Muy cerca de la
esquina hay un parque infantil y en el parque trabaja de noche un sereno, Pepe,
que vela porque nadie rompa los columpios, las canales o el tiovivo. Los niños
del barrio le dicen Pepe Lechuza, porque trabaja de noche y duerme de día,
exactamente igual a las lechuzas. Solo que esas aves nocturnas salen a cazar de
noche y Pepe, por las noches, trabaja. A él le da gracia que le digan lechuza,
pero se ve que le gusta el apodo; sabe que es un apodo cariñoso. Pues ese mismo
sereno habla con Ale todas las noches, porque es conversador y dicharachero:
conoce los secretos que, en las sombras, le cuentan esas estrellas atrevidas a
la luna.
Pues ahora Ale está
en el portal y le cuenta a su amigo lo sucedido hoy. Resulta que la mamá de Ale
se fue de viaje a otra ciudad y en la casa quedaron los dos hermanos con su
papá. Al pequeño amigo le gusta a veces que la mamá viaje, porque entonces su
papá llega más temprano del trabajo y hacen las tareas juntos. Mire usted, que
Ale mismo le enseña al padre cómo se redacta un párrafo.
—Hace falta que mamá
dé esta cantidad de viajes —y le enseña los dedos de sus dos manitas— para ver
si papá aprende por fin a escribir los párrafos, Pepe. Me demoro mucho
explicándole, porque nunca entiende la primera vez.
Pepe Lechuza ríe muy
alto y, de pronto, se tapa la boca con una mano: a estas horas hay vecinos que
ya están durmiendo. ¡Qué escándalo es este, por Dios! Precisamente él, que
vigila por las noches para que todo esté tranquilo. Deja de reírse y sigue
escuchando el cuento de Ale.
—Pero lo que ha sido
raro de verdad, Pepe, es el recado que me ha dejado mi mamá antes de irse.
Entonces Pepe Lechuza
le pregunta:
—¿Por qué es raro? Y,
¿con quién te ha dejado el recado?
Ale se frota la nariz
antes de responderle. Cuchichea al responderle, para no despertar a los vecinos:
—Cuando mi mamá se va
así, antes de que nos levantemos, deja recados para todos, escritos en papeles,
y los pone en la mesa del comedor.
Pepe comprende:
—¡Ah! Ya entiendo. Y
¿qué tiene de raro el mensaje que te dejó?
Ale le susurra con
mucho misterio y poniendo voz seria, imitando la de su madre:
—“Ale: Cuando
regreses de la escuela cámbiate el uniforme antes de ir a jugar. ¡Tómate la
noche! Besos”.
Ahora Pepe Lechuza se
sorprende también:
—¡Oh! De verdad es
raro el mensaje. ¿Lo recuerdas bien? ¿No habrás entendido mal lo que escribió
tu mamá?
En ese momento Pepe
Lechuza estaba pensando que Ale hace poco que aprendió a leer, a lo mejor se ha
confundido. Entonces el niño saca del bolsillo de su piyama un trozo de papel
estropeado y se lo da para que pueda leerlo. Pepe Lechuza comprueba que Ale
sabe de memoria lo que está escrito en la nota. Le devuelve el papel y dice:
—Pues sí que está
extraño eso de que te tomes la noche —y pone una cara pensativa al hablar.
Ale dice que sí
muchas veces con la cabeza:
—Ella siempre me
escribe con letras grandes, para que yo entienda, pero esta vez leo lo que
escribió, pero no entiendo. ¿Cómo puedo tomarme la noche? La noche se puede
mirar, oler, pero yo no sabía que se puede tomar. No quisiera decirle a ella
mañana que no me tomé la noche. Por eso quise preguntarle a usted, Pepe. Como
trabaja de noche, debe conocerla muy bien y me puede decir cómo puedo hacer
para tomarme la noche.
Pepe Lechuza le
explica que él conoce mucho de la noche: los pájaros y los sonidos que se
escuchan, las mareas, las fases de la luna, pero para beber algo, tomar como se
dice, debe ser algo líquido y la noche, que él sepa, no se puede tocar ni echar
en un vaso. En todo caso, sigue diciéndole Pepe, lo único que podría beberse
sería el agua de la lluvia si acaso llueve de noche, pero claro, eso si se ha
puesto un jarro para recoger el agua.
Cuando Pepe le dice
eso, al niño se le ocurre una idea. Ya en su casa los demás duermen, así que
entra a la cocina y coge del refrigerador su jarra de leche y sale con ella en
la mano. Le hace un guiño al amigo.
Cuando los dos miran
a lo alto ven que hay muchas estrellas alrededor de la luna, que está entera y
redonda como un enorme globo blanco. Patricia dejó una palangana en el portal
llena de agua, para la jicotea que trajeron del río. Ven el reflejo de la luna
y los brillitos de estrellas. ¿Será eso la noche?
La pregunta la hace
Ale en voz alta y Pepe responde:
—No, esa agua no te
la puedes tomar, Ale. Puedes enfermarte.
—No, esa agua no,
mira —le dice Ale alzando en su mano la jarra de leche.
La sombra del cielo
pasea por el borde mismo de la jarra y cae en la leche.
—¡Mira! Ha caído la
noche dentro de la jarra… ¿Estará la luna en el fondo?
Pepe Lechuza mira también
dentro de la jarra. Luego vuelve a mirar las estrellas y la luna. Ahora no ven
la luna, porque la ha ocultado alguna nube. Ale no espera más y se bebe la
leche, apurado. Cuando termina, mira bien el fondo y descubre unos granos
brillantes como piedrecitas de estrella. Se los enseña a Pepe.
—¡Caramba! Pues sí
que cayeron estrellas en tu leche esta noche, Ale —le dice el amigo con una
sonrisa enorme, tan grande como la oscuridad de la noche.
Se despide el niño y va
a dormir. Afuera, velando sus sueños, queda Pepe Lechuza, quien no deja de
mirar al cielo, tratando de encontrar estrellas fugaces para pedirles un deseo.
A la noche siguiente,
Pepe demora en ver a Ale. Estuvo muy ocupado porque unos muchachos habían
entrado al parque a esconderse. Luego de encontrarlos, los llevó a sus casas.
Cuando regresó a su
puesto de guardia, Ale lo estaba esperando. Quería darle las buenas noches.
—Hola, Ale. Es tarde
ya, debes irte a dormir.
—Lo sé, pero quería
decirte que mi mamá regresó.
El amigo sonríe:
—Me alegro. ¿Hablaste
de la noche con ella? —le pregunta.
—Sí, hablamos
—responde Ale—. Le he dicho que me tomé la noche y en el fondo quedaron
pedacitos de estrellas.
Ahora ríen los dos. Cuando
se despide junto a la puerta, Ale se vuelve y le dice a Pepe Lechuza:
—¡Ah! Y parece que
volvieron a subir al cielo, Pepe, porque mira cuántas se ven ahora. Quién sabe…
a lo mejor nadie se puede tomar la noche de una vez y hay que ir tomándosela
poquito a poco todos los días.
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