jueves, 28 de enero de 2016

CARTA DE JOSÉ MARTÍ AL GENERAL MÁXIMO GÓMEZ





                                                      New York, Octubre 20 de 1884.

Sr. General Máximo Gómez
New York.

Distinguido General y amigo:
Salí en la mañana del sábado de la casa de Ud. con una impresión tan penosa, que he querido dejarla reposar dos días, para que la resolución que ella, unida a otras anteriores, me inspirase, no fuera resultado de una ofuscación pasajera, o excesivo celo en la defensa de cosas que no quisiera ver yo jamás atacadas, sino obra de meditación madura: ¡qué pena me da tener que decir estas cosas a quien creo sincero y bueno, y en quien existen cualidades notables para llegar a ser verdaderamente grande! Pero hay algo que está por encima de toda simpatía personal que Ud. pueda inspirarme, y hasta de toda razón de oportunidad aparente: y es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta, y más grave y difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas virtudes, establecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo.
Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparatorios de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra. ¿Qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? ¿Qué somos, General? ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Uds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra? Si la guerra es posible, y los nobles y legítimos prestigios que vienen de ella, es porque antes existe, trabajado con mucho dolor, el espíritu que la reclama y hace necesaria: y a ese espíritu hay que atender, y a ese espíritu hay que mostrar, en todo acto público y privado, el más profundo respeto, porque tal como es admirable el que da su vida por servir a una gran idea, es abominable el que se vale de una gran idea para servir a sus esperanzas personales de gloria o de poder, aunque por ellas exponga la vida. El dar la vida sólo constituye un derecho cuando se la da desinteresadamente.
Ya lo veo a Ud. afligido, porque entiendo que Ud. procede de buena fe en todo lo que emprende, y cree de veras, que lo que hace, como que se siente inspirado de un motivo puro, es el único modo de hacer que hay en sus empresas. Pero con la mayor sinceridad se pueden cometer los más grandes errores; y es preciso que, a despecho de toda consideración de orden secundario, la verdad adusta, que no debe conocer amigos, salga al paso de todo lo que considere un peligro, y ponga en su puesto las cosas graves, antes de que llevan ya un camino tan adelantado que no tengan remedio. Domine Ud., General, esta pena, como dominé yo el sábado el asombro y disgusto con que oí un importuno arranque de Ud. y una curiosa conversación que provocó a propósito de él el General Maceo,[1] en la que quiso,-¡locura mayor!-darme a entender que debíamos considerar la guerra de Cuba como una propiedad exclusiva de Ud., en la que nadie puede poner pensamiento ni obra sin cometer profanación, y la cual ha de dejarse, si se la quiere ayudar, servil y ciegamente en sus manos. No: no, ¡por Dios!: ¿pretender sofocar el pensamiento, aun antes de verse como se verán Uds. mañana, al frente de un pueblo entusiasmado y agradecido, con todos los arreos de la victoria? La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia.
A una guerra, emprendida en obediencia a los mandatos de un país, en consulta con los representantes de sus intereses, en unión con la mayor cantidad de elementos amigos que pueda lograrse; a una guerra así, que venía yo creyendo- porque así la pinté en una carta mía de hace tres años que tuvo de Ud. hermosa respuesta, -que era la que Ud. ahora se ofrecía a dirigir; - a una guerra así el alma entera he dado, porque ella salvará a mi pueblo; - pero a lo que en aquella conversación se me dio a entender, a una aventura personal, emprendida hábilmente en una hora oportuna, en que los propósitos particulares de los caudillos pueden confundirse con las ideas gloriosas que los hacen posibles; a una campaña emprendida como una empresa privada, sin mostrar más respeto al espíritu patriótico que la permite, que aquel indispensable, aunque muy sumiso a veces, que la astucia aconseja, para atraerse a las personas o los elementos que puedan ser de utilidad en un sentido u otro; a una carrera de armas por más que fuese brillante y grandiosa; y haya de ser coronada por el éxito, y sea personalmente honrado el que la capitanee; a una campaña que no dé desde su primer acto vivo, desde sus primeros movimientos de preparación, muestras de que se la intenta como un servicio al país, y no como una invasión despótica; a una tentativa armada que no vaya pública, declarada, sincera y únicamente movida, del propósito de poner a su remate en manos del país, agradecido de antemano a sus servidores, las libertades públicas; a una guerra de baja raíz y temibles fines, cualesquiera que sean su magnitud y condiciones de éxito –y no se me oculta que tendría hoy muchas- no prestaré yo jamás mi apoyo –valga mi apoyo lo que valga-, y yo sé que él, que viene de una decisión indomable de ser absolutamente honrado, vale por eso oro puro, yo no se lo prestaré jamás.
¿Cómo, General, emprender misiones, atraerme afectos, aprovechar los que ya tengo, convencer a hombres eminentes, deshelar voluntades, con estos miedos y dudas en el alma? Desisto, pues, de todos los trabajos activos que había comenzado a echar sobre mis hombros.
Y no tenga a mal, General, que le haya escrito estas razones. Lo tengo por hombre noble, y merece Ud. que se le haga pensar. Muy grande puede llegar a ser Ud. –y puede no llegar a serlo-. Respetar a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la mayor grandeza. Servirse de sus dolores y entusiasmos en provecho propio sería la mayor ignominia. Es verdad, General, que desde Honduras me habían dicho que alrededor de Ud. se movían acaso intrigas que envenenaban, sin que Ud. lo sintiese, su corazón sencillo, que se aprovechaban de sus bondades, sus impresiones y sus hábitos para apartar a Ud. de cuantos hallase en su camino que le acompañasen en sus labores con cariño, y le ayudaran a librarse de los obstáculos que se fueran ofreciendo a un engrandecimiento a que tiene Ud. derechos naturales. Pero yo confieso que no tengo ni voluntad ni paciencia para andar husmeando intrigas ni deshaciéndolas. Yo estoy por encima de todo eso. Yo no sirvo más que al deber, y con este seré siempre bastante poderoso.

¿Se ha acercado a Ud. alguien, General, con un afecto más caluroso que aquel con que lo apreté en mis brazos desde el primer día en que le vi? ¿Ha sentido Ud. en muchos esta fatal abundancia de corazón que me dañaría tanto en mi vida, si necesitase yo de andar ocultando mis propósitos para favorecer ambicioncillas femeniles de hoy o esperanzas de mañana?
Pues después de todo lo que he escrito, y releo cuidadosamente, y confirmo, a Ud., lleno de méritos, creo que lo quiero: a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma acaso, está Ud. representando, no:
Queda estimándole y sirviéndole
José Martí.

(Copia literal tomada de Obras Completas, Editorial Lex, La Habana, Cuba, 1946. Vol. I, p. 78-81) y en
(Obras escogidas en tres tomos. Editora Política, La Habana, 1981. Tomo I, p. 387)



[1] El general Antonio Maceo


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