calle arriba, con la levita al hombro, enseñando el puño cerrado al hilo de humo: ¿no va siempre el hombre, por misterioso decreto, adonde lo espera el peligro, y parece gozarse en escarbar su propia miseria?: “¡allí estaba la fábrica insolente, empleando, para reducir a los obreros que luchan contra el hambre y el frío, a las mismas víctimas desesperadas del hambre!: ¿no se va a acabar, pues, este combate por el pan y el carbón en que por la fuerza del mal mismo se levantan contra el obrero sus propios hermanos?: pues ¿no es esta la batalla del mundo, en que los que lo edifican deben triunfar sobre los que lo explotan?: ¡de veras, queremos ver de qué lado llevan la cara esos traidores!” Y hasta ocho mil fueron llegando, ya al caer de la tarde; sentándose en grupos sobre las rocas peladas; andando en hileras por el camino tortuoso; apuntando con ira a las casuchas míseras que se destacan, como manchas de lepra, en el áspero paisaje.
Los oradores, que hablan sobre las rocas, sacuden con sus invectivas
aquel concurso en que los ojos centellean y se ven temblar las barbas. El
orador es un carrero, un fundidor, un albañil: el humo de McCormick caracolea
sobre el molino: ya se acerca la hora de salida: “¡a ver qué cara nos ponen
esos traidores!“: “¡Fuera, fuera ese que habla, que es un socialista! . . .”
Y el que habla, levantando como con las propias manos los dolores más
recónditos de aquellos corazones iracundos, excitando a aquellos ansiosos
padres a resistir hasta vencer, aunque los hijos les pidan pan en vano, por el
bien duradero de los hijos, el que habla es Spies: primero lo abandonan,
después lo rodean, después se miran, se reconocen en aquella implacable
pintura, lo aprueban y aclaman: “¡Ese, que sabe hablar, para que hable en
nuestro nombre con las fábricas!” Pero ya los obreros han oído la campana de la
suelta en el molino: ¿qué importa lo que está diciendo Spies? Arrancan todas
las piedras del camino, corren sobre la fábrica, ¡y caen en trizas todos los
cristales! ¡Por tierra, al ímpetu de la muchedumbre, el policía que le sale al
paso!; “¡aquéllos, aquéllos son, blancos como muertos, los que por el salario
de un día ayudan a oprimir a sus hermanos!” ¡piedras! Los obreros del molino,
en la torre, donde se juntan medrosos, parecen fantasmas: Vomitando fuego viene
camino arriba, bajo pedrea rabiosa, un carro de patrulla de la policia, uno al
estribo vaciando el revólver, otro al pescante, los de adentro agachados se
abren paso a balazos en la turba, que los caballos arrollan y atropellan:
saltan del carro, fórmanse en batalla, y cargan a tiros sobre la muchedumbre
que a pedradas y disparos locos se defiende. Cuando la turba acorralada por las
patrullas que de toda la ciudad acuden, se asila, para no dormir, en sus
barrios donde las mujeres compiten en ira con los hombres, a escondidas, a fin
de que no triunfe nuevamente su enemigo, entierran los obreros seis cadáveres.
¿No se ve hervir todos aquellos pechos? ¿juntarse a los anarquistas? ¿escribir Spies un relato ardiente en su Arbeiter Zeitung? ¿reclamar Engel la declaración de que aquélla es por fin la hora? ¿poner Lingg, que meses atrás fue aporreado en la cabeza por la patrulla, las bombas cargadas en un baúl de cuero? ¿acumularse, con el ataque ciego de la policía, el odio que su brutalidad ha venido levantando? “¡A las armas, trabajadores! ” dice Spies en una circular fogosa que todos leen estremeciéndose: “¡a las armas, contra los que os matan porque ejercitáis vuestros derechos de hombre!” “¡Mañana nos reuniremos”-acuerdan los anarquistas-“y de manera y en lugar que les cueste caro vencernos si nos atacan!” “Spies, pon ruhe en tu “Arbeiter”: Ruhe quiere decir que todos debemos ir armados.” Y de la imprenta del “Arbeiter” salió la circular que invitaba a los obreros, con permiso del corregidor, para reunirse en la plaza de Haymarket a protestar contra los asesinatos de la policía.
Se reunieron en número de cincuenta mil, con sus mujeres y sus hijos, a oír a los que les ofrecían dar voz a su dolor; pero no estaba la tribuna, como otras veces, en lo abierto de la plaza, sino en uno de sus recodos, por donde daba a dos oscuras callejas. Spies, que había borrado del convite impreso las palabras: “Trabajadores a las armas”, habló de la injuria con cáustica elocuencia, mas no de modo que sus oyentes perdieran el sentido, sino tratando con singular moderación de fortalecer sus ánimos para las reformas necesarias: “¿Es esto Alemania, o Rusia, o España?” decía Spies, Parsons, en los instantes mismos en que el corregidor presenciaba la junta sin interrumpirla, declamó, sujeto por la ocasión grave y lo vasto del concurso, uno de sus editoriales cien veces impunemente publicados. Y en el instante en que Fielden preguntaba en bravo arranque si, puestos a morir, no era lo mismo acabar en un trabajo bestial o caer defendiéndose contra el enemigo, -nótase que la multitud se arremolina; que la policia, con fuerza de ciento ochenta, viene revólver en mano, calle arriba. Llega a la tribuna: intima la dispersión; no cejan pronto los trabajadores; “¿qué hemos hecho contra la paz?” dice Fielden saltando del carro; rompe la policía el fuego.
¿No se ve hervir todos aquellos pechos? ¿juntarse a los anarquistas? ¿escribir Spies un relato ardiente en su Arbeiter Zeitung? ¿reclamar Engel la declaración de que aquélla es por fin la hora? ¿poner Lingg, que meses atrás fue aporreado en la cabeza por la patrulla, las bombas cargadas en un baúl de cuero? ¿acumularse, con el ataque ciego de la policía, el odio que su brutalidad ha venido levantando? “¡A las armas, trabajadores! ” dice Spies en una circular fogosa que todos leen estremeciéndose: “¡a las armas, contra los que os matan porque ejercitáis vuestros derechos de hombre!” “¡Mañana nos reuniremos”-acuerdan los anarquistas-“y de manera y en lugar que les cueste caro vencernos si nos atacan!” “Spies, pon ruhe en tu “Arbeiter”: Ruhe quiere decir que todos debemos ir armados.” Y de la imprenta del “Arbeiter” salió la circular que invitaba a los obreros, con permiso del corregidor, para reunirse en la plaza de Haymarket a protestar contra los asesinatos de la policía.
Se reunieron en número de cincuenta mil, con sus mujeres y sus hijos, a oír a los que les ofrecían dar voz a su dolor; pero no estaba la tribuna, como otras veces, en lo abierto de la plaza, sino en uno de sus recodos, por donde daba a dos oscuras callejas. Spies, que había borrado del convite impreso las palabras: “Trabajadores a las armas”, habló de la injuria con cáustica elocuencia, mas no de modo que sus oyentes perdieran el sentido, sino tratando con singular moderación de fortalecer sus ánimos para las reformas necesarias: “¿Es esto Alemania, o Rusia, o España?” decía Spies, Parsons, en los instantes mismos en que el corregidor presenciaba la junta sin interrumpirla, declamó, sujeto por la ocasión grave y lo vasto del concurso, uno de sus editoriales cien veces impunemente publicados. Y en el instante en que Fielden preguntaba en bravo arranque si, puestos a morir, no era lo mismo acabar en un trabajo bestial o caer defendiéndose contra el enemigo, -nótase que la multitud se arremolina; que la policia, con fuerza de ciento ochenta, viene revólver en mano, calle arriba. Llega a la tribuna: intima la dispersión; no cejan pronto los trabajadores; “¿qué hemos hecho contra la paz?” dice Fielden saltando del carro; rompe la policía el fuego.
Y entonces se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire,
un hilo rojo. Tiembla la tierra; húndese el proyectil cuatro pies en su seno;
caen rugiendo, unos sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los
gritos de un moribundo desgarran el aire. Repuesta la policía, con valor
sobrehumano, salta por sobre sus compañeros a bala graneada contra los
trabajadores que le resisten: “¡huimos sin disparar un tiro!” dicen unos;
“apenas intentamos resistir”, dicen otros; “nos recibieron a fuego raso”, dice la
policía. Y pocos instantes después no había en el recodo funesto más que
camillas, pólvora y humo. Por zaguanes y sótanos escondían otra vez los obreros
a sus muertos. De los policías, uno muere en la plaza: otro, que lleva la mano
entera metida en la herida, la saca para mandar a su mujer su último aliento;
otro, que sigue a pie, va agujereado de pies a cabeza; y los pedazos de la
bomba de dinamita, al rasar la carne, la habían rebanado como un cincel.¿Pintar
el terror de Chicago, y de la República? Spies les parece Robespierre; Engel,
Marat; Parsons, Dantón. ¿Qué? ¡menos!; ésos son bestias feroces, Tinvilles,
Henriots, Chaumettes, ¡los que quieren vaciar el mundo viejo por un caño de
sangre, los que quieren abonar con carne viva el mundo! ¡A lazo cáceseles por
las calles, como ellos quisieron cazar ayer a un policía! ¡salúdeseles a
balazos por dondequiera que asomen, como sus mujeres saludaban ayer a los
“traidores” con huevos podridos! ¿No dicen, aunque es falso, que tienen los
sótanos llenos de bombas? ¿No dicen, aunque es falso también, que sus mujeres,
furias verdaderas, derriten el plomo, como aquellas de París que arañaban la
pared para dar cal con que hacer pólvora a sus maridos? ¡Quememos este gusano
que nos come!. ¡Ahí están, como en los motines del Terror, asaltando la tienda
de un boticario que denunció a la policía el lugar de sus juntas, machacando
sus frascos, muriendo en la calle como perros, envenenados con el vino de
colchydium! ¡abajo la cabeza de cuantos la hayan asomado! ¡A la horca las
lenguas y los pensamientos! Spies, Schwab y Fischer caen presos en la imprenta,
donde la policía halla una carta de Johann Most, carta de sapo, rastrera y
babosa, en que trata a Spies como íntimo amigo, y le habla de las bombas, de
“la medicina”, y de un rival suyo, de Paulus el Grande “que anda que se lame
por los pantanos de ese perro periódico de Shevitch”. A Fielden, herido, lo
sacan de su casa. A Engel y a Neebe, de su casa también. Y a Lingg, de su
cueva: ve entrar al policía; le pone al pecho un revólver, el policía lo
abraza: y él y Lingg, que jura y maldice, ruedan luchando, levantándose,
cayendo en el zaquizamí lleno de tuercas, escoplos y bombas: las mesas quedan
sin pie, las sillas sin espaldar; Lingg casi tiene ahogado a su adversario,
cuando cae sobre él otro policía que lo ahoga: ¡ni inglés habla siquiera este
mancebo que quiere desventrar la ley inglesa! Trescientos presos en un día.
Está espantado el país, repletas las cárceles.
¿El proceso? Todo lo que va dicho, se pudo probar; pero no que los ocho
anarquistas, acusados del asesinato del policía Degan, hubiesen preparado, ni
encubierto siquiera, una conspiración que rematase en su muerte. Los testigos
fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos
confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por
el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la
catástrofe. Parsons, contento de su discurso, contemplaba la multitud desde una
casa vecina. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies
encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba. Que Lingg cargó
-con otro hasta un rincón cercano a la plaza el baúl de cuero. Que la noche de
los seis muertos del molino acordaron los anarquistas, a petición de Engel,
armarse para resistir nuevos ataques, y publicar en el “Arbeiter” la palabra
“ruhe”. Que Spies estuvo un instante en el lugar donde se tomó el acuerdo. Que
en su despacho había bombas, y en una u otra casa rumeros de “manuales de
guerra revolucionaria”!. Lo que sí se probó con prueba plena, fue que, según
todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido. Lo que
sí sucedio fue que Parsons, hermano amado de un noble general del Sur, se
presentase un día espontáneamente en el tribunal a compartir la suerte de sus
compañeros. Lo que sí estremece es la desdicha de la leal Nina Van Zandt, que
prendada de la arrogante hermosura y dogma humanitario de Spies, se le ofreció
de esposa en el dintel de la muerte, y -de mano de su madre, de distinguida
familia, casó en la persona de su hermano con el preso; llevó a su reja día
sobre día el consuelo de su amor, libros y flores; publicó con sus ahorros,
para allegar recursos a la defensa, la autobiografia soberbia y breve de su
desposado: y se fue a echar de rodillas a los pies del gobernador. Lo que sí
pasma es la tempestuosa elocuencia de la mestiza Lucy Parsons, que paseó los
Estados Unidos, aquí rechazada, allí silbada, allá presa, hoy seguida de
obreros llorosos, mañana de campesinos que la echan como a bruja, después de
catervas crueles de chicuelos, para “pintar al mundo el horror de la condición
de castas infelices, mayor mil veces que el de los medios propuestos para
terminarlo”. ¿El proceso? Los siete fueron condenados a muerte en la horca, y
Neebe a la penitenciaría, en virtud de un cargo especial de conspiración de
homicidio de ningún modo probado, por explicar en la prensa y en la tribuna las
doctrinas cuya propaganda les permitía la ley; ¡y han sido castigadas en Nueva
York, en un caso de excitación directa a la rebeldía, con doce meses de cárcel
y doscientos cincuenta pesos de multa! ¿Quién que castiga crímenes, aun
probados, no tiene en cuenta las circunstancias que los precipitan, las
pasiones que los atenúan, y el móvil con que se cometen? Los pueblos, como los
médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar
que florezca en toda su pujanza para combatir el mal desenvuelto por su propia
culpa, con medios sangrientos y desesperados.
Pero no han de morir los siete. El año pasa. La Suprema Corte, en
dictamen indigno del asunto, confirma la sentencia de muerte. ¿Qué sucede
entonces, sea remordimiento o miedo, que Chicago pide clemencia con el mismo
‘ardor con que pidió antes castigo: que los gremios obreros de la república
envían al fin a Chicago sus representantes para que intercedan por los culpables
de haber amado la causa obrera con exceso; que iguala el clamor de odio de la
nación al impulso de piedad de los que asistieron, desde la crueldad que lo
provocó al crimen?
La prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proceso,
pinta a los siete condenados como bestias dañinas, pone todas las mañanas sobre
la mesa de almorzar, la imagen de los policías despedazados por la bomba;
describe sus hogares desiertos, sus niños rubios como el oro, sus desoladas
viudas. ¿Qué hace ese viejo gobernador, que no confirma la sentencia? ¡Quién
nos defenderá mañana, cuando se alce el monstruo obrero, si la policía ve que
el perdón de sus enemigos los anima a reincidir en el crimen! ¡Qué ingratitud
para con la policía, no matar a esos hombres! “¡No!“, grita un jefe de la
policía, a Nina Van Zandt, que va con su madre a pedirle una firma de clemencia
sin poder hablar del llanto. ¡Y ni una mano recoge de la pobre criatura el
memorial que uno por uno, mortalmente pálida, les va presentando!
¿Será vana la súplica de Félix Adler, la recomendación de los jueces del
Estado, el alegato magistral en que demuestra la torpeza y crueldad de la causa
Trumbull? La cárcel es jubileo: de la ciudad salen y entran repletos los
trenes: Spies, Fielden y Schwab han firmado, a instancias de su abogado, una
carta al gobernador donde aseguran no haber intentado nunca recursos de fuerza:
los otros no, los otros escriben al gobernador cartas osadas: “¡la libertad, o
la muerte, a que no tenemos miedo!” ¿Se salvará ese cinico de Spies, ese
implacable Engel, ese diabólico Parsons? Fielden y Schwab acaso se salven,
porque el proceso dice de ellos poco, y, ancianos como son, el gobernador los
compadece, que es también anciano.
En romería van los abogados de la defensa, los diputados de los gremios
obreros, las madres, esposas y hermanas de los reos, a implorar por su vida, en
recepción interrumpida por los sollozos, ante el gobernador. ¡Allí, en la hora
real, se vio el vacío de la elocuencia retórica! ¡Frases ante la muerte!
“señor, dice un obrero, ¿condenarás a siete anarquistas a morir porque un
anarquista lanzó una bomba contra la policía, cuando los tribunales no han
querido condenar a la policía de Pinkerton, porque uno de sus soldados mató sin
provocación de un tiro a un niño obrero?” Sí: el gobernador los condenará; la
república entera le pide que los condene para ejemplo: ¿quién puso ayer en la
celda de Lingg las cuatro bombas que descubrieron en ella los llaveros?: ¿de
modo que esa alma feroz quiere morir sobre las ruinas de la cárcel, símbolo a
sus ojos de la maldad del mundo? ¿a quién salvará por fin el gobernador Oglesby
la vida?
¡No será a Lingg, de cuya celda, sacudida por súbita explosión sale,
como el vapor de un cigarro, un hilo de humo azul! Allí está Lingg tendido
vivo, despedazado, la cara un charco de sangre, los dos ojos abiertos entre la
masa roja: se puso entre los dientes una cápsula de dinamita que tenía oculta
en el lujoso cabello, con la bujía encendió la mecha, y se llevó la cápsula a
la barba: lo cargan brutalmente: lo dejan caer sobre el suelo del baño: cuando
el agua ha barrido los coágulos, por entre los jirones de carne caída se le ve
la laringe rota, y, como las fuentes de un manantial, corren por entre los
rizos de su cabellera, vetas de sangre. ¡Y escribió! ¡Y pidió que lo sentaran!
¡Y murió a las seis horas -cuando ya Fielden y Schwab estaban perdonados,
cuando convencidas de la desventura de sus hombres, las mujeres, las mujeres
sublimes, están llamando por última vez, no con flores y frutas como en los
días de la esperanza, sino pálidas como la ceniza, a aquellas bárbaras puertas!
La primera es la mujer de Fischer: ¡la muerte se le conoce en los labios blancos! Lo esperó sin llorar: pero ¿saldrá viva de aquel abrazo espantoso?: ¡así, asi se desprende el alma del cuerpo! El la arrulla, le vierte miel en los oídos, la levanta contra su pecho, la besa en la boca, en el cuello, en la espalda. “¡Adiós!“: la aleja de sí, y se va a paso firme, con la cabeza baja y los brazos cruzados. Y Engel ¿cómo recibe la visita postrera de su hija? ¿no se querrán, que ni ella ni él quedan muertos? ¡oh, sí la quiere, porque tiemblan los que se llevaron del brazo a Engel al recordar, como de un hombre que crece de súbito entre sus ligaduras, la luz llorosa de su última mirada! “¡Adiós, mi hijo!” dice tendiendo los brazos hacia él la madre de Spies, a quien sacan lejos del hijo ahogado, a rastras. “¡Oh, Nina, Nina!” exclama Spies apretando a su pecho por primera y última vez a la viuda que no fue nunca esposa: y al borde de la muerte se la ve florecer, temblar como la flor, deshojarse como la flor, en la dicha terrible de aquel beso adorado.
La primera es la mujer de Fischer: ¡la muerte se le conoce en los labios blancos! Lo esperó sin llorar: pero ¿saldrá viva de aquel abrazo espantoso?: ¡así, asi se desprende el alma del cuerpo! El la arrulla, le vierte miel en los oídos, la levanta contra su pecho, la besa en la boca, en el cuello, en la espalda. “¡Adiós!“: la aleja de sí, y se va a paso firme, con la cabeza baja y los brazos cruzados. Y Engel ¿cómo recibe la visita postrera de su hija? ¿no se querrán, que ni ella ni él quedan muertos? ¡oh, sí la quiere, porque tiemblan los que se llevaron del brazo a Engel al recordar, como de un hombre que crece de súbito entre sus ligaduras, la luz llorosa de su última mirada! “¡Adiós, mi hijo!” dice tendiendo los brazos hacia él la madre de Spies, a quien sacan lejos del hijo ahogado, a rastras. “¡Oh, Nina, Nina!” exclama Spies apretando a su pecho por primera y última vez a la viuda que no fue nunca esposa: y al borde de la muerte se la ve florecer, temblar como la flor, deshojarse como la flor, en la dicha terrible de aquel beso adorado.
No se la llama desmayada, no; sino que, conocedora por aquel instante de
la fuerza de la vida y la beldad de la muerte, tal como Ofelia vuelta a la
razón, cruza, jacinto vivo, por entre los alcaides, que le tienden respetuosos
la mano. Y a Lucy Parsons no la dejaron decir adiós a su marido, porque lo
pedía, abrazada a sus hijos, con el calor y la furia de las llamas.
Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintado
de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro,
por sobre el voceo y risas de los carceleros y escritores, mezclado de vez en
cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeo incesante del telégrafo que
el “Sun” de Nueva York tenía en el mismo corredor establecido, y culebreaba,
reñía, se desbocaba, imitando, como una dentadura de calavera, las inflexiones
de la voz del hombre, por sobre el silencio que encima de todos estos ruidos se
cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del
corredor se levantaba el cadalso. “¡Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el
alcaide!” “El verdugo halará, escondido en la garita del fondo, de la cuerda
que sujeta el pestillo de la trampa.” “La trampa está firme, a unos diez pies
del suelo. ” “No: los maderos de la horca no son nuevos: los han repintado de
ocre, para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de hacerse
decente, muy decente.” “Sí, la milicia está a mano: y a la cárcel no se dejará
acercar a nadie.” “¡De veras que Lingg era hermoso!” Risas, tabacos, brandy,
humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo
chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda
de las celdas, mira al cadalso un gato… ¡cuando de pronto una melodiosa voz,
llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone
fieras humanas, trémula primero, vibrante enseguida, pura luego y serena, como
quien ya se siente libre de polvo y ataduras, resonó en la celda de Engel, que,
arrebatado por el éxtasis, recitaba “El Tejedor” de Henry Keine, como
ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:
Con ojos secos, lugubres y ardientes,
Rechinando los dientes, se sienta en su telar el tejedor:
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Dios que implora en vano,
En invierno tirano
Muerto de hambre el jayán en su obrador!
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza:
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso rey del poderoso
Cuyo pecho orgulloso
Nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
Y como a perros luego el rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
Y como yedra crece
Vasto y sin tasa el público baldón;
Donde la tempestad la flor avienta
Y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien noche y día
Tierra maldita, tierra sin honor!
Con mano firme tu capuz zurcimos:
Tres veces, tres, la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!
Y rompiendo en sollozos se dejó Engel caer sentado en su litera,
hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel
entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos
los escritores y los alcaides, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar.
Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender
el vuelo.
El día sorprendió a Engel hablando, entran sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche, para descansar mejor ; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
El día sorprendió a Engel hablando, entran sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche, para descansar mejor ; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
“¡Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de
dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera la
alcaidía!” – “Porque” -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo
trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- “creo que mi muerte
ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo yo más
que a mi vida misma, la causa del trabajador, -¡y porque mi sentencia es
parcial, ilegal e injusta!” “¡Pero, Engel, ahora que son las ocho de la mañana,
cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las
caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lúgubres del gato, en el
rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, cómo
no tiemblas, Engel!“ -“¿Temblar porque me han vencido aquellos a quienes
hubiera querido yo vencer ? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y
batallo ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi
muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrasado una causa
tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No:
alcaide, no quiero drogas: quiero vino de Oporto!” Y uno sobre otro se bebe
tres vasos… Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el Arbeiter Zeitung el universo dichoso,
color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y
mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus
sobres, y una u otra ves deja descansar la pluma, para echar al aire, reclinado
en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo: ;oh,
patria, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la humanidad,
acudes y confortas, como aire y como luz, por mil medios sutiles! “Sí, alcaide,
dice Spies, beberé un vaso de vino del Rhin!“… Fischer, Fischer alemán, cuando
el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las
ejecuciones como en los banquetes callan a la vez, como ante solemne aparición,
los concurrentes todos, prorrumpió, iluminada la faz por venturosa sonrisa, en
las estrofas de La Marsellesa que
cantó con la cara vuelta al cielo… Parsons, a grandes pasos mide el cuarto:
tiene delante un auditorio enorme, un auditorio de ángeles que surgen
resplandecientes de la bruma, y le ofrecen, para que como astro purificante
cruce el mundo, la capa de fuego del profeta Elías: tiende las manos, como para
recibir el don, vuélvese hacia la reja, como para enseñar a los matadores de su
triunfo: gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada
al dar contra los labios se le extingue, como en la arena movediza se confunden
y perecen las olas.-
Llenaba de fuego el sol las celdas de tres de los reos, que rodeados de
lóbregos muros parecían, como el bíblico, vivos en medio de las llamas, cuando
el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los
carceleros que aparecen a sus rejas, el color de sangre que sin causa visible
enciende la atmósfera, les anuncian, lo que oyen sin inmutarse, que es aquélla
la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto: ¿Bien?-“¡Bien!“; Se dan la
mano, sonríen, crecen. “¡vamos!” El médico les había dado estimulantes: a Spies
y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus
pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda ; les
sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas: les ciñen los brazos al
cuerpo con una faja de cuero: les echan por sobre la cabeza, como la túnica de
los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca: ¡abajo la concurrencia sentada
en hileras de sillas delante del cadalso como en un teatro! Ya vienen por el
pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el
alcaide, lívido: al lado de cada reo, marcha un corchete. Spies va a paso
grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado,
blanco como su misma mortaja, magnífica la frente: Fischer le sigue, robusto y
poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario
los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa
amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si tuviese
miedo a no morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el
corredor, y ponen el pie en la trampa: las cuerdas colgantes, las cabezas
erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons,
orgullo radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha
hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con
una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons, les echan sobre
la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena
la voz de Spies, mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un
acento que a los que lo oyen la entra en las carnes: “‘La voz que vais a
sofocar será más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir
ahora.” Fischer dice, mientras atiende el corchete a Engel: “¡Este es el
momento más feliz de mi vida!” “¡Hurra por la anarquía!” dice Engel, que había
estado moviendo bajo el sudario hacia el alcaide las manos amarradas. “¡Hombre
y mujeres de mi querida América…” empieza a decir Parsons. Una seña, un ruido,
la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y
chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa: Fischer se
balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge
las piernas, muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho
como la marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como
un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las
rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborinea: y
al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los
espectadores.
Y dos días después, dos días de escenas terribles en las casas, de
desfile constante de amigos llorosos; ante los cadáveres amoratados, de señales
de duelo colgadas en puertas miles bajo una flor de seda roja, de muchedumbres
reunidas con respeto para poner a los pies de los ataúdes rosas y guirnaldas,
Chicago asombrado vio pasar tras las músicas fúnebres, al que precedía un
soldado loco agitando como desafío un pebellón americano, el ataúd de Spies,
oculto bajo las coronas; el de Parsons, negro, con catorce artesanos atrás que
cargaban presentes simbólicos de flores; el de Fischer, ornado con guirnalda
colosal de lirio y clavellinas; los de Engel y Lingg, envueltos en banderas
rojas, -y los carruajes de las viudas, recatadas hasta los pies por velos de
luto, -y sociedades, gremios, vereins, orfeones, diputaciones, trescientas
mujeres en masa, con crespón al brazo, seis mil obreros tristes y descubiertos
que llevaban al pecho la rosa encarnada.
Y cuando desde el montículo del cementerio, rodeado de veinticinco mil
almas amigas, bajo el cielo sin sol que allí corona estériles llanuras, habló
el capitán Black, el pálido defensor vestido de negro, con la mano tendida
sobre los cadáveres:-“¿Qué es la verdad, -decía, en tal silencio que se oyó
gemir a las mujeres dolientes y al concurso, -¿qué es la verdad que desde que
el de Nazareth la trajo al mundo no la conoce el hombre hasta que con sus
brazos la levanta y la paga con la muerte?
¡Estos no son felones abominables, sedientos de desorden, sangre y
violencia, sino hombres que quisieron la paz, y corazones llenos de ternura,
amados por cuantos los conocieron y vieron de cerca el poder y la gloria de sus
vidas: su anarquía era el reinado del orden sin la fuerza: su sueño, un mundo
nuevo sin miseria y sin esclavitud: su dolor, el de creer que el egoísmo no
cederá nunca por la paz a la justicia: ¡oh cruz de Nazareth, que en estos
cadáveres se ha llamado cadalso!”
De la tiniebla que a todos envolvía, cuando del estrado de pino iban
bajando los cinco ajusticiados a la fosa, salió una voz que se adivinaba ser de
barba espesa, y de corazón grave y agriado: “¡Yo no vengo a acusar ni a ese
verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha estado hoy dando gracias
a Dios en sus templos porque han muerto en la horca estos hombres, sino a los
trabajadores de Chicago, que han permitido que les asesinen a cinco de sus más
nobles amigos!“… La noche, y la mano del defensor sobre aquel hombro inquieto,
dispersaron los concurrentes y los hurras: flores, banderas, muertos y
afligidos, perdíanse en la misma negra sombra: como de olas de mar venía de
lejos el ruido de la muchedumbre en vuelta a sus hogares. Y decía el Arbeiter Zeitung de la noche, que al
entrar en la ciudad recibió el gentío ávido: “¡Hemos perdido una batalla,
amigos infelices, pero veremos al fin al mundo ordenado conforme a la justicia:
seamos sagaces como las serpientes, e inofensivos como las palomas!”
José Martí
La Nación, Buenos Aires, 1 de enero de 1888.
- George Engel (alemán, 50 años, tipógrafo)
- Adolf Fischer (alemán, 30 años, periodista)
- Albert Parsons (estadounidense, 39 años, periodista)
- August Vincent Theodoro Spies (alemán, 31 años, periodista)
- Louis Lingg (alemán, 22 años, carpintero) para no ser ejecutado se suicidó en su propia celda.
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