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El rey del país de
las montañas era muy rico. Tenía montones de oro guardados en cofres, un
castillo majestuoso y una cuadra llena de mulos. Hubiera preferido caballos,
pero todos saben que para escalar una alta montaña hay que ser bien mulo, nada
de caballo. El único inconveniente es la tozudez del mulo: ya sabes, cuando
dice que no, ni a palos sube.
Este rey de quien
les cuento era caprichoso, como todos los reyes, y le gustaba coleccionar
rarezas. Por eso se le ocurrió tener un monstruo de verdad. Mandó emisarios por
todos los lugares en busca de uno, pero nada. El último dragón estaba
contratado para encender las fogatas de los campamentos de verano, la bruja
trabajaba en un museo, el ogro era el director de una guardería infantil. Esas noticias
eran muy desalentadoras. Le llegó un aviso de que en cierta ciudad vivía un
trol, muy feroz, pero cuando llegaron allá se había convertido en papalotero y
solo aceptó ir al castillo los fines de semana ventosos, a empinar papalotes
con sus amigos que eran más de mil niños. Para ponerle la tapa al pomo, pidió
con anticipación que le despejaran la galería donde estaban colgados los
retratos de la dinastía real, para montar una exposición de chiringas, katanas,
chichiguas y todas las variantes de los papalotes, y un gran salón donde
organizar el taller “Cómo se fabrica un papalote”.
Recuperándose a
duras penas de su decepción, he aquí que aparece una mañana, en pleno puente
levadizo sobre las rocas, una cesta de mimbre con un pequeño vampiro dentro.
Era un bebé vampiro y le habían colgado un letrero que decía: SOLO TOMA SANGRE
DE GALLINITA DORADA.
—¡Oh —se dijo en
alta voz el rey—. Tanto tiempo buscando un monstruo o ser sobrenatural y ahora
aparece con semejante dificultad. En este castillo no hay gallinas y mucho
menos, doradas. Si la hago construir de oro no tendrá sangre.
Entonces mandó
llamar a sus consejeros y les preguntó si sabían qué hacer para fabricar una
gallina dorada y lograr que tuviera sangre, para poder alimentar al bebé
vampiro. Enseguida fueron respondiéndole:
—Yo no —dijo el
ganso.
—Tampoco yo —dijo
el pavo.
—Ni yo —respondió
el pato.
—Trataré yo —dijo
el niño, y nadie lo creyó. Solo el rey, que estaba muy esperanzado con tener su
vampiro y confiaba en la imaginación del niño.
Entonces despidieron
a los consejeros del salón del trono no sin que el rey ordenara antes que se
pusieran todos en el castillo a la disposición de ellos, por si acaso
encontraban una fórmula secreta.
Cada consejero se
retiró a sus aposentos privados, donde cada cual tenía montado su propio
laboratorio. El niño salió del castillo y se fue al bosque, mientras los otros
lo vigilaban desde los altos ventanales, hasta que lo perdieron de vista.
El bebé vampiro
lloraba por hambre a grito pelado, y el rey se encerró en la torre más alta del
castillo para no escucharlo. Rogaba a los dioses que se encontrara la manera de
alimentarlo.
El pato consiguió
una mezcla de sangre de pato con un poco de la del propio rey y pensó que bien
podría parecerse al sabor de una sangre de gallina dorada. Llegó a la
habitación del vampiro y el pequeño, nada más olerla, empezó a gritar más
fuerte. Ni siquiera la probó.
El ganso, con su
fama de tonto, mezcló su sangre con la del jefe de la guardia del palacio,
quien se creía valiente armado con su lanza, pero dormía siempre con una luz
encendida pues le temía a la oscuridad. Tal vez podría parecerse a la sangre de
una gallina dorada.
Esta vez el bebé la
olió con cuidado, como si le fuera familiar, pero tampoco la probó, y gritó más
alto aún.
El pavo demoró
mucho en decidirse: se miraba en el espejo primero para comprobar que sus
plumas estaban bien peinadas. Todavía se pavoneaba cuando el niño regresó del bosque y fue directo a la cocina
del castillo. Allí pidió ayuda a la cocinera para preparar algo.
Todavía el pavo no
había terminado de mirarse en el espejo cuando el niño llevó al vampiro una
jarra de hojalata con un líquido rojo.
Enseguida subió un
paje a la torre, para avisarle al rey que el bebé había dejado de llorar. El
monarca bajó las escaleras de tres en tres y se acercó cauteloso a la
habitación. Allí vio una escena que lo dejó más que asombrado: el niño leía al
bebé vampiro el cuento de La gallinita dorada, mientras el vampiro se bebía el
jugo de fresa silvestre (al que nosotros llamamos en el colegio guachipupa) y
reía de vez en vez, enseñando sus pequeños colmillos.
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