Lo vi hace poco:
el 15 de septiembre me despidió cuando venía para acá, con sus padres. Se
levantó temprano, madrugador por esencia se despertó sin necesidad de mucho
zarandeo y sus grandes ojos azules contemplaban los preparativos del viaje.
Esa mirada me
acompañó en todo el viaje de regreso. Miento. Me acompaña todavía. A veces
dormimos juntos, y me despertaba porque tenía su mirada fija en mí, sin
proferir un sonido o una palabra. Me miraba en silencio, contemplándome, con
sus grandes ojos interrogadores.
Cuando me quedaba
en su casa salíamos temprano él y yo a ver todos los pajaritos que tienen sus
nidos en los framboyanes de la escuela que está frente a su casa. En esos
árboles, curiosamente y sin saber quién, colocaron casitas de maderas para
pajaritos en las ramas, debe haber como una veintena o más y cuando amanece hay
una fiesta de alas, donde se escucha el vuelo de los alborotadores y sus
cantos. Lo mismo hay gorriones que azulejos, pájaros carpinteros, totíes o
tomeguines… es una vecindad increíblemente armoniosa.
Allí en la acera,
debajo de los framboyanes, alzábamos los ojos a las ramas e íbamos descubriendo
a los que volaban de un lado a otro: “¡Allí, míralos allí, Diego, como
revolotean!, y nos mirábamos y
sonreíamos como dos buenos compinches que se alegran de compartir un secreto.
El secreto, en nuestro caso y los pájaros, era el placer de asomarnos a su
mágico mundo. Reíamos, él me señalaba con su dedito los que veía, mientras
chasqueaba los dedos de su manita en señal de llamada. No nos importaba que nos
hicieran caso: solo poder mirarlos y sentir la brisa del framboyán y la
sinfonía de trinos y batir de alas.
Diego crecerá y seguramente no recuerde nuestros amaneceres, bajo los framboyanes florecidos,
en esa calle del poblado de Jaimanitas, pero yo jamás olvidaré su sonrisa y
alegría cuando contemplaba a los pájaros alborotar y gorjeaba, junto con ellos,
una canción alegre de verano. Porque esa historia comenzó un 23 de octubre de
hace treinta años y aunque el tiempo y el olvido hayan dejado su huella, Diego
me recuerda que del amor solo nace más amor, y nada seríamos sin las flores, el
canto de los pájaros y los amaneceres del verano, cuando una manita pequeña
señala los nidos colocados en la rama para ir a escuchar esa sinfonía de pura
vida.
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