Los 31 de julio son días tristes y me parece ver, en la
noche, un paisaje que me recuerda la partida de un ser excepcional. Este es el
paisaje:
Y quiero creer que,
aunque se perdió en el mar, las arenas le dibujaron el mismo paraje del
desierto desde donde partió su amigo el Principito. Por eso lo atesoro en mi memoria con especial
cariño, para celebrar con un pensamiento, la vida de ese hombre que fue capaz
de presentarnos a un ser extraordinario, que marcó a muchos de nosotros para
siempre y nos regaló, para esas noches interminables en que podemos sentirnos
solos, la magia de poder escuchar con el corazón la risa de un niño que suena
como si, al mismo tiempo, tocaran todos los cascabeles de la Tierra.
Cuando
leemos El principito, uno de los
pasajes más hermosos es ese donde habla con la zorra (al parecer, en francés es
zorro, pero me gusta la traducción al español en que el personaje es femenino
porque me identifico más con ella).
Dice el Principito:
«Estoy seguro que..., si me domesticas mi vida se verá
envuelta por un gran sol. Podré conocer un ruido de pasos que será bien
diferente a todos los demás. Los otros pasos, me hacen correr y esconder bajo
la tierra. Pero el tuyo sin embargo, me llamará fuera de la madriguera, como
una música. ¡Mira! ¿Puedes ver allá a lo lejos los campos de trigo? Yo no como
pan, por lo que para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo nada me
recuerdan. ¡Es triste! Pero tú tienes cabellos de color oro. Cuando me hayas
por fin domesticado, el trigo dorado me recordará a ti. Y amaré el sonido del
viento en el trigo...»
Entonces, definitivamente,
Saint Exupéry y su principito me han domesticado: puedo escucharlos, sentirlos reír
como si estuvieran a mi lado e invariablemente los recuerdo cuando veo niños,
cuando me siento triste y quiero ver una puesta de sol, cuando comprendo que
solo el corazón alcanza para ver las cosas realmente importantes de la vida y
nadie puede poseer las estrellas porque están allí para decirnos que no se
pueden contar ni poseer, solo admirarlas y dejar que su luz nos embargue y
embriague, con la magia buena de la ternura.
Y si vemos una rosa, o una
oruga que algún día será una mariposa, si por casualidad nos tropezamos con un
vanidoso y su espejo, con algún rey que quiere convertirnos en súbditos,
recurramos siempre a la utilidad soñadora del farolero, porque nuestra
verdadera y única misión en esta vida es encender siempre las luces, las del
corazón, que son las que de veras alumbran el camino.
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