New York, Octubre 20 de 1884.
Sr. General Máximo Gómez
New York.
Distinguido General y amigo:
Salí en la mañana del sábado de la casa
de Ud. con una impresión tan penosa, que he querido dejarla reposar dos días,
para que la resolución que ella, unida a otras anteriores, me inspirase, no
fuera resultado de una ofuscación pasajera, o excesivo celo en la defensa de
cosas que no quisiera ver yo jamás atacadas, sino obra de meditación madura:
¡qué pena me da tener que decir estas cosas a quien creo sincero y bueno, y en
quien existen cualidades notables para llegar a ser verdaderamente grande! Pero
hay algo que está por encima de toda simpatía personal que Ud. pueda
inspirarme, y hasta de toda razón de oportunidad aparente: y es mi
determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me
está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal,
que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta,
y más grave y difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas
virtudes, establecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo.
Un pueblo no se funda, General, como se
manda un campamento; y cuando en los trabajos preparatorios de una revolución
más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de
conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer
posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la
intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir
todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos
cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a
capitanear la guerra. ¿Qué garantías puede haber de que las libertades
públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor
respetadas mañana? ¿Qué somos, General? ¿los servidores heroicos y modestos de
una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en
desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la
mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para
enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Uds. en una empresa, la fama
de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra? Si la guerra es posible,
y los nobles y legítimos prestigios que vienen de ella, es porque antes existe,
trabajado con mucho dolor, el espíritu que la reclama y hace necesaria: y a ese
espíritu hay que atender, y a ese espíritu hay que mostrar, en todo acto
público y privado, el más profundo respeto, porque tal como es admirable el que
da su vida por servir a una gran idea, es abominable el que se vale de una gran
idea para servir a sus esperanzas personales de gloria o de poder, aunque por
ellas exponga la vida. El dar la vida sólo constituye un derecho cuando se la
da desinteresadamente.
Ya lo veo a Ud. afligido, porque
entiendo que Ud. procede de buena fe en todo lo que emprende, y cree de veras,
que lo que hace, como que se siente inspirado de un motivo puro, es el único
modo de hacer que hay en sus empresas. Pero con la mayor sinceridad se pueden
cometer los más grandes errores; y es preciso que, a despecho de toda
consideración de orden secundario, la verdad adusta, que no debe conocer
amigos, salga al paso de todo lo que considere un peligro, y ponga en su puesto
las cosas graves, antes de que llevan ya un camino tan adelantado que no tengan
remedio. Domine Ud., General, esta pena, como dominé yo el sábado el asombro y
disgusto con que oí un importuno arranque de Ud. y una curiosa conversación que
provocó a propósito de él el General Maceo,[1] en
la que quiso,-¡locura mayor!-darme a entender que debíamos considerar la guerra
de Cuba como una propiedad exclusiva de Ud., en la que nadie puede poner
pensamiento ni obra sin cometer profanación, y la cual ha de dejarse, si se la
quiere ayudar, servil y ciegamente en sus manos. No: no, ¡por Dios!: ¿pretender
sofocar el pensamiento, aun antes de verse como se verán Uds. mañana, al frente
de un pueblo entusiasmado y agradecido, con todos los arreos de la victoria? La
patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de
quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia.
A una guerra, emprendida en obediencia a
los mandatos de un país, en consulta con los representantes de sus intereses,
en unión con la mayor cantidad de elementos amigos que pueda lograrse; a una
guerra así, que venía yo creyendo- porque así la pinté en una carta mía de hace
tres años que tuvo de Ud. hermosa respuesta, -que era la que Ud. ahora se
ofrecía a dirigir; - a una guerra así el alma entera he dado, porque ella salvará
a mi pueblo; - pero a lo que en aquella conversación se me dio a entender, a
una aventura personal, emprendida hábilmente en una hora oportuna, en que los
propósitos particulares de los caudillos pueden confundirse con las ideas
gloriosas que los hacen posibles; a una campaña emprendida como una empresa
privada, sin mostrar más respeto al espíritu patriótico que la permite, que
aquel indispensable, aunque muy sumiso a veces, que la astucia aconseja, para
atraerse a las personas o los elementos que puedan ser de utilidad en un
sentido u otro; a una carrera de armas por más que fuese brillante y grandiosa;
y haya de ser coronada por el éxito, y sea personalmente honrado el que la
capitanee; a una campaña que no dé desde su primer acto vivo, desde sus primeros
movimientos de preparación, muestras de que se la intenta como un servicio al
país, y no como una invasión despótica; a una tentativa armada que no vaya
pública, declarada, sincera y únicamente movida, del propósito de poner a su
remate en manos del país, agradecido de antemano a sus servidores, las
libertades públicas; a una guerra de baja raíz y temibles fines, cualesquiera
que sean su magnitud y condiciones de éxito –y no se me oculta que tendría hoy
muchas- no prestaré yo jamás mi apoyo –valga mi apoyo lo que valga-, y yo sé
que él, que viene de una decisión indomable de ser absolutamente honrado, vale
por eso oro puro, yo no se lo prestaré jamás.
¿Cómo, General, emprender misiones,
atraerme afectos, aprovechar los que ya tengo, convencer a hombres eminentes,
deshelar voluntades, con estos miedos y dudas en el alma? Desisto, pues, de
todos los trabajos activos que había comenzado a echar sobre mis hombros.
Y no tenga a mal, General, que le haya
escrito estas razones. Lo tengo por hombre noble, y merece Ud. que se le haga
pensar. Muy grande puede llegar a ser Ud. –y puede no llegar a serlo-. Respetar
a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la mayor grandeza. Servirse de
sus dolores y entusiasmos en provecho propio sería la mayor ignominia. Es verdad,
General, que desde Honduras me habían dicho que alrededor de Ud. se movían
acaso intrigas que envenenaban, sin que Ud. lo sintiese, su corazón sencillo,
que se aprovechaban de sus bondades, sus impresiones y sus hábitos para apartar
a Ud. de cuantos hallase en su camino que le acompañasen en sus labores con
cariño, y le ayudaran a librarse de los obstáculos que se fueran ofreciendo a
un engrandecimiento a que tiene Ud. derechos naturales. Pero yo confieso que no
tengo ni voluntad ni paciencia para andar husmeando intrigas ni deshaciéndolas.
Yo estoy por encima de todo eso. Yo no sirvo más que al deber, y con este seré
siempre bastante poderoso.
¿Se ha acercado a Ud. alguien, General,
con un afecto más caluroso que aquel con que lo apreté en mis brazos desde el
primer día en que le vi? ¿Ha sentido Ud. en muchos esta fatal abundancia de
corazón que me dañaría tanto en mi vida, si necesitase yo de andar ocultando
mis propósitos para favorecer ambicioncillas femeniles de hoy o esperanzas de
mañana?
Pues después de todo lo que he escrito,
y releo cuidadosamente, y confirmo, a Ud., lleno de méritos, creo que lo
quiero: a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma
acaso, está Ud. representando, no:
Queda estimándole y sirviéndole
José Martí.
(Copia literal tomada de Obras
Completas, Editorial Lex, La Habana, Cuba, 1946. Vol. I, p. 78-81) y en
(Obras escogidas en tres tomos. Editora
Política, La Habana, 1981. Tomo I, p. 387)
No hay comentarios:
Publicar un comentario