Abuela y nieto en el cumple de mi hijo en enero del 2013. |
Ser
abuela o abuelo es un estado de gracia especial. Es saber que ha llegado al
universo una criatura que es dos veces nuestro hijo: hijo del hijo. Lo supe
cuando mi hija trajo al mundo a mi nieto. Y sentí no poder estar más cerca de
él y durante más tiempo. Solo un mes apenas después de nacido. Y en la
distancia amarlo, extrañarlo y dedicarle poemas. Esos atardeceres en los que
hay una campanita dentro del pecho que resuena y nos recuerda a los seres
entrañables que están lejos. Ansiar verlo y escucharlo cuando empiezan a decir
sus primeras palabras. Querer que nos vean y sepan que somos padres de sus
padres: en mi caso, la madre de su mamá. Entonces, ponerse como una tonta a
repetirles abue, abu, a ver si me dice al menos las primeras sílabas de abuela…
alegrarme cuando tiende sus brazos para que lo cargue, lo lleve a ver los
pajaritos que revolotean alrededor de sus nidos en el framboyán de enfrente de
su casa, o me siente en el piso del portal a pasarnos la pelota… Por eso hoy
descubrí este artículo en facebook, lo copié y me animé a
traerlo al blog, luego de un inmenso letargo.
Por
todo eso que dice este pediatra a quien no conocía hasta hoy, los abuelos somos
los magos y las hadas de las familias y, casi siempre, los preferidos por los
nietos.
«Los
abuelos no solo cuidan de la familia extendida, aportan algo que los padres no
siempre vislumbran: pertenencia e identidad. En los últimos 50 años, nuestro
estilo de vida familiar cambió drásticamente como consecuencia de un nuevo
sistema de producción. La inclusión de la mujer en el circuito laboral llevó a
que ambos padres se ausenten del hogar por largos períodos creando como
consecuencia el llamado “síndrome de la casa vacía”. El nuevo paradigma implicó
que muchos niños quedaran a cargo de personas ajenas al hogar o en
instituciones. Esta tercerización de la crianza se extendió y naturalizó en
muchos hogares. Algunos afortunados todavía pueden contar con sus abuelos para
cubrir muchas tareas: la protección, los traslados, la alimentación, el
descanso y hasta las consultas médicas. Estos privilegiados chicos tienen
padres de padres, y lo celebran eligiendo todos los apelativos posibles: abu,
abuela/o nona/o bobe, zeide, tata, yaya/o opi, oma, baba, abue, lala, babi, o
por su nombre, cuando la coquetería lo exige. Los abuelos no sólo cuidan, son
el tronco de la familia extendida, la que aporta algo que los padres no siempre
vislumbran: pertenencia e identidad, factores indispensables en los nuevos
brotes. La mayoría de los abuelos siente adoración por sus nietos. Es fácil ver
que las fotos de los hijos van siendo reemplazadas por las de estos. Con esta
señal, los padres descubren dos verdades: que no están solos en la tarea, y que
han entrado en su madurez. El abuelazgo constituye una forma contundente de
comprender el paso del tiempo, de aceptar la edad y la esperable vejez. Lejos
de apenarse, sienten al mismo tiempo otra certeza que supera a las anteriores:
los nietos significan que es posible la inmortalidad. Porque al ampliar la
familia, ellos prolongan los rasgos, los gestos: extienden la vida. La batalla
contra la finitud no está perdida, se ilusionan. Los abuelos miran diferente.
Como suelen no ver bien, usan los ojos para otras cosas. Para opinar, por
ejemplo. O para recordar. Como siempre están pensando en algo, se les humedece
la mirada; a veces tienen miedo de no poder decir todo lo que quieren. La
mayoría tiene las manos suaves y las mueven con cuidado. Aprendieron que un
abrazo enseña más que toda una biblioteca. Los abuelos tienen el tiempo que se
les perdió a los padres; de alguna manera pudieron recuperarlo. Leen libros sin
apuro o cuentan historias de cuando ellos eran chicos. Con cada palabra, las
raíces se hacen más profundas; la identidad, más probable. Los abuelos
construyen infancias, en silencio y cada día. Son incomparables cómplices de
secretos. Malcrían profesionalmente porque no tienen que dar cuenta a nadie de
sus actos. Consideran, con autoridad, que la memoria es la capacidad de olvidar
algunas cosas. Por eso no recuerdan que las mismas gracias de sus nietos las
hicieron sus hijos. Pero entonces, no las veían, de tan preocupados que estaban
por educarlos. Algunos todavía saben jugar a cosas que no se enchufan. Son
personas expertas en disolver angustias cuando, por una discusión de los padres,
el niño siente que el mundo se derrumba. La comida que ellos sirven es la más
rica; incluso la comprada. Los abuelos huelen siempre a abuelo. No es por el
perfume que usan, ellos son así. ¿O no recordamos su aroma para siempre? Los
chicos que tienen abuelos están mucho más cerca de la felicidad. Los que los
tienen lejos, deberían procurarse uno (siempre hay buena gente disponible).
FINALMENTE Y PARA QUE SEPAN LOS DESCREÍDOS: LOS ABUELOS NUNCA MUEREN, SOLO SE
HACEN INVISIBLES».
Enrique Orschanski es un pediatra
cordobés muy reconocido, y éste es un artículo que publicó en uno de los
diarios de Córdoba.
2 comentarios:
bello
Muchas gracias, Ava María. Un placer encontrar lectores expresivos. Mis afectos.
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