He celebrado el medio siglo de Cien años de soledad releyéndola, que es crear ese acto único de complicidad entre autor y lector que permite acercarnos a su universo único y mágico. Buscando en la red he encontrado estas palabras de su autor sobre su obra
cumbre. Fueron pronunciadas durante la celebración del IV Congreso
Internacional de la Lengua Española, en 2007 en Cartagena de Indias
(Colombia), en el cual se realizó un homenaje a Gabriel García Márquez, pues
ese año cumplía ochenta años de edad. La obra elegida para ello fue Cien años de soledad, novela que, desde su
aparición en Buenos Aires, el 30 de mayo de 1967, han leído millones de
hispanohablantes y, gracias a su traducción a más de cuarenta lenguas, lectores
de todo el mundo.
Intervención de Gabriel García Márquez Cartagena
de Indias (Colombia),
27 de marzo de 2007
''Ni en el más delirante de mis sueños en los
días en que escribía Cien años de soledad llegué a imaginar en asistir a este
acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón
de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto con 28 letras
del alfabeto y dos dedos como todo arsenal parecería a todas luces una locura.
Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha
pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores y ante un
artesano insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha
sucedido, pero no se trata de un reconocimiento a un escritor. Este milagro es
la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas
dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de
ejemplares de Cien años de soledad no son un millón de homenajes a un escritor
que hoy recibe sonrojado el primer libro de este tiraje descomunal. Es la
demostración de que hay lectores en lengua castellana hambrientos de este
alimento. No sé a qué horas sucedió todo; sólo sé que desde que tenía 17 años y
hasta la mañana de hoy no he hecho cosa distinta que levantarme todos los días
temprano y sentarme ante un teclado para llenar una página en blanco o una
pantalla de computador con la única misión de escribir una historia aún no
contada por nadie que le haga más feliz la vida a un lector inexistente. En mi
rutina de escribir, nada ha cambiado desde entonces. Nunca he visto nada
distinto que mis dos dedos índices golpeando aún las 28 letras del alfabeto
inmodificado y he tenido ante mis ojos en estos setenta y pico de años. Hoy me
toca levantar la cabeza para asistir a este homenaje que agradezco y no puedo
hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo
es que el lector inexistente de mi página en blanco es hoy una descomunal
muchedumbre abierta de lectura en lengua española. Los lectores de Cien años de
soledad son hoy una comunidad que si se unieran en una misma tierra sería uno
de los 20 países más poblados del mundo. No se trata de afirmación pretenciosa.
Quiero apenas mostrar que hay una gigantesca cantidad de personas que han
demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada
con mensajes en castellano. El desafío es para todos los escritores, poetas,
narradores para alimentar esa sed y multiplicar esa muchedumbre. A mis 38 años
y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté en mi máquina de
escribir y empecé: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo'. No tenía la menor idea del significado ni
del origen d esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no
dejé de escribir durante 18 meses hasta que terminé el libro. Parecería
mentira, pero uno de los problemas más apremiantes era el papel de la máquina
de escribir... Tenía la mala educación de pensar que los errores de
mecanografía o de gramática eran en realidad errores de creación y cada vez que
los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de basura para empezar de
nuevo. Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me
costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar. Esperanza Araiza, la
inolvidable 'Pera', era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado
en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellos 'La región más
transparente' de Carlos Fuentes, 'Pedro Páramo' de Juan Rulfo. Cuando le
propuse que me sacara en limpio la obra, la novela era un borrador acribillado
a remiendos, primero en tinta negra y después en roja para evitar confusiones.
Pero esto no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos.
Pocos años después 'Pera' me confesó que cuando llevaba a su casa la última
versión corregida por mí resbaló al bajarse del autobús con un aguacero
diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las que
recogió empapadas y casi ilegibles con la ayuda de otros pasajeros las secó en
su casa hoja por hoja con una plancha de ropa. Y otro libro mejor sería cómo
sobrevivimos Mercedes y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no
gané ni un centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante
esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa. Después de los
alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que
Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las
examinó con rigor de cirujano paso a paso con su ojo mágico las esmeraldas del
collar, los rubíes de las sortijas, y al final volvió con una larga verónica de
novillero. ''Todo esto es puro vidrio''... Por fin, a principios de agosto de
1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de México para enviar a
Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590
cuartillas escritas a máquina a doble espacio y en papel ordinario dirigidas a
Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana. El empleado
del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo
'Son 82 pesos'. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le
quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: 'solo tenemos 53'. Abrimos
el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires
sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto.
Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la
última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para enviarla, Paco
Porrúa, nuestro hombre en la editorial suramericana, ansioso de leer la primera
parte nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarlo. Así es como volvimos a
nacer en nuestra vida de hoy''.
(Tomado de la página de la RAE)
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