Que soy una rendida admiradora
de todo cuanto escribe Pérez-Reverte no es una sorpresa para quienes me conocen
bien. Creo que el hecho de haberlo descubierto gracias a “El club Dumas” vino a
sembrar un encandilamiento literario que aún me dura. No lo superan ni “La
sombra del viento” ni "El juego del ángel", de la saga de El cementerio de los
libros olvidados, ni las novelas de Ken Follet (y mira que "Los pilares de la tierra" me encandilaron) porque, además de que Pérez-Reverte
tiene una prosa que me atrapa, su versatilidad de temas y medios para los que
ha escrito le confieren una especie de don de ubicuidad que me hace tropezar
con él una y otra vez. También será que el nombre es el de mi leyenda
preferida, esa que me acerca a los celtas y al mago Merlín…
Primero leí una cantidad de
novelas que compramos en La Habana para la biblioteca de Gente Nueva. Luego, me
hicieron un regalo que completó en buena medida mi conocimiento y disfrute de
su obra. Pero esa maestría al combinar en cada texto la jerga propia del
ambiente (sea de espadachines como los del capitán Alatriste, cuya saga he leído
toda, o la marinera en novelas del tema o en la compilación que leo ahora de
sus artículos en XL Semanal, me fascinan y no diré que me atrapan, sino que me
hechizan.
Esos textos que, cuando uno los
lee piensa: ¿Cómo se le puede haber ocurrido?, da igual que sea una frase, un
tema o una imagen. Y por eso la degusto como cita Martí la anécdota de Chichá,
la niña bonita de Guatemala. “Chichá, ¿Por qué te comes tan despacio esa
aceituna? Porque me gusta mucho”. Así que reservo para mis fines de semana leer
los artículos recogidos bajo el título "Los barcos se pierden en tierra", leyéndolos
de dos en dos (seis páginas exactamente), porque es el último volumen de sus
textos que me queda por leer. De los que tengo, claro. Cuando termine de escribir, buscaré en su sitio
si tiene nuevas novelas, pero creo que quienes compartimos el momento histórico con un autor como Pérez-Reverte,
hemos sido honrados por el universo con el raro y divino privilegio de leerlo,
siendo un crimen de lesa literatura ignorar el placer de disfrutarlo.
Mención quiero hacer del
prologuista de esta edición, Jacinto Antón, quien habiéndose atrevido a la
hazaña de introducir los textos de Pérez-Reverte ha logrado un magistral prólogo
y, por tanto, reverencio su talento y generosidad intelectual. Una bellísima prosa
que nos da la bienvenida, nos abre las puertas, al disfrute de los artículos de "Los barcos…"
Por el momento, voy a
disfrutar de mis páginas de hoy, que lo dejé en esa simpática reseña de la exposición
parisina de Tintin, Mil rayos…
Y mientras, siguen las
palabras dibujando sus huellas de tinta en el papel o proyectando su sombra nítida
en la pantalla virtual, desoigo los comentarios publicitarios sobre la sabiduría
narrativa de Pérez-Reverte, las calificaciones de juego entre historia y ficción
que le endilgan los especialistas en marketing, porque la real explicación es
la que nos llega cuando conquista nuestra atención de lectores ávidos de ser
colonizados por su palabra: escribe porque le nace de lo profundo, no sé si del
corazón o del alma, y como es auténtico, no se queda solo en buena literatura.
Sencillamente, es genial.
Y, con permiso de su prologuista, sus palabras nos permiten escuchar el viento que sopla en las jarcias, no debajo, sino desde las estrellas.
Y, con permiso de su prologuista, sus palabras nos permiten escuchar el viento que sopla en las jarcias, no debajo, sino desde las estrellas.
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