martes, 7 de junio de 2016

HÉCTOR ZUMBADO INVICTUS



He leído que ha muerto Héctor Zumbado y me ha extrañado la noticia. Y me ha extrañado porque ya hace mucho tiempo que le creí muerto, por un rumor escuchado hace ya bastante tiempo, y le encendí en mi alma las luces de palabras que enciendo cuando coso a mi memoria a las personas inolvidables e imprescindibles. Luego supe que no era cierto, pero el ostracismo al que fue condenado su nombre y su obra fueron desterrándolo de la cotidianidad para seguir siendo ese ser mítico que había descubierto la alquimia de convertir el más insignificante suceso u objeto en una obra maestra del humor más fino y difícil: el que llega al más humilde y al intelectual exquisito.
Y entonces no recuerdo si algunos hablaron o anunciaron un supuesto accidente cerebro vascular, empezando la década de los 90, que lo alejó definitivamente de su vida habitual porque no pudo hablar ni escribir y este fue un cruel castigo en vida para quien proporcionó tanta alegría a los demás.
Su profunda cubanía, su genial manejo del gracejo popular sin caer en chabacanerías ni hacer concesiones facilistas está presente en toda su obra. Esa imaginación sin límites, que armonizaba con una vasta cultura latente detrás de cada definición real, le servía para el entramado de la hilaridad de sus textos y nos sorprendía una y otra vez constatar que alguien pudiera reunir en sí la chispa y gracia del cubano con la erudición del estudioso y conocedor de la lengua española.
Como la gran mayoría de los cubanos (para hacer la salvedad por algún pesado o extremista que pudiera quedar por ahí) seguía sus estampas humorísticas de Juventud Rebelde en su Riflexiones con devoción casi mística, al igual que su columna Limonada, también perseguí y releí los dos volúmenes que se publicaron con sus compilaciones. Mis hijos también las leían, desde pequeños, y muchas veces era su lectura la que hacía para reírnos juntos de aquel anti-pan que inmortalizó, las croquetas pega cielo, su teoría sobre el narrafismo deportivo, el sinflicto, el majá y tantas otros que acuden a mi memoria. Sonrío al evocar su Limonada Joe o El American way, y no puedo más que lamentar que haya permanecido un cuarto de siglo en este planeta sin que pudiéramos disfrutar de sus ocurrencias y su genialidad para fustigar satíricamente los males de nuestra sociedad con una agudeza y simpatía increíbles. Era maestro de la sátira y del sarcasmo, sin duda alguna.
Muchas veces me río cuando recuerdo los gestos de Carlos Ruiz de la Tejera al decir textos suyos o me viene alguna frase a la mente al ocurrir algún suceso relacionado.
Pero durante el tiempo que la vida, el destino o los hombres le permitieron crear es suficiente para haberse quedado en la memoria colectiva cubana como un humorista excepcional, con talento e imaginación para escribir y la fresca chispa, auténtica y criolla, del genuino jodedor cubano.
Con nosotros te quedas, Zumbado, porque le zumbas al olvido y porque (como te gustaba usar las canciones) estás y estarás en mi corazón y en el de todos tus lectores y seguidores.

Requiescat in pace, que es descansar en nuestra sonrisa y en todos los que creemos en el sol. En el combate contra la muerte salió vencedora tu palabra, Héctor Invictus.

El tipo que creía en el sol*
Y todo a media luz
A media luz los dos
A media luz los besos
A media luz de amor.
El tipo era de ese tipo de gente. Aunque no se sabía bien la letra, y las cambiaba todas, era de esa gente que creía en los tangos. Y un tipo que cree en los tangos es un tipo con el que hay que tener cuidado.
Este Gardel cotidiano, que a veces se desdoblaba
En Bartolomé Moré
en Toña la de Veracruz
en el increíble Mozart
en uno de los Beatles
(o en los cuatro a la vez)
en Rimsky Korsakov
en Méndez, José Antonio
o en Peza, Juan de Dios
Este Gardel cotidiano, tenía tremenda fe en el dado. Era de esa gente. Que creía. Creía en las posibilidades, aunque estuvieran encaramadas en el lomo de Rocinante. Era de esa gente. De ese tipo de gente que si su equipo tenía tres carreras abajo, el noveno inning, nadie en base, con dos out, oscureciendo y empezando a llover, decía:
—Ahora, ahora tú verás que empatamos.
Y, bueno, con un tipo así no se puede. Con un tipo así todo es posible.
Por eso un día ¡se le ocurrió enlatar el sol! No sabía cómo hacerlo. Pero sabía, intuía, presentía, creía que se podía hacer. Y eso era suficiente. ¡Qué vacilón! ¡Enlatar el sol! Meterlo en laticas. Y ponerle una etiqueta:
Tropical Sunshine
Genuine.
Abra por la línea de puntos.
250 gramos de cálido sol tropical
Tibio y sensual.
Radiante y juguetón.
No guardar en lugar fresco.
¡Qué vacilón! Coger todo el sol que sobre. El de la acera del sol, por donde nadie camina. El de las doce del día, que hace arder la guardarraya. O el que cae pesadamente en los tramos de la costa, calentando el diente de perro. Todo ese sol. Cogerlo y meterlo en laticas. Y mandarlo para allá fuera. A Europa. En invierno, que es cuando el sol se pierde y no hay quien se empate con él.
¡Excelente renglón de exportación! ¡Qué vacilón!
Y con su latica bajo el brazo salió a vender su idea. A persuadir. A convencer. A trasmitir con el brillo de los ojos la posibilidad de lo posible.
Pero por cosas del azar, no dio con los receptivos.
Esos que cuando escarban la tierra con los dedos
no piensan en la higiene de las uñas
solamente en la semilla.
Esos
que si tienen que ir a pie hasta Santiago
se llevan una buena tumbadora.
Dio con los otros.
Esos que están hechos de suave plastilina
(…) Que prefieren la orillita de la playa
y se pierden el azul que hay en lo hondo.
Esa gente que camina despacio por la vida
(…) que ven fantasmas en las noches de trasluz
y se detienen a mirar las hojas muertas del rosal.
Esos
que solo ven el arco iris
cuando llueve
nada más.
Se puso fatal. Con esa gente, casualmente, se empató. Con los precavidos. Los comprimidos. Los monocromáticos y calculosos. Los plastilínicos y siempre dudosos.
Y, claro, le dijeron ne, niente, never. A otra cosa mariposa. Primero le analizaron la idea. Mmm… ¿enlatar el sol? La calcularon. La estudiaron. La batieron. La exprimieron y la plancharon.
Y lo que es peor, trataron de convencerlo. De persuadirlo. De frenarlo. De calmarlo. De clavarle los pies sobre la tierra. Y echarle cal. Y arena. Y piedras. A ver si se estaba quieto. Y se dejaba de tanta bobería. Y le dijeron —en tono serio, profundo, profesoral y definitivo:
Chico pero si es que tú no tienes nada
una idea nada más
y entusiasmo
y una gran imaginación
—que eso es bueno—
y constancia
y dedicación
y un maravilloso optimismo
pero tú no tienes nada
una lata
y una idea nada más.
Hicieron lo peor que se le puede hacer a un tipo. Aplastarle la ilusión. Romperle en dos el entusiasmo. Plancharle la esperanza.
Y el tipo que creía en el Sol —del encabronamiento que cogió— rompió la lata de un piñazo y se quedó pensando en el Quijote.
Y entonces
súbitamente
de aquella latica chiquitica
lenta
lentamente
empezó a
amanecer.

(Héctor Zumbado, Esto le zumba)



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