viernes, 28 de diciembre de 2012

LA LEYENDA (Peruso y el gato fantasma)



«Cuando se construyó la fortaleza, su primer comandante trajo a su esposa con él, y al poco tiempo les nació una hija a la que llamaron Leonor, como su madre. La muchacha creció entre los soldados de la fortaleza y su entretenimiento era dar algunos paseos por la costa y la lectura de libros que le prestaba el capellán de la fortaleza.
»No es de extrañar que, siendo una joven romántica, se enamorara algún día. Y, estando rodeada por soldados, se enamoró de un alférez recién llegado de España. Sabía que su padre no aprobaría ese amor y lo mantuvieron a escondidas, encontrándose a medianoche cuando él estaba de guardia en la torre.
»Los enamorados no se enteraron de que había llegado al comandante una información sobre un ataque sorpresa por un buque pirata, comandado nada más y nada menos que por el temible Olonés, y dio la orden de reforzar la guardia, situando soldados de más experiencia la noche en que la pareja de enamorados se encontraría. El alférez se ocultó, esperando a la muchacha y confiado en que podría advertirla, sobre todo porque había dibujado su retrato y quería dárselo esa noche.
»Cuando se encontraron, él le explicó que debía irse. Se besaron y, en el momento que iba a entregarle el dibujo, un soldado sintió las voces y creyó que los piratas habían logrado entrar escalando los muros. La oscuridad era total, pues era noche de luna nueva, y atacó con su espada el bulto que vio medio oculto en la torre. La joven lanzó un gemido de dolor al sentirse atravesada por la espada y el alférez gritó pidiendo ayuda. Hubo gritos humanos y otros alaridos que parecían de fiera salvaje.
»Al llegar el comandante y otros soldados, vieron cómo el alférez abrazaba a la joven, que tenia el traje azul lleno de sangre. El soldado que la había atacado estaba arrodillado a su lado, como si estuviera atontado, y el maullido del gato de la muchacha, echado a sus pies, parecía el llanto de una persona. El alférez se volvió loco después de esa noche».
Dianamari y Ana Carla están embobadas con la historia de Marilope.
—¿Quieres decir —pregunta Peruso—, que esa muchacha de la historia puede ser la del dibujo?
—Creo que sí, que la dama de la pintura es ella: Leonor —responde Marilope.
—No es posible —dice Raulín—. La leyenda dice que Gonzalo, el alférez, se vuelve loco después de encontrarse al fantasma de la dama azul y no por la muerte de la dama, como cuentas tú.
—Puedo decirles que Gonzalo, el alférez, era hermano del tatarabuelo de mi abuela. Esta historia se ha contado de generación a generación en mi familia. No creo que sea falsa. Sé que la madre de Gonzalo vino a vivir aquí después de la muerte del desdichado con sus otros hijos.
Dianamari está pasmada.
—¡Claro que sí! Y el gato fantasma es el de ella pero, ¿por qué querría que encontráramos el dibujo precisamente nosotros?
Osvaldo, que casi no ha hablado en toda la noche, opina:
—Debe ser que quiere rescatar el dibujo, y que esté en una galería, o un museo. Como Pedro el grande trabaja en eso…
—Son casi las doce de la noche —lo interrumpe Peruso—. Es mejor que nos vayamos de aquí. Los misterios nunca se descubren del todo. Una parte de ellos queda oculta. Ojalá y con hallar el dibujo le demos fin a la persecución del gato.
Piensan que, posiblemente, Osvaldo tenga razón y que el gato quiera que el retrato de la dama sea exhibido en una galería, o en un museo. Dianamari oye que el pergamino suena y le dice a Peruso:
—Dámelo, es muy antiguo y hay que llevarlo con mucho cuidado.
Él no se opone.
—¡Ah! —dice Peruso y se vuelve, cuando ya está en la puerta—: y nada de ruidos.
Se escurren como sombras hasta llegar a la plaza y miran a lo alto. La luna llena reluce e ilumina los muros de la fortaleza con un resplandor de plata. Dianamari advierte:
—Peruso, no enciendas la linterna hasta que lleguemos a la escalera. Acuérdate que hay vigilantes en algún lugar y pueden descubrirnos.
—Pues claro, Dianamari. No la voy a encender —responde él, molesto.
—¡Pero si la tienes encendida! —exclama ella y todos miran un haz de luz junto al muro, justo frente a ellos.
Quedan paralizados cuando él les muestra la linterna apagada. Entonces creen ver una sombra tenue debajo de la luz, como una mujer con un traje de seda, les parece oír suspiros y luego, un llanto apagado.
—Pero, ¿qué es eso? —pregunta Peruso al ver un extraño pájaro que aletea furioso, moviéndose en círculos sobre la plaza, mientras la luz se mueve de un lado a otro. Dianamari piensa en que van a ser descubiertos por los guardias, pero la fortaleza parece desierta. Si hay alguien, no está cerca de ellos, ni despierto.
Como si le respondieran a Peruso, la luz llega hasta ellos y los envuelve, mientras una suave brisa les alborota el pelo. Dianamari siente que le arrebatan de la mano el dibujo y lo ve flotar en el aire por toda la plaza, junto a una sombra, y desaparecer en la noche.
Ahora queda todo en el más absoluto silencio y Ana Carla habla en voz baja:
—Esto es lo más extraño que he visto en mi vida. ¿Qué ha sido esa luz, y la ráfaga de aire?
Dianamari, que está ensimismada, piensa en voz alta:
—Si creemos en la leyenda, yo diría que hoy hemos visto al fantasma de la dama azul.
El Guille dice:
—No sé que será. Pero ese papel no se fue solo: alguien ha venido a llevárselo.
Peruso también lo cree:
—Esto confirma lo que nos contó Marilope. Ya sabemos de quién era el retrato.
Ana Carla suspira:
—Claro, el alférez no pudo entregárselo aquella noche. Quizás su madre lo guardó, y ella ha estado viniendo a tratar de recuperarlo. Por eso debe haber surgido la leyenda, y con el tiempo, las personas han cambiado la historia. Solo su gato sabía dónde estaba oculto. 
Raulín agrega más:
—Se sabe de quien era el retrato y también quien fue el dibujante. El alférez de la leyenda de la dama azul se llamaba Gonzalo. Debe haber pasado como dice Ana Carla.
El Guille, más práctico, piensa en lo que les espera.
—¿Saben? Ahora sin el dibujo nadie nos va a creer la historia. Lo que nos espera cuando lleguemos a la casa no es de juego.
Marilope susurra:
—Mis abuelos sí lo creerán.
Dianamari le dice a Peruso:
—Ya sabes por qué el gato nos trajo hasta aquí. Había que devolverle el retrato a su dueña. Quizás ha estado buscando todos estos años a la persona capaz de encontrarlo. Y no me preguntes por qué tú, porque lo sabes.
Es cierto que nada pueden probar. Tienen una fecha, la leyenda de la dama y el cofre. Muchas cosas habrán visto estos muros; cosas que nadie imagina y de las cuales no han quedado testigos.
Peruso siente un roce en su pierna y un escalofrío lo recorre. No puede evitar la exclamación:
—Pero, ¿qué es esto?...
Todos miran y ven al gato, echado en el muro y con el dichoso tabaco en la boca. Peruso da un paso hacia él y es lo único que puede hacer antes de que todos vean cómo desaparece en sus narices. 





miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL COFRE ANTIGUO (Peruso y el gato fantasma)



Les cuesta encontrar el lugar para entrar en los fosos, porque no están preparados para una salida nocturna. Por suerte, no está oscuro del todo, pues ni siquiera tienen una linterna. Peruso camina delante de todos. Al fin y al cabo ha recorrido más que los otros este camino. En la escalera la cosa no está tan mal, porque la luz del interior de la fortaleza se filtra, iluminando un poco la subida.
En el preciso momento en que van a salir a la plaza, una sombra ocupa la salida. Peruso se pone un dedo en la boca para que nadie hable. No es una persona: son dos. Una de ellas es la muchacha que los acompañó por la mañana durante la visita al museo. Se acurrucan en el último recodo, con la esperanza de que los otros se vayan. Por fin oyen cómo los pasos se alejan y el camino queda despejado. Alcanzan la salida y el Guille, que se ha adelantado, asoma la cabeza y mueve el brazo indicando que el camino está libre, sin quitar los ojos de la plaza.
Peruso susurra que salgan uno a uno y que vayan ocultándose en el balcón, delante de las salas del museo. Ven que la plaza está desierta y en el patio de abajo se oyen risas y una conversación animada. No les preocupa que bajen el puente, porque su salida está segura, pero Osvaldo se preocupa por la oscuridad que habrá cuando regresen a bajar la escalera.
Una vez que llegan a la puerta del despacho del comandante, se pegan todos a la pared. El balcón está oscuro y Dianamari, tan atrevida como siempre, empuja la puerta: ¡se abre! Ninguno habla. La muchacha entra y detrás de ella, los demás. Cierran con cuidado, pero Luis Enrique tropieza con un mueble y todos se quedan quietos, a la expectativa. No saben si el ruido se ha escuchado abajo. Todo sigue en calma, así que miran a su alrededor y no pueden distinguir lo que les rodea.
—Va a ser difícil registrar con esta oscuridad —dice Dianamari, muy bajito.
—Vamos a cerrar los ojos un rato, después podremos ver mejor —propone Raulín.
Dicho y hecho, cierran los ojos.
—Dianamari, ¿te acuerdas dónde estaba el cofre? —pregunta Peruso.
—¡Claro que me acuerdo! Está al fondo, detrás del escritorio —responde ella, y abre los ojos—. Ya pueden mirar, porque es verdad que se ve mejor.
De todas maneras no pueden detallar bien el interior. Solo unos bultos donde están los muebles. Dianamari avanza decidida hasta donde se halla el cofre y empieza a tantearlo con las manos, al mismo tiempo que trata de levantar la tapa.
—¡Está cerrado, muchachos! Peruso, dame la llave —le pide.
Peruso se lleva la mano al bolsillo. No puede ser. Busca también en el de la camisa: ¡nada!
—No tengo la llave, Dianamari —dice con una voz que no parece la de él.
—¿Cómo que no está? —pregunta ella.
—¡Mi madre! Peruso, ¿cómo pudiste perder la llave? —le reprocha Raulín.
El Guille, Luis Enrique y Osvaldo ni chistan. Todos se asombran. Nada, que pasar tanto trabajo para llegar allí y no tener la llave es el colmo de la mala suerte.
—¿Se te habrá quedado en casa de Donjuán? —vuelve a preguntar Dinamari, que no puede creer todavía que no tengan la llave.
—Que no, yo no la he sacado de mi bolsillo. ¿Alguno de ustedes la ha cogido sin que me dé cuenta? —ahora Peruso se dirige a todos y en tono de estar muy, muy bravo.
Osvaldo se ofende:
—Caramba, Peruso, ¿tú crees que nosotros vamos a jugar con eso?
—No podemos discutir ahora —asegura Dianamari—. A lo mejor se te cayó cuando nos escondimos en la escalera.
—Shhh —les dice Peruso y se pone un dedo en la boca, por gusto, porque los otros no lo ven.
Se oye un ruido en la puerta y unas voces. ¿Quién puede ser? Pero algo metálico choca y ellos entienden: han atrancado la puerta por fuera. Se han quedado encerrados, en la más completa oscuridad.
—¡Ahora sí que esto está bueno! —dice el Guille—. Prepárense para dormir aquí y ojalá no haya ninguno de los socios fantasmas de Peruso.
Los otros no quieren ni hablar. Están sorprendidos y preocupados. Peruso rompe el silencio:
—Bueno, no está todo perdido. Yo les tengo una buena noticia.
Nada más que a Peruso le puede pasar por su cabeza, llena de ideas locas, que puede haber una buena noticia ahora que están encerrados y sin llave. En medio de todo, Raulín y Dianamari son quienes mejor sobrellevan la situación y por eso preguntan a dúo:
—¿Cuál noticia?
Peruso toma su tiempo para anunciar la buena nueva:
—Que aquí está la llave del cofre —y pega con ella en la esquina del escritorio.
¡No lo pueden creer! Es imposible que él haya jugado con la llave. Se les olvida que deben hablar bajo, que están escondidos y no pueden hacer ruido. Nada les importa, insultan a Peruso y Dianamari le arranca la llave de la mano:
—Peruso, ¡ahora sí acabaste con nosotros!
Pero no pierde tiempo y corre a buscar el cofre. Tantea la cerradura y tiene que aguantarla con las dos manos para que no se le caiga.
—¡Entra en la cerradura, Peruso! —anuncia, emocionada—. Ya está abierto.
Seis pares de manos hurgan en el cofre. !Nada!
—Pues lo que esperábamos —resume Dianamari—: está vacío.
Raulín le pide a Dianamari:
—Diani, revisa a ver si encuentras algo abultado en el forro. Quién sabe si tiene un compartimiento oculto. Tienes las manos más chiquitas que nosotros.
La muchacha lo hace, pero el cofre no tiene forro, ni se nota un escondrijo secreto.
—Tendría que haber luz para revisarlo. Si al menos tuviéramos una linterna… —se atreve a decir Luis Enrique.
Peruso le da la razón:
—Es verdad. Va a ser imposible revisarlo bien. Bueno, el consuelo es que vamos a amanecer aquí y, cuando salga el sol, habrá un poco de claridad para revisarlo.
Con estas palabras los otros vuelven a la realidad del encierro.
—¿Se imaginan qué van a hacer Donjuán y Nena cuando no nos vean llegar? —les pregunta Dianamari.
—Ni pensar en eso —dice Luis Enrique—. Que no son solo ellos. Mis tíos nos esperan en su casa. ¡Se va a armar la gorda!
El Guille, que últimamente se las da de chistoso, agrega:
—No va a ser la gorda la única que se va a armar. Será la gorda, la flaca y la amarilla.
Se ríen de la ocurrencia y el disparate. Osvaldo se extraña:
—¿Qué amarilla, Guille?
—La pared de mi cuarto. Si me castigan no puedo salir ni a ver la televisión.
Al menos tienen un poco de buen humor para conformarse con el oscuro encierro. Es mejor no pensar en lo que pasará cuando no los vean aparecer en ninguna de las dos casas donde van a pasar la noche.
Raulín, como buen lector y amigo de las historias les recuerda una.
—A lo mejor oímos el ruido que hace el perro fantasma encadenado que sale por la madrugada a recorrer la fortaleza.
—No, bobo —le responde Osvaldo—. A lo mejor la dama azul nos abre la puerta.
Dianamari, que se molesta con la incredulidad de Osvaldo, lo ataca:
—No nos va a abrir la puerta, so tonto. Los fantasmas atraviesan las paredes. ¿No es verdad, Peru? —pregunta, refiriéndose al supuesto pasado fantasma del amigo.
Peruso le sigue la corriente:
—Es verdad, pero que yo sepa, la dama lo que recorre es la plaza de la fortaleza. No entra a estos lugares.
Se vuelven a escuchar pasos. Hay alguien caminando por el balcón. Los pasos se oyen, pasan de largo por la puerta y después oyen un silbido. ¡Es el silbido de la pandilla!
—Si los fantasmas no existen, puede que los milagros sí —dice Dianamari—. ¿Quién podrá ser?
Se acercan a la puerta y Peruso pega el oído a la madera, pero no se oye nada. ¿Se habrá ido el dueño del silbido? La respuesta no se hace esperar: aquí está un segundo silbido y no tienen dudas. Peruso silba como respuesta y oyen de nuevo los pasos, varios, y una voz del otro lado de la puerta que pregunta:
—Muchachos, ¿están ahí?
Dianamari reacciona:
—¡Esa es Ana Carla! Han venido a buscarnos.
Ninguno va a reconocer el alivio que sienten, pero es grande, y Osvaldo ya contesta:
—¡Estamos aquí!
Se siente un movimiento afuera y como sacuden la puerta. Peruso le dice:
—Ana Carla, está cerrada. ¿Sabes si podrás abrirla o habrá que buscar una llave?
—No está cerrada con llave, solo tiene una barra metálica atravesada. Espera. Vas a tener que hacerlo tú, que pesa mucho —la oyen decirle a alguien más y, por un instante, hay una luz que parpadea afuera.
Ellos están intrigados. ¿Con quién vendrá Ana Carla y cómo los encontró tan pronto? Ahora se oye otra voz:
—Es que en la argolla hay un candado, Ana Carla. Habrá que romperlo.
—¡Leonel! —exclaman todos y se asombran. ¿Cuándo llegó? Pero ahora el deseo de salir hace que la sorpresa por la aparición de Leonel no sea tan importante.
La luz que vieron antes vuelve a parpadear.
—No está cerrado, Leonel —dice Ana Carla.
Ellos sienten el chasquido del candado saliendo de la argolla y la puerta se abre. En el umbral hay tres figuras inmóviles, tratando de ver en la oscuridad: Ana Carla, Leonel y Marilope.
—Ana Carla, ¿por qué trajiste a Marilope? —pregunta Peruso en tono de regaño.
—Niño, parece que ese gato te prestó sus ojos, ¿cómo puedes ver algo en esta oscuridad? —contesta ella y ya Leonel las empuja adentro y pega la puerta, porque alguien viene.
Guardan silencio como si obedecieran una señal. Debe ser el que está de guardia haciendo una ronda para comprobar que esté todo en orden. Cuando se aleja, sigue el interrogatorio. La llegada de estos tres tiene su explicación: Leonel llegó de su viaje y fue a verlos. Se enteró que estaban en el Castillo y consiguió escaparse de su casa. Los había buscado toda la tarde, hasta que habló con la mamá de Luis Enrique, quien le contó que estaba en casa de unos tíos. Lo demás se dio poco a poco.
Dianamari le pregunta a Ana Carla:
—¿Cómo encontraste el camino?
—De lo más fácil. Trajimos una linterna —le responde.
Esa era la luz que se veía afuera, piensan los otros. Ahora sí que podrán revisar el cofre. Ponen manos a la obra y miran cada ranura. Nada. Leonel se va enterando de lo que todavía no sabe por Ana Carla y los recién llegados se sientan, cansados del viaje, encima del cofre. Leonel enfoca la linterna a las paredes, porque él sí no ha visto el museo a la luz del día y se ve interesado en admirar cada pieza. Raulín va a hablar con Ana Carla y se deja caer con fuerza en el cofre, calcula mal la distancia hasta el borde, así que el cofre se vira igual a un barco cuando va a hundirse y los tres caen al suelo. Mientras Peruso pide que no hagan más ruido, viene Leonel con la linterna a revisar si se han hecho daño. Los muchachos no, pero la tapa del cofre ha quedado separada, como si se hubiera partido.
—¡Lo que nos faltaba! —exclama Dianamari—. Podemos ir hasta presos por daños al patrimonio. Hemos destrozado el cofre.
Pero Leonel y Peruso levantan la tapa y comprueban que solo se han salido las bisagras y entonces descubren un papel que asoma por la rendija inferior de la tapa.
—Pero, ¿qué es esto? —murmura Ana Carla mientras hala el papel, que es un fino rollo.
Lo pone encima del escritorio y hacen todos un círculo para verlo bien. Es el dibujo de una mujer, hecho con trazos oscuros. Lleva un velo puesto, igual al de las novias, pero la expresión es triste. Dianamari reacciona:
—¿Quién puede ser esta mujer?
Raulín la mira, pero la luz no es tan buena como para poder identificarla. Eso es lo que dice ahora, y Marilope, que no ha dicho una palabra, señala el lugar donde firman los pintores sus obras. Hay una firma y una fecha:

mitranius.blogspot.com
Gonzalo, avril –MDCCLXII)

Enseguida Leonel enfoca la interna.
—Guille, leer eso te toca a ti, porque si es por el tamaño de los ojos, tú debes ver mejor que nadie.
A lo mejor otro se hubiera puesto bravo, pero el Guille se siente contento de tener que descifrar lo que está escrito. Le quitó la linterna Leonel para acercarla más. Demora unos segundos en descubrir qué dice, hasta que al fin, habla:
—Lo primero es un nombre, Gonzalo, y la otra palabra es avril, como el mes, pero está escrito con v de vaca y no con b de burro…
Aquí lo interrumpe Raulín:
—El único burro eres tú, Guille. Eso es castellano antiguo, y sí es el mes de abril. ¿Qué más dice?
El Guille mira y deletrea:
—M-D-C-C-L-X-I-I, son muchas letras mayúsculas juntas, no sé qué querrá decir eso.
Dianamari le arrebata la linterna, sin hacer caso de sus protestas y revisa ella:
—¡Claro! Esto es el año, pero escrito en números romanos, como se usaba en la época en que se construyó la fortaleza. A mi me da trabajo leerlos, Raulín. ¿Podrás tú?
Antes de que Raulín responda, Marilope se acerca y lee:
—1762. Ese es el año que dice. Aprendí con mi abuelo los números romanos, porque en los libros de pinturas antiguas aparecen siempre así.
—Eso quiere decir entonces que este dibujo, ¿es del año 1762?
Se han quedado mudos. Lo menos que se hubieran imaginado era encontrar un dibujo tan antiguo. Pero ahora Ana Carla tiene otra pregunta:
—¿Qué tiene que ver el gato con este dibujo?
Peruso tiene más:
—¿Por qué yo, o nosotros, para encontrarlo? —Hace una pausa y vuelve a preguntar otra cosa que también intriga a todos—: ¿Quién es esta muchacha?
Todos piensan. Dianamari hace también su pregunta:
—¿Quién es ese Gonzalo, el autor del retrato?
La luz de la linterna se apaga y hay una exclamación de protesta, por lo que Dianamari, que todavía la tiene, aclara:
—Muchachos, tenemos que ahorrar la batería. Para la escalera nos hará falta.
Peruso habla:
—Aunque sepamos tan poco acerca del misterio, creo que debemos irnos. Ya debe ser muy tarde y nos estarán buscando por todos lados.
Coge el pergamino, lo enrolla con cuidado y, en este preciso momento, Marilope dice:
—En mi familia se cuenta una historia, parecida a la de la dama azul. ¿Quieren oírla?
No voy a decir la respuesta. Cualquiera adivina cuál es.

ENCUENTRO



Era muy joven cuando empecé a escuchar las canciones de Amaury, Pablo, Silvio... Creo que todos los jóvenes de mi generación lo hicieron. Disfruto mucho las canciones de los tres, pero por alguna desconocida razón (o conocida) siempre preferí a Amaury. En aquellos tiempos, en Cuba, la televisión y la radio eran los medios por los cuales se conocían y disfrutaban los artistas nuestros. Veíamos todos los programas musicales de aquel entonces. Recuerdo sobre todo uno que daban al mediodía en el cual veíamos a las figuras de entonces. Amaury pertenecía al movimiento de la Nueva Trova, pero había una diferencia entre él y los demás. La música de sus canciones tenía otro tempo, era diferente. Más tierna, algo que no acertaría a describir aunque la apreciara, sin contar que se abría en un amplio diapasón hacia la música popular como aquel tema que interpretaba a dúo con Mirta Medina, antológico, Porque ya no me vas a querer.
Todas esas diferencias, sutiles o no, lo fueron haciendo especial para mí y mi preferencia se ha mantenido a lo largo de los años. Como el buen vino, ha ido mejorando con los años, de manera que siempre lo disfruto a pesar de que nuevos intérpretes o compositores, cubanos o extranjeros, se añadan a la lista de favoritos él sigue ahí: entrañable, insustituible... con la permanencia de la elección del corazón y los oídos.
Lo sentí un poco lejano en aquellos días suyos de México, pero tenía sus canciones y escuchaba sus nuevos álbumes que, por suerte, la mayor parte de las veces llegaban de manos amigas o por las trasmisiones de Cuba. 
Me gustan (y aquí sí puedo utilizar la dichosa palabrita que los especialistas destierran del habla común de los simples mortales) todas sus canciones, aunque escucho unas u otras en dependencia de mi ánimo de turno: Acuérdate de Abril, Encuentros, Amigos, Amor difícil, No lo van a impedir (¡!), Hacerte venir, Olvídame muchacha, Dame el otoño, Por las ausencias, Abecedario, Mis confesiones… en fin, todas.
Increíblemente nunca he estado en un concierto suyo, así que mi disfrute ha sido muy particular e íntimo. Los cubanos saben que a veces es muy difícil asistir en La Habana a un concierto y las veces en que lo he visto más cerca ha sido en las ferias del libro.
Celebré y disfruté su programa de entrevistas: no lo perdía en Cuba cada semana, esperando la inesperada aparición de la personalidad que seleccionara, todos imprescindibles de nuestra cultura, fuera cual fuera el ámbito en el cual se destacaran. El tema, a dúo con Silvio, es increíblemente hermoso. 
Su libro de poemas fue una sorpresa y su novela, otra mayor aún, la que pude leer y sin que se considere una obras maestra, creo que es sincera, amena y revela ese desgarramiento que sufre quien está lejos de su tierra y las contradicciones y a veces surrealistas normas que debemos acatar. Ahora ya no son 11 meses, son 24 y, de alguna manera, esa obra suya contribuyó a la transformación. En toda su obra, literaria y musical, hay un profundo sentimiento de humanidad que la trasciende e inmortaliza.
Por eso hoy, que es su cumpleaños, quiero dedicar unas líneas a decirle que ha estado presente en mi vida de forma significativa. En mis amores, tristezas, desamores, ansiedades o decepciones. Hay temas que prefiero por su relación con momentos especiales, pero quiero agradecer su conducta inclaudicable, su profunda cubanía y sencillez, su manera de hacerse indispensable para la vida de millones de personas en todo el  mundo. 
Ahora tengo facilidades para disfrutarlo, gracias al acceso a Internet, con youtube, aunque no están todas las canciones que quisiera escuchar. Noto sobre todo la falta de Los inteligentes no están de moda o Carmen, ese poema de Martí que musicalizó y amo como poema y como canción en su voz.
De su música puedo decir lo que su tema del mencionado programa televisivo: con dos que se quieran basta.
Desde esta humilde página lo felicito y le deseo toda suerte de bendiciones. Puede ser muy largo el camino, pero siempre será hermoso si su música y su voz me acompañan, y me hacen sentir que no estoy sola, en contra del poema de Salvatore Quasimodo. No estoy sola sobre el corazón de la Tierra si las canciones de Amaury me acompañan.

martes, 25 de diciembre de 2012

LEYENDAS SOBRE LA NAVIDAD




El mundo actual se rige por el calendario gregoriano desde el año 1582, al cual se fueron agregando países hasta 1923 (Grecia), aunque existen dudas sobre las fechas en que lo adoptaron China y Turquía (entre 1912 y 1929), siendo Hong Kong el último territorio que lo adoptó, pues utilizó el calendario lunar hasta hace pocos años.
En casi todos los que pertenecen a la cultura occidental es celebrada la Navidad el 25 de diciembre, fijada la fecha como el nacimiento del niño Jesús y reforzada gracias a la parafernalia consumista que la rodea.
Más allá de la intención oportunista de crear demandas en el mercado para obtener ventajosas ganancias con los artículos que la identifican, en el plano espiritual se ha establecido como una fecha para la reunión familiar y para la celebración de los logros de un año próximo a terminar, por su cercanía al fin del año.
Muchos son los que se han dedicado al análisis de los textos bíblicos para demostrar que Jesús no nació en el mes de diciembre, sino a principios del otoño, lo cual tratan de demostrar con las citas alusivas a los pastores y rebaños, ambiente que no podría ser real en medio de la crudeza de un invierno, cuyo inicio en el hemisferio norte ocurre con el solsticio del 21.
Dentro de todos los emblemas o símbolos navideños, no cabe dudas de que el árbol de navidad es el más importante, habiéndose comprobado por todas las vías posibles que tuvo un origen pagano y que la religión cristiana lo adoptó y transformó en una tradición con un fuerte matiz religioso.
Hay quienes sitúan el origen del árbol de Navidad en el lejano Egipto, aunque la mayoría lo ubica en el norte europeo, fundamentalmente en los territorios alemán o sueco y vinculado a los dioses y la mitología nórdica.
Recuerdo que en el año 1995, trabajando en la Biblioteca Pública de Cienfuegos, debimos buscar en nuestros fondos bibliográficos un texto que confirmara nuestra defensa del origen no religioso del árbol en sí, para adornar uno en la Sala General de la biblioteca y acompañar así la presentación de un grupo de ballet infantil que interpretó el Vals de las flores del Cascanueces, de Tchaikovski.
En aquel momento, con la bibliografía existente (y que lamentablemente no puedo citar textualmente) conocimos que, siendo diciembre el mes más oscuro y frío de esas regiones del norte de Europa, se adquirió la costumbre de colgar luces de los árboles para que los viajeros pudieran orientarse y no perder el camino. Pero esta es solo una de las tantas leyendas alrededor de su origen.

El 25 de diciembre coincidía con el inicio del festival pagano que celebraban los romanos en honor de Saturno y llamaban  Saturnalia , durante el cual era costumbre adornar los hogares con verdor y luces, además de hacer regalos a los niños y a las personas pobres. Empezaba ese festival el 17 de diciembre y se extendía hasta el 24, celebrándose el 25 de diciembre el nacimiento del sol invicto (natalis solis invicti).
El festival se dedicaba a Saturno, dios de la agricultura y las cosechas y se adoraba el sol para invocar su regreso a la tierra después del invierno, con la próxima primavera.
En general, por la fuerte influencia de los celtas (por el vasto territorio que habitaron en toda Europa), es difícil encontrar alguna de las modernas tradiciones universales que no tenga alguna relación con esta cultura. El árbol de Navidad no es la excepción.
«La Enciclopedia Americana declara: “El acebo, el muérdago, el tronco navideño… son reliquias de tiempos pre-cristianos”. En otras palabras, ¡paganismo! El tronco navideño era usado comúnmente en un rito de adoración de naturaleza teutónica.
»Frederick Haskin afirma además: “Las autoridades creen que el uso de la guirnalda navideña puede rastrearse hasta la costumbre pagana de decorar los edificios y lugares de adoración para la fiesta que tenía lugar al mismo tiempo que nuestra Navidad”.
»La Enciclopedia Británica, bajo “Celastrales”, expone el origen de la guirnalda de flores: “los paganos europeos traían ramilletes de acebo a sus hogares, y las ofrecían a las hadas de los bosques, como refugios del severo clima invernal. Durante la Saturnalia, el festival romano de invierno, ramas de acebo eran intercambiadas como símbolo de amistad. Los más antiguos cristianos romanos aparentemente usaban el acebo como una decoración en la temporada navideña”.
»Hay docenas de tipos distintos de acebo. Virtualmente todos vienen en variedades masculinas y femeninas tales como “Príncipe azul y Princesa azul” o “muchacho azul y muchacha azul” o “muchacho chino y muchacha china”. Las plantas femeninas de acebo no pueden tener bayas a menos que una planta masculina contigua las polinice. Es fácil ver por qué las guirnaldas de acebo encontraron su camino en los rituales paganos, ¡como un símbolo de amistad y fertilidad!
»La Navidad está incompleta para muchos, a menos que incluya “besarse bajo el muérdago”. Esta costumbre pagana era natural en una noche que involucraba mucho jolgorio, hecha en el espíritu de orgías embriagadas. Al igual que hoy, el “beso” usualmente ocurría al comienzo de la celebración de Saturnalia/Navidad. Jamás olvidaré tener que besar siempre a las madres de mis amigos al entrar a cada una de sus casas cada Navidad. Era lo primero que hacíamos. Yo lo detestaba pero era algo que “debía hacer”. Se consideraba que el muérdago tenía poderes especiales de sanación para aquellos que se “regocijaran” bajo él.
»La Enciclopedia Británica, bajo “Santalales”, afirma: “Se cree que el muérdago europeo había tenido un significado ritual especial en las ceremonias druidas y vive en el folklore de hoy, con su estatus especial como el muérdago navideño habiendo venido de épocas anglosajonas”. El muérdago es un parásito que vive en los robles. (Recuerde que los druidas adoraban en bosques de roble). Los antiguos celtas (asociados con los druidas) solían dar el muérdago, como un remedio herbal, a los animales estériles para hacerlos fértiles. Y aún se le conoce como “sanador de todo” en celta.
»Al igual que el muérdago, las frutas navideñas también eran consideradas sagradas para el dios sol. El “tronco del sol” [del inglés “sun log”] vino a ser llamado “tronco navideño” [del inglés “yule log”]. Como nota, en inglés a la Navidad también se le llama “Yule”. Esto simplemente significa “rueda”, lo cual ha sido por mucho tiempo la representación del sol. Por eso las personas hoy en día comúnmente hablan de la llamada “temporada sagrada de yule” »¹.
Con origen pagano, sin determinar dónde verdaderamente comenzó o por qué, lo cierto es que todos esperamos con ansiedad que se acerque la fecha para adornar el nuestro en casa, en oficinas, tiendas, iglesias y cualquier lugar habitado.
Se ha ido adoptando como fechas para montarlo el Día de Acción de Gracias que celebran en los Estados Unidos y quitarlo el Día de Reyes, que es el día en que los tres reyes magos (Gaspar, Melchor y Baltasar) honran al niño Jesús con sus obsequios de oro, incienso y mirra.
En países en que se celebra el 8 de diciembre como el día de la virgen (México, la Virgen de Guadalupe), es costumbre colocarlo ese día.
Para mí es una fiesta contemplar un árbol de Navidad: me parece que está hecho de luces y sueños. Siempre le pido un deseo. Este año le pedí el milagro de estar más tiempo con mis hijos y mi precioso Diego. Solo espero que me lo conceda.


¹ DAVID C. PACK, El verdadero origen de la Navidad.



EL MISTERIO DE LA ESCALERA (Peruso y el gato fantasma)



Los muchachos están desesperados por hablar con Peruso en privado. Cuando Marilope entra para ayudar a sus abuelos a servir la mesa, salen todos al patio.
—Peru, ¿adónde llega la escalera? —pregunta Dianamari, ansiosa.
Peruso, que disfruta mucho viendo que estén pendientes de él, pone voz misteriosa al responder:
—Esa escalera parece más de boa que de caracol. Después de quince mil vueltas y llegar al final, ¿qué creen? —verdad que no hay otro como él para hacer de cualquier situación un gran misterio.
Los otros siempre caen en su trampa y los tiene ansiosos a más no poder.
—¡Cuenta, Peru, dale! —le dicen.
Con su cara de mayor intriga les susurra:
—Sale a los fosos de la fortaleza.
—¡No me digas! —exclama Ana Carla.
—Si no se los digo, ¿cómo se van a enterar? —replica él con voz socarrona.
—¡Chico, Peruso, no juegues! Es un decir —se mortifica ella.
Los otros están locos por saber más, al punto que dejan pasar la oportunidad de burlarse de la muchacha.
—Peruso, viejo, no te demores más en contarnos. ¿A qué lugar de los fosos? —pregunta Raulín.
Peruso se encoge de hombros.
—Oye, Raulín, hace rato ya que me quité el disfraz, así que no me digas viejo. Muchachos, no sé si ese lugar tiene nombre. Sale a un solar que está detrás de la fortaleza, por allá —y señala con el dedo en una dirección.
—Pues, ¿saben una cosa? —ahora es el Guille quien habla—: tenemos que quedarnos esta noche hasta que cierren para subir por esa escalera y entrar en la fortaleza.
Las muchachas son las primeras en protestar:
—¡Qué va! Si no llego a la casa antes de que oscurezca, mi madre llama a la policía —dice Dianamari.
Peruso se rasca la parte más calva de su cabeza.
—Pues, mientras almorzamos, hay que pensar cómo pedimos permiso para quedarnos —les dice. 
—¿Cómo te has raspado las rodillas, Peru? —se interesa Raulín.
—Menos mal que alguien tiene un pensamiento para el sujeto que bajó la escalera y no solo para enterarse de adónde llega —les reprocha él—. Déjenme decirles que la escalera, además de difícil está llena de espinas de pescado y pellejos, resbalosísimos. Por eso me caí mientras bajaba.
—¡El gato! —, exclaman todos.
—Eso mismo dije yo —sigue Peruso—. Parece que ahí hay gato subiendo y bajando la escalera. Razón de más para ir de noche a ver si lo encontramos.
Dianamari está pensativa. Peruso sabe que seguro está analizando la información.
—¿Qué tú crees, Diani? ¿No te parece que debemos ir esta misma noche? También me preocupa el asunto del cuadro de la galería. Sé que mi papá está muy intranquilo y se siente responsable. Voy a pedirle a Donjuán que lo llame, para que no se crea culpable.
A Luis Enrique se le ocurre una idea:
—¿Y si vamos a casa de mi tía y le decimos que nos queremos quedar hasta mañana?
Osvaldo y el Guille están encantados. Raulín no tanto, porque conoce a su mamá. De Dianamari y Ana Carla, ni hablar. ¡Tienen unas caras! A Dianamari le parece estar oyendo a su papá decir: «¿Quedarte en el Castillo con esos mataperros? ¡Ni se te ocurra!». Pero Ana Carla le da la solución:
—Dianamari, mejor hablamos nosotras con Nena y le pedimos que ella llame a nuestras casas y diga que nos queremos quedar con Marilope.
A Dianamari la cara se le ilumina:
—¡Tremenda idea! ¡Claro que sí!
Pero de pronto vuelve a estar seria.
—¿Y qué le decimos a Nena para quedarnos? —pregunta, mirándolos a todos.
Peruso, que piensa en todo, ya tiene una historia:
—Queremos ir al manantial de agua dulce que hay cerca de Cayo Carenas. ¿Creen que podríamos pedirle al tío de Luis Enrique que nos lleve?
Este Peruso no tiene remedio. Esas ideas locas vienen y van con una rapidez por su cabeza pelada-peluda que seguro andan en patines.
—Ya está, Peru —dice Luis Enrique—. Después de almuerzo vamos a hablar con mi tío para quedarnos en su casa a dormir y que nos acompañe mañana.
Nena los llama para almorzar y se asombran de que casi son las dos de la tarde. La mañana se ha ido volando. Hablan durante el almuerzo de que quieren ir a Cayo Carenas para ver la capilla, y también al sitio donde brota un manantial de agua dulce en plena bahía… Donjuán se ríe con ojos traviesos. Él no cree mucho en esos arrebatos de exploradores que les han entrado. Peruso sabe, pero todavía no puede decir que hayan encontrado algo definitivo sobre el gato. No es que quieran mantener oculto el verdadero motivo de quedarse, pero saben que tampoco Nena y el pintor van a dejarlos ir de noche a la fortaleza, ¡y menos atravesando los fosos!
«A veces no se puede decir toda la verdad», piensa Peruso, y lo apena ocultar algo a estas personas tan generosas y que los han acogido con cariño de abuelos. Ya les explicará luego, cuando haya resultados. La excusa para dormir en el Castillo es que hasta el día siguiente Tavo, el tío de Luis Enrique, no podrá conseguir un bote para llevarlos.
—¿Y esa idea les ha venido así, de pronto? —les pregunta Donjuán, sigiloso.
Peruso se apura en contestar:
—Bueno, desde el otro día estábamos pensando en hacerlo, pero hoy fue que nos decidimos.
Una vez hechas las llamadas telefónicas no hay de qué preocuparse, así que se van con Marilope a conocer el barrio y sus alrededores, donde ella recoge la tierra para las mezclas que su abuelo usa para pintar. Lo único que no pueden conseguir es que Nena deje que Dianamari y Ana Carla se queden por la noche en casa de la tía de Luis Enrique.
—¡Qué va! —les ha dicho Nena—. No es lo mismo siete que cinco. Vayan ustedes para allá y las niñas que se queden y duerman con Marilope en su habitación.
Aunque son más de las cuatro de la tarde, hay mucho silencio y nadie anda por las callejuelas pues el fuerte sol del verano obliga a buscar la sombra de los árboles que crecen en patios o portales. Al llegar al foso miran arriba. La fortaleza parece un gigante de piedra que se alza como una mole gris sobre la yerba. El grupo camina confiado detrás de Peruso y este les hace una señal para que se peguen al muro, justo cuando van a subir la escalera:
—¡Chist! Oigo unas voces. ¿Alguien estará bajando?
Se quedan quietos y en completo silencio, lo que es casi un milagro. Ahora los otros también escuchan algunas palabras sueltas.
—Deben ser turistas, porque tienen un acento extraño. Seguro están mirando la escalera y preguntándose adónde va, como nosotros hoy —susurra Dianamari.
Esperan un rato más y, como no oyen más voces, empiezan a subir. Peruso los advierte para que suban despacio y no resbalen, aunque a cada momento se vira y mira a los que suben detrás de él. Raulín se ha quedado último para cuidar a las muchachas, aunque ellas no parecen necesitar ayuda. Cuando Peruso y Osvaldo están subiendo los últimos escalones y ya tienen el torreón a la vista se encuentran una sorpresa: el gato está parado en el descanso y tiene algo entre las patas de alante. Parece estar esperándolos. Peruso se apura, pues siente el sonido de un objeto metálico que cae al suelo y ve cómo el gato desaparece ¡otra vez!, delante de sus narices.
—Muchachos, no sigan subiendo, que hay personas en la plaza. Deja ver qué es esto.
Se agacha y recoge del suelo lo que dejó caer el gato y abre la mano para que ellos puedan contemplar una llave. Se la echa en el bolsillo y les dice:
—Creo que nos quería dar esta llave. Vámonos, antes que nos descubran. Pero bajen despacio, Raulín —advierte.
Si la subida fue en silencio, la bajada la hacen entre murmullos. Cuando salen al foso rodean a Peruso, para ver la llave, pero este no saca la mano del bolsillo.
—Es mejor revisarla cuando estemos lejos. ¡Quién sabe si alguien podría vernos!
Ahora sí está oscureciendo y deben apurarse para llegar a casa de Donjuán, porque a Peruso no le parece seguro sacar la llave en medio de la calle.
—¡Ey!, ¿qué les pasa? —pregunta Nena cuando los ve entrar como una tromba marina y seguir para el patio.
La callada Marilope, agitada por la expedición y el misterio de la llave, es quien responde:
—Nada, abuela, recogimos cocuyos y vamos a soltarlos en el patio.
Nena los mira extrañada pero vuelve a la cocina, donde Donjuán la ayuda a pelar papas.
—¿Qué se traerán esos muchachos entre manos, viejo? Me preocupa que pueda pasarles algo.
—¡Bah! No te preocupes tanto. Les viene bien un poco de aventura. ¿Te acuerdas de nosotros cuando teníamos esa edad? Casi vivíamos silvestres, como dicen ahora. Pero esos años, caray, son los mejores. Todo parece magia, ¿verdad? Déjalos, Nena. Son buenos muchachos.
Mientras tanto, en el patio, Peruso saca por fin la llave del bolsillo.
—¡Mi madre! —dice el Guille—. Esta llave debe tener mil años por lo menos. 
Osvaldo, que se burla de todo, dice:
—Cómo no, bobo. Los siboneyes tenían cerrajeros en cada aldea.
Rompen en carcajadas, por la ocurrencia, y miran la llave con atención.
—Este tipo de llave es muy, muy antiguo. Como de la Edad Media por lo menos —asegura Raulín.
Dianamari, sabuesa al fin, precisa:
—De la Edad Media no, pero de la época en que se contruyó la fortaleza, sí.
Peruso está pensativo, dando vueltas a la llave por una y otra cara.
—Está oxidada, y miren qué extraña la forma que tienen estos pinchos —se las enseña para que vean a qué se refiere.


—¡Oye! ¡Si parece la llave del cofre de un pirata! —exclama Raulín.
Osvaldo cierra los ojos y mueve la cabeza.
—Estas chiquitas han acabado por confundirlos, muchachos. No piensen en películas o en personajes de libros. Aquí hay una vieja llave, que a saber de qué era. Nada de cofres, ni corsarios, ni piratas.
Ahora Osvaldo se ha quedado solo con su incredulidad. Todos piensan que esa llave es también la clave del misterio del gato.
Dianamari dice en voz alta lo que todos piensan:
—Tenemos que volver a la fortaleza esta noche y encontrar qué se abre con esta llave. Peruso, este es el mensaje que decíamos: el gato quería dártela.
Luis Enrique habla ahora despacio:
—Muchachos, ¿se acuerdan de la sala del museo que era la oficina del comandante de la fortaleza? Allí hay muebles antiguos. A lo mejor esta llave abre alguna puerta o gaveta.
Guille y Raulín se fijaron bien en los muebles. Claro que las muchachas también. Peruso no entró en esa sala porque estaba merodeando. Ahora es Ana Carla quien se da una palmada en la frente y les dice:
—¡Claro! ¡Si hay un cofre también! —mira a Dianamari—. ¿No te acuerdas? Al lado del escritorio, junto a la ventana. Es de metal; tiene adornos y unos remaches en las esquinas.
Ahora Peruso es el cauteloso, porque no quiere que se hagan una idea falsa.
—Muchachos, pero todos los muebles que están allí han pasado por las manos de los que trabajan en el museo. Seguro que, como son antiguos, habrán tenido que restaurarlos —le pregunta entonces a Raulín—: ¿es así como se dice?
Raulín está feliz porque Peruso le pregunta:
—Sí, Peru. Así es como se le llama a la reparación de los objetos antiguos, porque se trata de conservarlos como eran.
Dianamari y Ana Carla no se dan por vencidas.
—Está bien, habrán pasado por doscientas manos, ¿y qué? —dice Dianamari—. Muchas veces uno tiene las cosas en sus narices y no las descubre. No vamos a perder si probamos, ¿verdad?
No hay más palabras. A veces pasa. Bajan la voz, acuerdan cómo salir y convencen a Ana Carla de quedarse con Marilope, porque les parece peligroso llevarla con ellos. Donjuán y Nena se extrañan, pero saben que a los muchachos les gusta la aventura y no deben temer que les suceda algo malo cuando pasean por el barrio. Sospechan un poco al ver que Ana Carla se queda, pero ella finge estar muy cansada y Marilope va a acompañarla, porque no quiere quedarse sola. Claro, primero tienen que sentarse a la mesa, comer, inventar un buen cuento (esto es trabajo de Peruso) y por fin, un poco después de las ocho, salen.

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